Hora
Santa
En
la Víspera de la Fiesta del Sagrado Corazón
Del
Manual de la Guardia de Honor (Año 1904)
Preparación.
¡Oh
amantísimo Jesús, inmolado por nosotros! ¡Oh amado Salvador
nuestro! permitid que me arrodille a vuestro lado, en el huerto de
las Olivas, y que pase íntimamente unido a vuestro Corazón
agonizante, la Hora Santa que habéis pedido a vuestra fidelísima y
víctima, la Bienaventurada Margarita María.
¡Concededme,
oh adorable Salvador, una íntima participación de vuestros
incomprensibles dolores, y de los sentimientos de compasión que
llenaron el alma de vuestra Santísima Madre en aquella noche de
mortales angustias! Os ofrezco, para suplir mi insuficiencia, los
afectos de esta Madre amantísima, los de la B. Margarita María, y
los de todas las almas que mas os han consolado en este Misterio de
dolor y de amor; y también los de vuestros fieles Guardias de Honor
que, en esta misma hora, se asocian al amarguísimo desamparo de
vuestra santísima Alma en el huerto de Getsemaní.
Oh
Jesús, misericordia y dulzura mía, oh suavísimo y afligidísimo
Maestro, toleradme en vuestra presencia... escuchadme... bendecidme y
sumergidme en el océano de amargura que va a invadir y llenar
vuestro dulcísimo Corazón. Amén.
Primer
cuarto de Hora.
Mi
alma esta triste hasta la muerte.
Consideremos
a Jesús, el gran penitente de amor, al Cordero inmaculado
presentándose delante de su Padre, cargado con todas las iniquidades
del mundo, “Se hizo pecador por nosotros, dice San Pablo.” Se
hizo nuestro fiador, y ha de pagar hasta el último cuadrante de
nuestra deuda.
Todas
las abominaciones, impurezas, traiciones, atentados, maldades,
sacrilegios... todos los crímenes, para decirlo en una palabra, que
han manchado y mancharán a la humanidad entera; Él, la Santidad
infinita, se ha revestido de ellos como de una lepra asquerosa.
¡Cubierto
con este manto de ignominia, se arrodilla para confesar, en el
tribunal de la Justicia divina, todos los pecados de los hombres!
Confiteor
Deo omnipotenti...
Y
no solamente los confiesa uno a uno, sino que le producen vergüenza
inexplicable y contrición infinita: e implora desde el fondo del
abismo de humillación y de dolor en que está sumergido, el más
humilde perdón de ellos...
De
profundis clamavi ad te Domine…
¡Ah!
el pecado, ese lodo inmundo, ese mal abominable con que el nobilísimo
Hijo de Dios se siente como impregnado hasta lo más intimo de su
sustancia, le llena de tan grande angustia, que, cayendo postrado
sobre su rostro, exclama: iTristis
est anima mea usque ad mortem!
¡Mi alma esta triste hasta la muerte!
Dulcísimo
Cordero que quitáis los pecados del mundo, preservadnos para siempre
de este único y supremo mal. Por el mortal desamparo a que nuestras
iniquidades Os redujeron en Gersemaní, hacednos concebir un vivo
dolor de nuestros pecados y la enérgica resolución de no ofenderos
en adelante. Perdón, Señor, para nosotros, perdón para los pobres
pecadores nuestros hermanos!
Acto
de contrición. — Parce Dómine.
Segundo
cuarto de hora.
Padre,
si es posible, pase de mí este cáliz.
No
solamente Jesús se ha revestido de nuestras iniquidades y las ha
confesado a la Majestad sino que las ha expiado en su Corazón, en el
Huerto, en su carne santísima, sobre la Cruz.
Consideremos,
lo primero, que sobre el Corazón Santísimo de su muy amado Hijo va
a descargar el Eterno Padre su enojo, y ejercer todo el rigor de su
justicia. Consideremos a Jesús, dulce Cordero, mansedumbre infinita,
entregado al terror de la vista de su Padre irritado. ¡El temor...
el tedio... la tristeza se apoderan de su alma santisima! Comienza
temer “pavere”,
a la vista de los tormentos que le esperan... a sentir un tedio
mortal... “taedere”,
causado por la ingratitud de los hombres y por la inutilidad de su
Pasión para tantos... y a afligirse... “maestus
ese”,
con amarga tristeza mirando nuestros innumerables pecados, los cuales
ha tornado sobre sí, abrevado de amargura.
Y
el alma santísima del Salvador, llena de terror, pide misericordia:
“Padre, si es posible, pase de mí este cáliz”... Su espíritu
se turba, su cuerpo tiembla y suda sangre hasta regar con ella la
tierra.
Escuchemos
lo que el mismo Nuestro Señor reveló a la B. Margarita María
acerca de la lucha formidable que sostuvo en el Huerto de Getsemani.
“He
comparecido, dijo, ante la Santidad de Dios, quien, sin atender a mi
inocencia, me ha anonadado en su santa ira, haciéndome beber el
cáliz lleno de la hiel y de la amargura de su justa indignación,
como si hubiera olvidado el nombre de Padre para sacrificarme a su
justa cólera”.
“No
hay criatura alguna, añadió Nuestro Señor, que pueda comprender
los grandes tormentos que sufrí entonces; y este mismo dolor es el
que experimenta el alma criminal cuando comparece ante el tribunal de
la santidad divina, que pesa en algún modo sobre ella, la lastima
con su peso, la oprime y la destroza porque así lo pide la divina
justicia”.
¡Oh!
pensemos que un día tendremos nosotros que comparecer también ante
la santidad de Dios; preparémonos a sufrir sus rigores, porque “si
esto se hace en el leño verde, con el seco que se hará?”
Y
sobre todo, seamos indulgentes con nuestros hermanos... no los
juzguemos y no seremos juzgados. Con la misma medida con que
midiéremos, seremos medidos.
Miserere
mei Deus... In te Domine speravi.
Tercer
cuarto de hora.
iQué!
¿No habéis podido velar una hora conmigo?
La
Victima santa, inundada en su sangre, se levanta buscando quien la
consuele... Pero ¡ay! el gran Justo abandonado en Getsemaní hubo de
exprimir solo el lagar... Sus tres más queridos e íntimos amigos,
Pedro, Santiago y Juan, dormían algunos pasos de allí. ¿Quién
podrá decir el dolor que sintió Jesús por semejante abandono... a
tal hora... en tal lugar? Pero su amantísimo Corazón debía conocer
todos los dolores, y cubrirnos con toda su indulgencia: iQue! ¿No
habéis podido velar una hora conmigo? ¡Que dulce reconvención...
seguida de aquella caritativa advertencia! Velad y Orad, porque no
caigáis en tentación.
jOh
Maestro agonizante, y siempre paciente y bondadoso, no permitáis que
Vuestros escogidos, Vuestros Guardias de honor, se adormezcan jamás
cobardemente en el puesto de amor en que Vos los habéis tan
misericordiosamente colocado!
En
Vuestro tabernáculo, como en el Huerto de las Olivas, sufrís aun
todos los horrores de una lenta agonía. Allí Os persiguen las
traiciones; la ingratitud de los hombres Os hace gemir, lloráis
nuestros crímenes; y los confesáis día y noche a Vuestro Padre
Celestial... Oh Jesús, dulcísimo Jesús, que, careciendo de los
divinos consuelos, nos habéis convidado a consolaros; hacednos
vigilantes y esforzados, generosos y enteramente dedicados a Vuestro
sagrado Corazón. Enseñadnos a orar y velar, para no caer en la
tentación y para que nos libremos de todos los peligros de la hora
presente. Por el incomparable desamparo de Vuestro Corazón en
Getsemani tened piedad, ioh Jesús! de los afligidos. Consoladlos,
sostenedlos y santificadlos en la hora de la prueba. Piedad también,
Señor, para los agonizantes, y para nosotros mismos, cuando llegue
la terrible hora de comparecer delante de Vos, y de recibir la
sentencia que nos hará dichosos o desgraciados por toda una
eternidad. Amén.
Oración
por los agonizantes.
Oh
Clementísimo Jesús, lleno de amor por las almas,
suplícote
por la agonía de tu Santísimo Corazón,
y
por los Dolores de tu Inmaculada Madre ,
purifiques
en tu Sangre a todos los pecadores que están agonizado en este
momento
y
han de morir hoy mismo. Amén.
Corazón
agonizante de Jesús, tened misericordia de los moribundos.
Corazón
dolorido de María, sed consuelo de todos los agonizantes.
Último
cuarto de hora.
“Ya
el Hijo del hombre va ser entregado en manos de los pecadores.
Levantaos, vamos”.
Jesús
había orado tres veces diciendo: “Padre,
si es posible, pase de mí este cáliz”,
añadiendo luego: “No
se haga mi voluntad, sino la Vuestra”.
Ahora bien, esta voluntad Santa era que el adorable agonizante
muriese, “porque
la muerte es la paga del pecado”.
— “Levantaos,
dijo a sus discípulos, y vamos”.
—“¿A
dónde, mi dulce Maestro y Señor?”...
— “Al beso de Judas, al Pretorio, a la Columna, al Calvario, al
patíbulo infame...” Y, adelantándose a la tropa enemiga que viene
a prenderle: “¿A
quién buscáis?”
les dijo. “A
Jesús de Nazaret...”
— “Yo
soy”.
¡Oh
gran Combatiente de amor! ¡Oh Luchador magnánimo que nos convidáis
a seguiros! “Henos aquí”. Vuestros Guardias de honor Os
escoltarán debidamente, subirán con Vos a la montaña santa de los
dolores, que es el “monte de los amantes”. Bajo Vuestras ordenes,
oh Rey inmortal de los siglos, quieren pelear el buen combate, vencer
al príncipe de las tinieblas, triunfar del mundo, y morir
resueltamente a sí mismos, a fin de vivir solo para Vos.
Vamos
y muramos con él.
Transportémonos
en espíritu al Calvario. Adoremos al divino ajusticiado expirando en
el árbol de la Cruz: ¡Él es el Amor muerto de amor!... ¿No
viviremos en adelante para amarle únicamente? Si; en retorno
entreguémonos todos a Jesús; y por Él, con Él y en Él, al
beneplácito divino. Unamos nuestras pobres inmolaciones a su
continua inmolación en el altar. Volvamos sacrificio por sacrificio,
amor por amor al Corazón herido de Jesús, y entremos en seguimiento
de la Santísima Virgen María, San Juan y Santa María Magdalena, en
su Llaga adorable, para no salir jamás de ella.
HAEC
REQUIES MEA.
Conclusión.
¡Padre
Santo, que habéis amado tanto al mundo que le habéis entregado y
sacrificado a Vuestro Hijo único, nosotros Os bendecimos por esta
incomprensible misericordia! No pudiendo hacerlo dignamente, Os damos
gracias por medio del Corazón de nuestra dulce y santa Victima.
¡Después de hacerse nuestra redención, se hará nuestra acción de
gracias! Y a Vos, oh Salvador, oh Cordero, oh amor nuestro inmolado,
Os alabamos, Os bendecimos, Os glorificamos por todos los siglos, por
haberos sacrificado por la salvación de Vuestras pobres criaturas.
Por medio del Corazón de María inmolada al pie de la Cruz, por la
voz elocuente de sus lágrimas de Madre. Os damos gracias, y Os
prometemos, oh Jesús amadísimo, huir del pecado, combatir nuestras
perversas inclinaciones, vencer nuestra repugnancia para el bien, y
nuestro apego at mundo y sus falsos placeres, repitiendo con Vuestra
fiel amante la B. Margarita María:
“El
amor divino me ha vencido, él sólo poseerá mi corazón”. Amén.
ACTO
DE DESAGRAVIO DE PÍO XI
¡Oh dulcísimo Jesús, cuyo inmenso amor a los hombres no ha recibido en pago, de los ingratos, más que olvido, negligencia y menosprecio! Vednos postrados ante vuestro altar, para reparar, con especiales homenajes de honor, la frialdad indigna de los hombres y las injurias con que, en todas partes, hieren vuestro amantísimo Corazón.
Mas
recordando que también nosotros alguna vez nos manchamos con tal
indignidad de la cual nos dolemos ahora vivamente, deseamos, ante
todo, obtener para nuestras almas vuestra divina misericordia,
dispuestos a reparar, con voluntaria expiación, no sólo nuestros
propios pecados, sino también los de aquellos que, alejados del
camino de la salvación y obstinados en su infidelidad, o no quieren
seguiros como a Pastor y Guía, o, conculcando las promesas del
Bautismo, han sacudido el suavísimo yugo de vuestra ley.
Nosotros
queremos expiar tan abominables pecados, especialmente la inmodestia
y la deshonestidad de la vida y de los vestidos, las innumerables
asechanzas tendidas contra las almas inocentes, la profanación de
los días festivos, las execrables injurias proferidas contra vos y
contra vuestros Santos, los insultos dirigidos a vuestro Vicario y al
Orden Sacerdotal, las negligencias y horribles sacrilegios con que es
profanado el mismo Sacramento del amor y, en fin, los públicos
pecados de las naciones que oponen resistencia a los derechos y al
magisterio de la Iglesia por vos fundada.
¡Ojalá
que nos fuese dado lavar tantos crímenes con nuestra propia sangre!
Mas, entretanto, como reparación del honor divino conculcado,
uniéndola con la expiación de la Virgen vuestra Madre, de los
Santos y de las almas buenas, os ofrecemos la satisfacción que vos
mismo ofrecisteis un día sobre la cruz al Eterno Padre y que
diariamente se renueva en nuestros altares, prometiendo de todo
corazón que, en cuanto nos sea posible y mediante el auxilio de
vuestra gracia, repararemos los pecados propios y ajenos y la
indiferencia de las almas hacia vuestro amor, oponiendo la firmeza en
la fe, la inocencia de la vida y la observancia perfecta de la ley
evangélica, sobre todo de la caridad, mientras nos esforzamos además
por impedir que seáis injuriado y por atraer a cuantos podamos para
que vayan en vuestro seguimiento.
¡Oh
benignísimo Jesús! Por intercesión de la Santísima Virgen María
Reparadora, os suplicamos que recibáis este voluntario acto de
reparación; concedednos que seamos fieles a vuestros mandatos y a
vuestro servicio hasta la muerte y otorgadnos el don de la
perseverancia, con el cual lleguemos felizmente a la gloria, donde,
en unión del Padre y del Espíritu Santo, vivís y reináis, Dios
por todos los siglos de los siglos. Amén.
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