DESTINADO
A
HONRAR
EL CUARTO DOLOR DE MARÍA
EL PASMO DE SICILIA, RAFAEL SANZIO.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Había
llegado la hora fatal, anunciada por el anciano Simeón, en que el
corazón de María seria despedazado por una espada de dos filos.
Jesús habla caído en poder de sus enemigos, quienes espiaban desde
largo tiempo el momento oportuno para hacerlo la víctima sangrienta
de sus venganzas. Arrastrado de tribunal en tribunal, como un
homicida o incendiario sorprendido en el acto de perpetrar su crimen,
fue en todas partes el blanco de las injurias, de los baldones y de
los más crueles e inhumanos tratamientos.
Descargaron
sobre sus espaldas una lluvia de rudos azotes, ciñeron su cabeza con
una corona de punzadoras espinas y cargaron sobre sus hombros
chorreantes de sangre una pesada cruz, instrumento de su cercano
suplicio. Así, cargado con aquel enorme peso, lo obligaron a
recorrer el largo y áspero sendero que mediaba entre el Pretorio y
el Calvario, apresurando a fuerza de golpes su marcha lenta y
fatigosa. De esa manera se arrastraba penosamente aquella figura de
hombre, dejando marcadas sus huellas con un reguero de sangre,
mientras que a lo largo del camino se agrupaban multitud de
espectadores, que demostraban en sus rostros o la satisfacción del
odio, o una estéril compasión.
Una
mujer llorosa, sumergida en un dolor inexplicable, penetró por medio
de la multitud para salir al encuentro del divino ajusticiado; y
desafiando las iras de los verdugos, se acerca a él y clava en su
rostro ensangrentado los ojos anegados en lágrimas. Es María que va
en busca de su Hijo. En la víspera de ese día funesto, lo había
dejado sano y lleno de vida; pero apenas habían transcurrido unas
cuantas horas lo ve convertido todo en una pura llaga. ¡Cuál sería
su dolor y su sorpresa! Jesús levanta sus ojos para verla, su mirada
se encuentra con la de su madre, y aunque sus labios nada hablan, sus
ojos y su corazón la dicen: «¡Oh madre desolada! ¿cómo habéis
venido hasta aquí sin temer las iras de mis verdugos? Apartaos, que
vuestra vista redobla mis tormentos; dejadme morir en paz por la
salvación de los pecadores y pagar con exceso de amor el exceso de
su ingratitud.» -Y María con sus ojos, mas bien que no con sus
labios, le diría: «¡Oh hijo muy amado! ¿Quién os ha reducido a
tal extremo de sufrimiento y de dolor? ¿Qué habéis hecho ¡oh
inocentísimo cordero! para ser tratado de este modo? Porque
resucitabais los muertos, ¿os conducen al suplicio? porque sanabais
a los enfermos, ¿os han azotado cruelmente? porque dabais vista a
los ciegos, oído a los sordos, movimiento a los paralíticos, ¿os
han coronado de espinas, y cargado con esa cruz? ¡Ah! permitidme
padecer con Vos y morir con Vos en ese madero. Yo no quiero vivir ya;
la vida sin Vos me es aborrecible y la muerte seria mi único
consuelo... »
El
dolor de María no sólo es grande por su intensidad, sino sublime
por el heroísmo con que sabe soportarlo. Ella, lejos de rehusar el
sufrimiento, le sale al encuentro y con paso resuelto va a buscarlo a
su misma fuente. María pudo evitar, huyendo a la soledad, la vista
de ese espectáculo sangriento. Pero no, ella vuela en alas del amor
que todo lo vence y que todo lo soporta; se abraza con la cruz, y
olvidándose de si misma para no pensar más que en el amado de su
corazón, desafía los peligros para ir a ofrecer algún alivie a su
hijo perseguido.
¡Ah,
cuánto acusa este heroísmo nuestra cobardía, no ya para buscar,
sino para aceptar el sufrimiento y el sacrificio! Muy distantes de
amar la cruz, la rechazamos con repugnancia, y si la aceptamos, es
porque no esta en nuestra mano rechazarla. Y sin embargo la cruz es
la llave del cielo y cargados con ella hemos de atravesar el camino
de la vida, si queremos recibir recompensas inmortales. Y ¡qué
tesoro de paz se oculta en el sufrimiento voluntariamente aceptado!
No hay dulzura comparable con la que saborea el alma amante de Jesús,
cuando carga sus hombros con la cruz que él arrastró a lo largo del
camino del Calvario. Gozar cuando el amado sufre, no es gozo, es
amargura; sufrir cuando el amado padece, es dulcísimo gozo. Unamos
nuestros pesares, trabajos y desgracias a los de María y hallaremos
fuerza, aliento, Valor y hasta alegría en medio de las espinas de
que esta sembrado el camino de la vida.
EJEMPLO
La medalla milagrosa
Conocida
es en todo el mundo la medalla que, por los portentos que se operaron
con ella, ha recibido el nombre de milagrosa.
Su
forma fue revelada en 1830 por la misma Santísima Virgen a una
Hermana de la Caridad de Paris. Representa en el anverso a María en
pie y con los brazos extendidos, haciendo brotar de sus manos un haz
de rayos, símbolo de las gracias que María derrama sobre los
hombres. Al rededor se lee esta inscripción, dictada por los labios
de la bondadosa Madre. ¡Oh
María, concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a
Vos!
Llenos
están los anales de la piedad cristiana con los prodigios de todo
género obrados por esta medalla, que parece ser como un talismán
que encierra el secreto de la más decidida protección de María.
Entre otros innumerables hechos que atestiguan esta verdad,
referiremos una conversión verificada en la isla de Chipre en 1864.
Vivía
allí un hombre acaudalado que, a causa de la pérdida de una hija
muy amada, había abandonado toda práctica de religión y había
caído en la más completa indiferencia religiosa. Este caballero
enfermó gravemente, hasta el punto de que fueron inútiles todos los
esfuerzos para restituirle la salud. Uno de los sacerdotes de la isla
lo visitaba frecuentemente con la esperanza de que aceptase los
auxilios de la religión. Pero el corazón del buen sacerdote se
llenaba de amargura al ver que todas sus exhortaciones obtenían la
misma respuesta dilatoria: «Ya tendremos tiempo; lo veremos dentro
de algunos días; por ahora no tengo disposiciones; espero mejorarme.
»
Mientras
tanto los síntomas de la muerte se hacían cada vez más próximos.
Ya la respiración era fatigosa y el hielo mortal comenzaba a hacerse
sentir en las extremidades. Y sin embargo, el endurecimiento de aquel
corazón continuaba, y siempre la misma respuesta: Después... por
ahora no... Los labios lívidos apenas tenían fuerzas para articular
una palabra, y las pupilas negábanse ya a recibir la luz del día, y
en pocas horas se cerrarían para siempre; y sin embargo la
obstinación continuaba.
En
esos momentos angustiosos tuvo el buen sacerdote la inspiración de
acudir a la medalla milagrosa. Sentado estaba junto al moribundo sin
atreverse a hablarle de aquella medalla, porque pocos momentos antes
le había dicho terminantemente que no quería oír hablar de
religión ni de Sacramentos. No sabiendo que hacer, encomendó
fervorosamente a la Santísima Virgen la suerte de aquel pecador
obstina do y colocó disimuladamente la medalla sobre la almohada.
¡Oh maravillosa clemencia de María! pocos momentos después, el
enfermo se vuelve a él y le dice: «Y bien ¿cuándo comenzamos?»
-«¿Qué
es lo que desea comenzar? le preguntó el sacerdote, temiendo que el
enfermo se refiriese a otra cosa.» -Mi confesión; pues que si se ha
de hacer alguna vez, convendría hacerla pronto.
La
confesión comenzó desde aquel mismo instante, pareciendo que
aquella vida que tocaba a su término, hubiese recobrado toda su
fuerza. Terminada la confesión, el sacerdote le presentó la
medalla, diciéndole que a esa prenda de la protección de María
debía el cambio operado en su corazón. El moribundo la cogió en
sus manos trémulas y la llevó a sus labios, cubriéndola de ósculos
de ternura y de lágrimas de arrepentimiento. En esa actitud escapóse
suavemente de su pecho el último suspiro.
Si
esta medalla lleva consigo tan admirables tesoros de gracias,
procuremos llevarla siempre sobre el pecho, y repetir con frecuencia
la jaculatoria que lleva al pie para asegurar en nuestro favor la
protección de María.
JACULATORIA
Yo
quiero también, María,
llevar
la cruz en mis hombros
y
ayudarte en tu agonía.
ORACIÓN
¡Oh
dolorida Madre de Jesús! qué triste es para mí contemplaros en la
calle de la amargura, sumergida en el mas acerbo desconsuelo al ver
tratado a vuestro Hijo como un malhechor y arrastrado
ignominiosamente a la muerte. Pero, más que vuestros mismos dolores,
me asombra el heroísmo con que desafiasteis los peligros y salisteis
valerosamente al encuentro de Jesús. Alcanzadme, os ruego por los
méritos de la pasión de Jesús y de vuestros Dolores, la gracia de
sobreponerme con santo valor a todas las aflicciones, disgustos,
enfermedades, miserias y dolores de la vida. Hacedme sentir ¡oh
Virgen santa! en medio de los pesares la paz y consuelos celestiales
que gustan las almas que saben sufrir por Dios; que yo mire esta
tierra como un doloroso destierro y que no tenga otro amor ni otro
deseo que unirme a Jesús y a Vos en el padecimiento, aceptando con
satisfacción la cruz que Dios se digne cargar sobre mis hombros.
Aceptad ¡oh afligida Madre! las lágrimas de compasión que vierto,
que es dulce para la madre ver que sus hijos participan de sus
dolores y unen sus lágrimas con las suyas. En recompensa de este
signo de mi filial amor, dad-me fuerzas para arrastrar mi cruz y no
desfallecer hasta dejarla en el Calvario, donde, muriendo con Jesús,
tendré la di cha de resucitar con El para gozar eterna mente en el
cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Hacer el santo ejercicio del Via
Crucis
uniéndose
a los dolores de Jesús y Maria en el camino del Calvario.
2.
Hacer un cuarto de hora de meditación sobre la pasión de Nuestro
Señor Jesucristo.
3.
Imponerse alguna mortificación corporal en honra de los
padecimientos del Hijo y de la Madre.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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