DEDICADO A HONRAR EL DOLOR DE MARIA POR LA PÉRDIDA DE JESUS
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Un
incidente doloroso acibaró el corazón de María después de la
feliz cesación de su destierro y de la vuelta a su patria y a su
hogar. Fieles observadores de la ley, los dos santos Esposos se
dirigieron un día a Jerusalén en la época del tiempo pascual.
Confundidos entre la multitud de piadosos peregrinos que iban a
visitar el templo, partieron de Nazaret llevan do a Jesús en su
compañía cuando frisaba en los doce anos de edad. Después de
cumplir los deberes religiosos, dejaron la Ciudad santa, formando
parte de grupos diferentes, según era costumbre: José en el grupo
de los hombres y María en el grupo de las mujeres; pero los niños
podían indiferentemente agregarse a cualquiera de los grupos.
Las
sombras de la noche hablan caído ya sobre la tierra cuando José y
María se reunieron en el lugar de la primera jornada. Al reunirse,
la primera pregunta de uno y otro fue la misma:
¿Dónde
está Jesús? Ni uno ni otro pudieron contestarla. Jesús había
desaparecido, y la más amarga desolación se apoderó del corazón
de los afligidos Esposos. Si la tierra hubiera temblado anunciando su
completo desquicia miento, y si las trompetas del juicio hubieran
señalado el momento de la última hora, el corazón de María no
habría sufrido la conmoción que experimentó al notar la pérdida
de su Hijo. Interrogaron a sus parientes y amigos, penetraron
desolados entre la multitud con la esperanza de que el niño los
hubiera perdido de vista. ¡Vanos esfuerzos! De todos los labios se
desprendían respuestas negativas; nadie daba razón de Jesús. La
noche era tenebrosa como la pena que embargaba a los dos despedazados
corazones. Muchos dolores se ocultarían bajo las sombras de esa
noche; pero no habría ninguno como el de María.
Tomaron
entonces solos y silenciosos el camino de Jerusalén sin que los
arredrase ni el cansancio ni los peligros. Las lágrimas de la
afligida madre iban señalando la solitaria ruta, y de trecho en
trecho se dejaba oír su voz dolorida que llamaba a Jesús con la
esperanza de que respondiese a sus clamores. Así llegaron a la
Ciudad, y desde las primeras luces de la aurora recorrieron
diligentemente sus calles, preguntando a los transeúntes si por
acaso habían visto al amado de su corazón; pero, ilusorias
esperanzas, vagas probabilidades era todo el resultado de sus
investigaciones.
Cada
momento que pasaba hacía más agudo el dolor de María; había
perdido su tesoro, la luz de su vida, el solo embeleso de su corazón;
en una palabra, era una madre que habla perdido al único hijo de sus
entrañas. Todo le era soportable con Jesús, todo le era amargo sin
él. ¿Dónde estaría? ¿Habría caído en manos de sus enemigos?
¿Se habría hecho indigna de su amor y de su compañía? Mil
dolorosos pensamientos cruzaban por su mente, despedazando su alma.
Por tres veces vio venir la noche y nacer el día; y el día y la
noche transcurrían dejándola sumergida en su dolor; hasta que
dirigiéndose otra vez al templo para derramar allí sus dolorosas
lágrimas, vio a Jesús que, rodeado de los doctores 4e la ley, los
maravillaba con la sabiduría que a raudales brotaba de sus labios.-
¿Quién es este prodigioso niño? exclamaban algunos a pocos pasos
de la Madre. -Es Jesús, mi hijo, dijo María, en los transportes de
su inmenso gozo; y acercándose al Mesías, le dice con una dulzura
que revelaba aún los últimos dejos de su pesar: “Hijo mío, ¿por
qué has obrado así con nosotros? Tu padre y yo te buscábamos
llenos de aflicción...»
¡Ah!
¡Y con cuanta facilidad perdemos nosotros a Jesús por medio del
pecado! Por un placer momentáneo, por la satisfacción de alguna
pasión mezquina, por seguir las máximas del mundo, por el respeto
humano, por un interés sórdido, perdemos su gracia y su amistad
bienhechora, sin pensar por un momento que perdiendo a Jesús, todo
lo perdemos. ¿Qué importan entonces todos los bienes de la
tierra, todos los honores del mundo, todos los goces de la vida?
“¿Qué importa al hombre ganar un mundo si pierde su alma?» Pero
lo que es más triste, es ver la indiferencia con que se mira la
p6rdida de Dios. Si se pierde la fortuna, cuántas lágrimas y
sacrificios para recuperarla; si se pierde la salud, cuántos afanes
por recobrarla; si se pierde la estimación de los hombres, cuánta
solicitud por encontrarla de nuevo. Pero si se pierde a Dios, que es
el sumo bien, se ríe y duerme sin cuidado, sin que se derrame una
lágrima y sin que se haga diligencia alguna por volver a su amistad.
Veamos en este dolor de María cuanto debe ser nuestro empeño por
encontrar a Jesús cuando tengamos la desgracia de perderlo por el
pecado.
EJEMPLO
Desgraciado del que olvida a María
Hubo
en una ciudad de Francia un joven, como tantos otros, que olvidando
los principios de la religión, se entregó con avidez febril a la
lectura de libros impíos y licenciosos.
Como
siempre acontece, la fe y la inocencia naufragaron en ese mar de
errores y máximas funestas que llenan las páginas de esas infames
producciones del infierno.
Perdida
la fe, comenzó a resbalar por la pendiente del vicio y acabó por
precipitarse en el abismo del crimen, cometiendo uno que comprometió
gravemente su honor.
Devorado
por los remordimientos y asustado de su propia obra, se echó en los
brazos de la desesperación, en vez de buscar los del
arrepentimiento, y llegó a concebir la realización de un crimen
mucho mayor que el que causaba su desesperación: el suicidio. En el
paroxismo de su desesperación, no comprendía que el suicidio en vez
de salvar su honor, lo enlodaba más y más añadiendo un crimen a
otro crimen.
Agitado
por este sombrío pensamiento, y sin dar lugar a la reflexión, se
precipitó un día des de lo mas alto de la ribera al fondo de un
caudaloso río, creyendo que su mala acción permanecería secreta.
Pero, por un prodigio inexplicable, su cuerpo flotaba sano y salvo
sobre las corrientes del río, a pesar de los esfuerzos que hacia
para sumergirse. Un pescador que arreglaba sus
redes
en la ribera, al ver que un hombre era conducido por la corriente se
apresuró a prestarle socorro, creyendo que habría sido víctima de
algún accidente involuntario. Más, cuando el generoso pescador
estaba a punto de salvarlo, el demonio, sin duda, sugirió al infeliz
la idea de que la causa que le impedía sumergirse era un Escapulario
que llevaba al cuello, último y único resto de las santas creencias
de su infancia. Acto continuo, el desgraciado joven se lo arranca del
cuello y lo arroja a la corriente, y en el mismo instante se sumerge
en el fondo de las aguas sin que el pescador pudiera impedirlo.
Este
hecho nos manifiesta que la Santísima Virgen no olvida ni a sus
hijos mas ingratos, si se visten con la sagrada insignia de su
Escapulario y que esta dispuesta a procurarles hasta el último
momento medios de salvación.
JACULATORIA
Sálvanos,
Madre piadosa,
de
una vida disipada
y
una muerte desastrosa.
ORACIÓN
¡Oh
María! por la dolorosa angustia que experimentó tu corazón de
madre al verte separada por tres días de tu idolatrado Hijo, dígnate
alcanzarnos la gracia de llorar siempre con amargas lágrimas
nuestros pecados, que han sido la causa de haber tantas voces perdido
la amistad divina. ¡Oh mil veces desventurados los que pierden a
Jesús sin deplorar su ausencia y sin echar de menos su dulce y
amable compañía! No permitas jamás ¡oh madre nuestra! que
insensibles a tan dolorosa pérdida, disfrutemos tranquilos de los
pérfidos goces del mundo, sin pensar que lejos de Dios existe
abierto a nuestros pies un profundísimo abismo. ¡Ah! perdiendo a
Jesús, te perdemos también a ti que eres nuestra mas dulce
esperanza, nuestro con suelo mas puro y nuestra mas segura tabla de
salvación. ¡Qué haríamos sin ti, ¡oh estrella de los mares! en
medio de las tormentas que agitan la vida llenándola de peligros!
¡Qué haríamos sin ti, ¡oh consola dora de los afligidos! en medio
de las des gracias y contratiempos que siembran de pesares el camino
de la vida! ¡Qué haríamos sin ti, ¡oh inexpugnable fortaleza! en
medio de las tentaciones que suscitan para perdernos los enemigos de
nuestra salvación! ¡Oh María! somos tus hijos no nos desampares;
somos tus siervos, no nos olvides; somos tus vasallos, no nos
desconozcas. Llena de piedad y de misericordia alárganos tu mano
protectora en la hora del peligro; y si por desgracia sucumbiéramos,
no tardes en venir en nuestro auxilio y en ponernos a salvo hasta
dejarnos en posesión de la tierra feliz donde disfruta remos
eternamente de tu amabilísima compañía. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Hacer un acto de contrición detestando de corazón todo pecado.
2.
Practicar la virtud de la humildad ejecutando algún acto humillante
o hablando bajamente de nosotros mismos.
3.
Hacer una confesión con todo esmero para recobrar la amistad divina,
si la hubiésemos perdido por el pecado, o para afianzarla con el
aumento de gracias que se nos comunica por medio de los Sacramentos.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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