CONSAGRADO A HONRAR LA VIDA DE MARÍA EN EL TEMPLO
LA VIRGEN NIÑA EN ORACIÓN,
FRANCISCO DE ZURBARÁN.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
María
entró en el templo de Jerusalén como una víctima destinada al
sacrificio. Pero esa víctima no seria consumida por las llamas del
altar, sino por las llamas del amor. Era el amor a Dios el que la
impulsaba en todas sus obras: el amor divino la arrancó de los
brazos de su madre y la llevó a la soledad del santuario; el amor la
hizo consagrar a Dios para siempre la flor de su virginidad, flor que
no había encontrado hasta entonces en el mundo ni terreno en que
nacer ni atmósfera en que vivir. Antes que María se abrazase con
ella voluntariamente, y no con lágrimas como la hija de Jefté, la
virginidad era una hermosa desterrada que tocaba en vano a la puerta
de los corazones en solicitud de hospitalario albergue. Fue María la
que dio a conocer a los hombres su precio y la que les enseñó que
esa virtud busca para vivir el apartamiento y el retiro de la Casa
del Señor.
Dice
San Jerónimo que María en el templo distribuía sus ejercicios en
la siguiente forma: desde la aurora hasta promediada la mañana,
entregábase a la oración; hasta el mediodía se ocupaba en obras de
mano; se instruía después en la ley y los profetas, y luego se
entregaba de nuevo a la oración, que duraba hasta la entrada de la
noche. Esto constituía sus delicias y su pan cotidiano, creciendo
cada día en amor a Dios y en la perfección de las virtudes. Ella
era la primera en las vigilias, la más fiel en cumplir la ley
divina, la más asidua en la oración, la más constante en el
trabajo, la más profunda en la humildad, la más exacta en la
obediencia y la más puntual en sus deberes. Asperas eran sus
penitencias, prolongados sus ayunos, brevísimo su sueño, frugal su
alimento, sencillo su vestido y escasas sus palabras. La oración era
su vida y su alimento, y durante esas horas felices en que el cielo
se entre abría a sus miradas, su alma se derretía en adoraciones y
ternísimos y encendidos afectos ante el amado de su corazón. En
esos momentos el mundo desaparecía ante sus ojos y ningún
pensamiento humano ocupaba su mente. Embriagada en celestiales
delicias y enajenada en sublimes arrobamientos, su alma se desprendía
en la cárcel de su cuerpo y se transportaba a las moradas del gozo
eterno. - «Nadie, dice San Ambrosio, estuvo nunca dotado de un don
más sublime de contemplación; su espíritu siempre acorde con su
corazón, no perdía jamás de vista a Aquel a quien amaba con más
ardor que todos los serafines juntos; toda su vida no fue otra cosa
que un ejercicio continuo del amor más puro a Dios; y cuando el
sueño venía a cerrar sus párpados, su corazón velaba y oraba
todavía.»
A
fuerza de candor y de modestia, ella procuraba ocultar sus altas
perfecciones, pero es imposible que el diamante se oculte por mucho
tiempo, aunque se esconda bajo una corteza de barro. Los ancianos
encanecidos en los trabajos del templo la veían llenos de admiración
y la consideraban como el más estupendo prodigio de santidad que
hubiera aparecido en Israel. Enteramente entregada a sus deberes
y a sus ocupaciones, jamás desperdiciaba el tiempo y siempre estaba
pronta para ejecutar todas las obras que podían dar alguna gloria a
Dios. A Dios buscaba en todo: era el blanco de sus aspiraciones, el
término de sus deseos, el objeto de sus pensamientos y el único
móvil de todas sus acciones. Agradar a Dios, he ahí la sola palabra
que resume toda la vida de María en la casa del Señor.
Esta
es también la lección más provechosa que nos enseña María
durante su vida solitaria: huir del mundo para dedicarnos al servicio
de Dios. Es imposible seguir a un mismo tiempo las máximas de
Jesucristo y las máximas del mundo; unas y otras se rechazan como la
luz y las tinieblas, como el vicio y la virtud. Quien milite bajo las
banderas del uno, no puede aspirar a ser discípulo del otro; es una
ilusión pérfida pretender vivir en sociedad con los mundanos y
llamarse discípulo de Jesucristo, que se abrazó con la cruz y que
hizo del sacrificio su ley y su consigna. Para servir fielmente a
Dios y santificarse es indispensable alejarse del bullicio disipador
que amortigua la piedad e impide oír las inspiraciones divinas.
Pero,
para conseguirlo, no es necesario ir a buscar el silencio de los
claustros. El retiro y apartamiento del mundo puede encontrarse
también entre las paredes del propio hogar con sólo cerrar sus
puertas al bullicio y pasatiempos mundanos. No es necesario huir de
la sociedad para encontrar a Dios, porque no es posible vivir sin el
concurso de los demás; basta que evitemos la compañía de los malos
y de los que no siguen la doctrina ni practican la ley de Jesucristo.
Es preciso apartarse de la vida disipada, ociosa y holgazana que sólo
se emplea en proporcionarse satisfacciones, en halagar la vanidad y
condescender con las inclinaciones de la carne- Esa vida lleva
directamente al pecado, engendra la indiferencia y aleja de Dios;
esa vida enciende las pasiones, aviva la sensualidad y concluye con
todo deseo de la propia santificación- La ley cristiana es ley de
abnegación y sacrificio; ella impone el constante vencimiento de las
pasiones, la mortificación de la carne, la guarda de los sentidos,
la muerte del amor propio y la huida de la ociosidad. Y para alcanzar
tan grandes y preciosos bienes, es preciso dedicar diariamente algunos
momentos a la oración, frecuentar los Sacramentos y practicar la
piedad. Son estas las fuentes puras donde el alma encuentra gracias
en abundancia: es ahí donde se retemplan las fuerzas para el
combate, y se hallan el consuelo y la esperanza que hacen soportables
las desgracias de la vida. Si queremos santificarnos, no vayamos a
buscar la santidad en otra parte; si deseamos la paz de nuestras
almas, no vayamos a pedirla al mundo, que vive en turbación
perpetua; si anhelamos consuelos, no los pidamos al mundo, que él
sólo puede darnos amarguras y desengaños.
EJEMPLO
María, Virgen fidelísima
San Vicente Ferrer, Dominico.
San
Vicente Ferrer, comúnmente llamado el Ángel
del Apocalipsis por
la unción celestial de su palabra, profesaba una entrañable
devoción a la Santísima Virgen desde los albores de su infancia. El
fue quien introdujo la piadosa y laudable costumbre de saludar a
María después del exordio de los sermones, costumbre que se ha
conservado hasta el presente. El amor que sentía por esta bondadosa
Madre lo comunicaba a todas las almas que convertía, asegurando por
este medio su perseverancia en el bien. Al pie de una imagen que
veneraba en su celda buscaba las luces necesarias para el ejercicio
del ministerio de la predicación, y éste era el resorte secreto del
éxito admirable de su palabra.
Irritado
el espíritu del mal por las innumerables almas que arrebataba a su
imperio, empleó todos sus recursos infernales para hacerle perder la
vida de la gracia. Empezó por tentarlo de un modo violento y
terrible contra la angelical virtud de la pureza, que Vicente amaba
con sin igual ardor y cuidaba con indecible esmero. Un día en que se
ocupaba en preparar un discurso sobre esta misma virtud, rogó
encarecidamente a la Santísima Virgen que se la conservara por toda
la vida. Mas, no bien hubo formulado este ruego, cuando oyó una voz
que le decía: «Vicente, no puedo concederte lo que me pides porque
muy luego perderás la virtud que tanto estimas.»
Trémulo,
confuso y abismado en amarguras quedó el glorioso Apóstol al oír
aquella respuesta, que creía ser de los labios de la dulce Madre a
quién había invocado. Y postrándose con el alma atribulada y los
ojos anegados en lágrimas a los pies de su querida imagen le decía:
¿Cómo es posible, Madre mía, que consientas que este hijo que
tanto te ama manche su cuerpo y su espíritu con un pecado que me
hará indigno de presentarme ante tus ojos virginales? Todo lo temo
de mi miseria, pero también todo lo he esperado siempre de tu
protección; ¿y ahora me abandonas a mi miseria, negándome tu
amparo?
Compadecida
la bondadosa Madre de las angustias de Vicente, le hizo oír estas
palabras:
«No
te aflijas, querido hijo mío, porque la voz que te ha puesto en
tanta congoja, es la voz de Satanás que quería inducirte a la
desesperación: consuélate, pues has de saber que mientras tú me
seas fiel, yo lo seré también contigo, intercediendo por ti ante
mi Divino Hijo.»
Estas
consoladoras palabras devolvieron la paz al corazón de Vicente y
tornaron en suavísima alegría su pasada tristeza. Teniendo por
defensora a la que es fuerte como un ejército ordenado en batalla,
no temió ya los asaltos del infierno. Esta asistencia maternal de
María se hizo sentir especialmente en la última hora de su siervo
fiel, anticipándole con su presencia las delicias del cielo y
arrojando de su lecho de muerte al espíritu maligno que intentaba
dar el último asalto a aquella alma privilegiada.
La
Santísima Virgen es fiel hasta la muerte con los devotos suyos que
imploran su asistencia en el peligro y le sirven con fidelidad en la
vida.
JACULATORIA
En
tu regazo ¡oh María!
Desde
hoy dejo el alma mía.
ORACIÓN
¡Oh
María! Madre de Dios y madre nuestra, nosotros venimos hoy a
vuestros pies en solicitud de nuevas gracias y de nuevos favores,
porque sabemos que jamás se agota vuestra piedad y amor para con
vuestros hijos necesitados. Vos sabéis que vivimos en un mundo que
tiende a todas horas lazos a nuestra inocencia. Pero nosotros que os
hemos escogido por Madre y prometido despreciar las pompas y
vanidades del mundo, venimos a protestaros que con el auxilio de la
gracia jamás nos separaremos de la senda que nos habéis trazado con
vuestros ejemplos y virtudes. No, Señora nuestra, el mundo no tendrá
encantos bastante poderosos para inducirnos a olvidar por un momento
las dulzuras de vuestro amor, ni cadenas bastante fuertes que nos
retengan lejos de vuestro lado. ¡Ah, qué sería de nosotros sin
Vos! ¡a dónde iríamos a buscar el consuelo en nuestras penas y el
alivio en nuestras dolencias; en qué fuente iríamos a beber esos
goces purísimos con que sabéis recompensar el amor de los que os
buscan; a dónde iríamos a buscar luz en nuestras dudas, dirección
en nuestros negocios, consejo en nuestras vacilaciones! ¿Quién se
compadecería de nuestra miseria, quién tomarla a su cargo los
intereses de nuestra salvación, quién intercedería por nosotros
delante de Dios nuestro juez? ¡Ah! ¡Quién sino Vos, dulce Madre,
que no desoís jamás los clamores de vuestros hijos y que tenéis
siempre pronta vuestra diestra para arrancar de los brazos de la
misma muerte a los que iban a perecer! Con Vos todo lo tenemos,
gracia, consuelo, salvación. Ayudadnos, y seremos siempre vuestros
fieles hijos y vuestros rendidos siervos. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Ofrecer al Sagrado Corazón de Jesús, por medio del Corazón
Inmaculado de María, todos nuestros pensamientos, palabras, obras,
trabajos y sufrimientos en satisfacción de nuestros pecados.
2.
Rezar devotamente el Acordaos
por
la conversión de los pecadores.
3.
Hacer un acto de mortificación interior o exterior en honra de los
dolores de María.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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