CONSAGRADO A HONRAR LA FELICISIMA MUERTE DE MARÍA
DORMICIÓN DE LA VIRGEN, JAUME SERRA.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
El
Sol de justicia no derramaba ya sobre el mundo la luz de sus
enseñanzas y de sus ejemplos; pero la Estrella de los mares
alumbraba aún con sus suaves resplandores el campo inculto y
dilatado en que los obreros del Evangelio sembraban semillas divinas.
Jesús había subido al cielo y María vegetaba aún en la tierra
como una enredadera separada del olmo que la sostiene. Lejos estaba
su tesoro y allí estaba su corazón. La tierra era para ella un
doloroso destierro, y en medio de los rigores de su ostracismo, se
consolaba tan sólo tornando al cielo sus miradas y respirando de
lejos los aires puros de la patria. Peregrina aun sobre la tierra,
daba aliento a los sembradores de la palabra divina, que a sus pies
iban a deponer las primeras espigas cosechadas en la heredad que
había hecho fecunda la sangre de su Hijo.
Cuando
la Iglesia, fortalecida por la persecución, había afianzado sus
cimientos, su presencia era menos necesaria, y “como una segadora
fatigada que busca el descanso en medio del día, quiere reposar a la
sombra del árbol de la vida que crece cerca del trono del Señor.”
Un ángel desprendido de la celestial milicia, vino a anunciarle que
sus deseos serian bien pronto realizados.
Retiróse
María al lugar santificado por la venida del Espíritu Santo para
aguardar allí su última hora. Los apóstoles y discípulos
congregados en gran número, fueron a rendir a la Madre de Dios los
postreros homenajes de su amor filial. Reclinada sobre su humilde
lecho, los recibió a todos con la afabilidad encantadora que le era
característica.
Era
la noche: la luz pálida de una bujía alumbraba aquella multitud
silenciosa y conmovida que, deshaciéndose en torrentes de lágrimas,
rodeaba el lecho de la mujer bendita. Ella entre tanto, con rostro
sereno, pero en el cual se dibujaba un tinte melancólico que
realzaba admirablemente su belleza más que humana, fijó en todos
sus hijos adoptivos mirada cariñosa. Su voz dulcísima, resonando en
el recinto fúnebre, los consolaba prometiéndoles que no los
olvidarla jamás; que en medio de las celestiales delicias, siempre
abrigaría por ellos y por todos los redimidos con la sangre de su
Hijo un amor verdaderamente maternal. Clavó después sus ojos en el
cielo; una sonrisa suave como el último rayo de la tarde se dibujó
en sus labios; un color más encendido que el de la rosa de Jericó
se pintó en su rostro embellecido con celestial belleza. Acababa de
ver que el cielo se abría en su presencia y que su Hijo bajaba
sentado en nube resplandeciente para recibirla entre las purísimas
efusiones del amor filial. Veía a legiones innumerables de espíritus
angélicos que venían a su encuentro agitando palmas triunfales y
trayendo coronas inmarcesibles para coronarla como Reina del empíreo.
Arrebatada en inefable arrobamiento, su alma desprendióse dulcemente
de su cuerpo a la manera que el lirio de los valles des pide al
marchitarse un último perfume. El ángel de la muerte, a quien
ningún poder huma no detiene en su carrera, revoloteaba en torno de
esa humilde hija de David sin atreverse a herirla; pero si el Hijo
pagó tributo voluntario a la muerte, la madre hubo de someterse
también a su imperio.
Al
punto, luz misteriosa bañó con resplandores celestiales la estancia
de María y cánticos que no ha escuchado jamás oído humano,
turbaron el silencio de la callada noche, cuyos ecos repitieron los
sepulcros de los reyes y las ruinas de sus palacios. María había
dejado de existir; pero la muerte se había despojado en su presencia
de todos sus horrores: ella no fue más que un dulce y apacible
sueño. Las brisas de la noche, robando sus aromas a las flores del
valle, soplaban perfumadas en la fúnebre estancia, y el brillo
melancólico de las estrellas penetraba por entre sus rejas
silenciosas.
La
muerte es ordinariamente el reflejo de la vida. María, cuya
existencia fue enteramente consagrada a Dios, no podía dejar de
tener un fin adecuado a lo que fue su vida. María murió a impulso
del deseo de unirse al amado de su corazón. Su vida fue un largo y
prolongado suspiro de amor; su muerte fue el instante en que ese
suspiro se escapé de su pecho para ir a clavarse como una saeta en
el corazón de Jesús y no separarse jamás de ahí.
Por
mucho que amase María a su castísimo cuerpo, su separación le era
grata, porque mediante esa separación iba a unirse con Dios. Si
tanto anhelaba ese momento el apóstol San Pablo, ¿cuánto lo
anhelaría aquella que no hizo otra cosa que amar? No hay un deseo
más vehemente en el corazón del que verdaderamente ama, que el de
unirse con el objeto amado; por eso María, sí vivía en la tierra
se parada de Jesús, era solamente porque cumplía la voluntad de
Dios, pero para ella la vida era un tormento y uno de los muchos
sacrificios que le fueron impuestos. Jamás recibió María noticia
mas fausta que la de su muerte, y jamás un alma humana se desprendió
mas fácilmente de un cuerpo humano. El fruto bien maduro se
desprende del árbol con la más leve sacudida. Así como la paloma,
libre de los lazos que la tenían cautiva, emprende sin violencia el
vuelo a las alturas, así María, libre de Su cuerpo, voló a las
regiones del gozo eterno.
¡Qué
muerte tan envidiable! De todas las ventajas del amor divino es ésta
la más preciosa y la más apetecible. ¡Qué dulce es la muerte para
las almas que aman!
EJEMPLO
María, Auxilio de los cristianos
Visión de San Pío V.
La
bondadosísima Madre de Dios, no solamente se complace en acudir en
auxilio de las necesidades particulares de sus devotos, sino que
ostenta su misericordia y poder en las calamidades públicas que
afligen a los pueblos. Testimonio fehaciente de esta verdad es la
célebre victoria obtenida en las aguas de Lepanto por las armas
cristianas contra los musulmanes, que amenazaban con una formidable
flota a Italia y a la Europa entera.
Para
conjurar este peligro, el gran Pontífice San Pío V convocó a los
príncipes cristianos para resistir unidos al poderoso enemigo de la
Cristiandad y de los pueblos. Respondieron a su llamamiento Italia,
España y Venecia, y con su auxilio se reunió una flota de
doscientas galeras tripuladas con más de veinte mil combatientes,
bajo las órdenes del denodado guerrero español Don Juan de Austria.
Aunque
la armada cristiana era una de las más poderosas que había surcado
los mares de Europa, era inferior a la flota otomana en número y
calidad. Pero los cristianos, mas que del poder de sus armas,
esperaban la victoria de la protección divina alcanzada por la
intercesión de María, que por disposición del Papa, era invocada
en toda la Cristiandad por medio del Santísimo Rosario. Animosos
marcharon al combate los cristianos bajo tan poderoso patrocinio,
mientras que el turco ensoberbecido con su poder se regocijaba de
antemano de su triunfo.
Avistáronse
las dos formidables flotas en las aguas del mar jónico, y entraron
en lucha el 7 de octubre de 1571. Al tiempo de entrar en batalla, don
Juan de Austria izó en el palo mayor de la nave capitana una bandera
con la imagen de Jesús crucificado que inflamó el valor de los
guerreros cristianos, y el estandarte de María se desplegó al
viento en cada una de las principales naves. A la sombra de estas
gloriosas enseñas se peleó con un arrojo invencible, hasta que
tomada por don Juan de Austria la nave capitana de los turcos y
muerto su jefe, entró la confusión en la flota otomana, y un grito
de victoria salió ardiente y sonoro de los labios de los soldados
cristianos.
Entre
tanto, el Papa, como un nuevo Moisés, oraba fervorosamente en el
fondo de su palacio, y una visión celestial le dio a saber el
triunfo de los cristianos en el momento en que la batalla se decidía
en su favor. La conmemoración de este fausto acontecimiento es el
objeto de la fiesta del Rosario, que celebra la Iglesia el primer
domingo de Octubre.
Un
siglo después, el poder de la Media Luna se presentó de nuevo
amenazante bajo los muros de Viena con un ejército de doscientos mil
hombres. Una cruzada de los príncipes cristianos, inspirada por el
Papa Inocencio XI y mandada por Juan Sobieski, rey de Polonia,
reprodujo el drama libertador de Lepanto. El día en que debía
librarse la gran batalla asistió Sobieski a la misa con todos sus
generales y se mantuvo durante toda ella con los brazos extendidos en
cruz. Terminado el sacrificio se levantó exclamando: «Vamos al
encuentro del enemigo bajo la protección del cielo y la asistencia
de María.»-Pocos días después volvía al mismo templo a depositar
a los pies de su celestial protectora las banderas tomadas al
enemigo.
JACULATORIA
Salud
¡oh Madre admirable!
lirio
hermoso de los valles
y
pura flor de los campos.
ORACIÓN DE SAN ALFONSO MARÍA DE
LIGORIO
PARA PEDIR UNA BUENA MUERTE
¡Oh
María! ¿Cuál será mi muerte? Cuán do yo considero mis pecados y
pienso en ese momento decisivo de mi salvación o condenación
eterna, me siento sobrecogido de espanto y de temor. ¡Oh Madre llena
de bondad! el único sostén de mis esperanzas es la sangre de
Jesucristo y vuestra poderosa intercesión. ¡Oh consoladora de los
afligidos! no me abandonéis en esa hora y no rehuséis consolarme en
esa extrema aflicción. Si hoy me siento atormentado por el
remordimiento de mis pecados, por la incertidumbre del perdón, por
el peligro de volver a caer en él, por el rigor de la Divina
Justicia. ¿Qué será entonces? Si Vos no venís en mi auxilio, yo
seré perdido para siempre. ¡Oh María! antes del momento de mi
muerte, obtenedme un vivo dolor de mis pecados, un verdadero
arrepentimiento y una entera fidelidad a Dios por todo el tiempo que
me queda de vida. Esperanza mía, ayudadme en esas terribles
angustias de la postrera agonía; alentadme para que no desespere a
la vista de mis faltas que el demonio procurará poner delante de mis
ojos; obtenedme la gracia de poder invocaros fervorosamente en esa
hora a fin de que espire pronunciando vuestro santo nombre y el de
vuestro Divino Hijo. Vos, que habéis otorgado esta gracia a tantos
de vuestros siervos, no me la rehuséis a mí. ¡Oh María! yo espero
aún el que me consoléis con vuestra amable presencia y con vuestra
maternal asistencia; mas si yo fuera indigno de tan inestimable
favor, asistidme, al menos, desde el cielo, a fin de que salga de
esta vida amando a Dios para continuar amándolo eternamente. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la muerte de María, a
fin de estimularnos a vivir santamente para obtener una muerte
dichosa.
2.
Examinar atentamente la conciencia para descubrir nuestra pasión
dominante y aplicarnos a corregirla.
3.
Rezar las Letanías de la buena muerte para alcanzar de Jesús, por
mediación de María, la gracia de tenerla feliz.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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