CONSAGRADO A HONRAR EL DOLOR DE
MARÍA EN LA HUIDA A EGIPTO
LA HUÍDA A EGIPTO, GIOTTO.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Era
la mitad de una apacible noche. José y María rendidos por la fatiga
del trabajo, dormían el dulce sueño de la inocencia y del deber
cumplido. Repentinamente José despierta sobresaltado y se levanta de
prisa: era que un ángel le acababa de dar la orden de emprender un
viaje a Egipto para poner a salvo la vida del recién nacido,
amenazada por la sana de Herodes. María, sin desplegar sus labios
para proferir una queja, corre a la cuna de su Hijo, que dormía
tranquilamente el sueno de los ángeles, fija sobre él una mirada de
angustia, lo envuelve cuidadosamente en sus pana les, lo carga
amorosamente en sus brazos, lo cubre con un pobre manto y se aleja
con paso presuroso de la tierra de sus antepasados para encaminarse
al país del destierro.
Un
silencio sepulcral dominaba en las calles: todos reposaban en el
sosiego de sus abrigados albergues y nadie transitaba alo largo de
los solitarios caminos que conducían a Jerusalén. Entre tanto, una
tierna doncella y un triste anciano marchaban en silencio, temerosos
hasta del ruido de sus propios pasos, a la luz de los suaves rayos de
la luna que brillaba en un cielo síu nubes. “Érase todavía en la
estación del invierno, dice San Buenaventura; y al atravesar la
Palestina, la santa familia debió de escoger los caminos más
ásperos y solitarios. ¿Dónde se habrá alojado durante las noches?
¿qué lugar habrá podido escoger durante el día para reponerse un
poco de las fatigas del viaje? ¿dónde habrá tomado la frugal
comida que debía sostener sus fuerzas?”
Caminos
solitarios, senderos quebrados y peñascosos, colinas empinadas,
bosques espesos, arenales abrasados, desfiladeros peligrosos,
sinuosidades en que los bandoleros espiaban al viajero, cavernas
oscuras que servían de guarida a los malhechores: he ahí lo que
debían atravesar los desvalidos peregrinos y tristes desterrados de
Israel. Pero no sólo era la naturaleza con sus desiertos sin sombra,
sin agua y sin ruido, con sus altas montañas y tupidos bosques v
solitarias hondonadas, lo que hacia en extremo penosa la marcha de
los viajeros: eran el miedo, el frío, el hambre y la sed. Ellos
debían ocultarse a las pesquisas de los espías de Herodes y
alejarse de las poblaciones y seguir los senderos menos frecuentados.
El frío entumecía sus miembros, porque no tenían ni un techo que
los guareciera de las brisas húmedas de la noche, ni más lecho que
las yerbas empapadas por el rocío, ni más abrigo que sus sencillos
mantos. Sus provisiones eran escasas, y el hambre se dejó sentir más
de una vez sin que encontraran, para satisfacerla, ni una fruta
silvestre, ni un tallo de hierba. Al través de aquellos paramos
abrasados por el sol, ni una fuente di agua les ofrecía sus
corrientes cristalinas para humedecer sus fauces, secas por el
cansancio, el calor y la fatiga, y ni siquiera un soplo de fresca
brisa venia a templar el ardor de aquella temperatura de fuego.
Por
fin, después de un viaje largo y penoso, llegaron a Egipto, la
tierra de la proscripción, donde no encontraron ni un pariente, ni
un amigo, ni una mano generosa que les prestase amparo. Era un país
de idólatras y donde se miraba con desdén e indiferencia al
extranjero. En su patria los santos Esposos habían llevado una vida
humilde y laboriosa; pero jamás faltó el pan en su mesa. Mas ¡ay!
en el país del destierro sus privaciones eran continuas y un trabajo
asiduo durante el día y una par te de las noches no era bastante a
proveerlos de lo necesario. “¡Con frecuencia, dice un escritor, el
Niño Jesús acosado por el hambre, pidió pan a su Madre, que no
podía darle otra cosa que sus lágrimas!...”
No
dejemos perder ninguna de las saludables enseñanzas encerradas en
este misterio de suprema angustia y de maravillosa resignación a la
voluntad divina. La prudencia humana habría podido alegar mil
especiosas excusas y oponer al decreto del ángel numerosos
inconvenientes. Era de noche; convendría esperar la claridad de la
aurora, los caminos estaban poblados de bandidos; carecían de todo
recurso para emprender un largo viaje; iban a un país extraño,
dejando patria, hogar, parientes, amigos. ¿No habría otro medio que
ofreciera menos dificultades para salvar al niño? ¿Por qué se les
exige tan penoso sacrificio?
He
aquí lo que hubiera dictado la prudencia humana. Pero los santos
Esposos ni siquiera preguntan al ángel si el cielo se encargaría de
protegerlos durante tan larga jornada. Bástales saber que tales son
los designios de Dios para inclinarse sumisos y adorar su voluntad,
abandonándose sin reserva en los brazos de su providencia. Si María
nos ofrece en el curso de su vida maravillosos ejemplos de perfecta
sumisión a la voluntad de Dios, nunca brilló con luz más viva esa
virtud que en la huida a Egipto. ¿Adónde os encamináis ¡oh
doncella desvalida! con vuestro pequeño niño en medio de una noche
fría y solitaria? Yo voy a Egipto, al país lejano del destierro.
Pero, ¿quién os obliga a encaminaros al lugar del destierro y
abandonar el suelo que os vio nacer, el techo que os guarece, los
amigos, los parientes y cuanto ama vuestro corazón? La voluntad de
Dios. -Pero ¿vuestra ausencia se prolongara mucho tiempo? -Tanto
como Dios quiera. ¿Cuándo tornaréis a vuestros lares abandonados y
volveréis a aspirar los aires de la patria?-Cuando Dios lo ordene;
yo no tengo otra patria, ni otro gusto, ni otro deseo que el
cumplimiento de la voluntad de Dios.
¡Ah!
y cuanto acusa nuestra conducta la resignación de María. Ella se
abandonaba en los brazos de la Providencia, porque sabía que Dios se
encarga de proveer a nuestras necesidades y de darnos los medios de
cumplir sus designios. Nosotros, al contrario, pretendemos conformar
la voluntad de Dios a nuestros propios gustos y la contrariamos
audazmente toda vez que así nos lo aconsejan las conveniencias
terrenales. Dios no anhela otra cosa que nuestro bien, y cuando
permite que seamos atribulados, es porque así conviene a los
intereses de nuestra santificación. Sírvanos la conducta de María
de saludable lección para que sepamos adorar en todo tiempo la
Voluntad divina.
EJEMPLO
La confianza filial recompensada
ANTIGUO SEMINARIO DE TOULOUSE, ACTUAL
EDIFICIO VALADE.
En
el Seminario de Tolosa habla un niño de muy felices disposiciones
para la virtud, y entre otras prendas que lo adornaban, se distinguía
por una confianza ilimitada en la protección de María.
Una
noche, al pasar el superior la visita de inspección acostumbrada
para asegurarse de que todos los alumnos estaban recogidos, lo
encontró arrodillado en su cama.-¿Por qué no se ha acostado V., mi
querido amigo? le dijo el superior.-Porque he dado mi escapulario al
portero para que me lo remiende con el cargo de que me lo devolviese
antes de acostarme; y como no me lo ha traído todavía, no me atrevo
a recogerme sin él.-¿Y por qué no podría V. pasar una noche sin
su escapulario? repuso el sacerdote. -Porque temo morirme esta misma
noche; y no quisiera que me sobreviniera este trance sin tener en mi
poder este escudo de protección: pues la Santísima Virgen ha
prometido que el que muera con esa especial di visa de su amor no
padecerá el fuego eterno
-No
tenga V. temor, le dijo el superior pues nada nos induce a creer que
esté tan próximo su fin: mañana, a primera hora, yo haré que se
le devuelva su escapulario; y entretanto, acuéstese y duerma
tranquilo.-Padre mío, replicó el joven, yo no puedo acostarme sin
mi santo escapulario; no tendría tranquilidad ni ven dría el sueno
a mis ojos, de temor de morirme sin él.
El
buen sacerdote, profundamente compadecido de la aflicción del santo
joven y no menos edificado de aquella confianza verdaderamente filial
en la protección de María, bajó al aposento del portero, recogió
el escapulario y lo entregó al ni no, quien1 después de besarlo
devotamente, lo colgó alegremente de su cuello, diciendo: Ahora si
que dormiré tranquilo; y se durmió, invocando tiernamente el nombre
de María.
Al
día siguiente, el mismo superior, al pasar la revista ordinaria para
ver si sus alumnos se habían levantado a la hora señalada, entró
al cuarto del devoto niño y lo halló todavía en la cama, lo que no
le sorprendió, creyendo que estaría reparando la pérdida de sueno
de la noche anterior a causa de la falta de su escapulario. Se acercó
a él, lo llamó dos o tres veces, y viendo que no respondía, le re
movió suavemente para despertarlo; y nada... Aplicó su mano en la
boca para percibir su aliento, y pudo cerciorarse con indecible sor
presa que el piadoso niño había pasado del sueno de la vida al
sueno de la muerte. Había espirado teniendo estrechado fuertemente
al corazón el santo escapulario que con tan vivas instancias había
reclamado.
María
había querido recompensar la filial confianza de su joven devoto no
permitiendo que muriese sin el precioso documento por el cual sus
devotos quedan libres de las penas eternas. Este hecho nos demuestra
la benevolencia con que mira la Madre de Dios a los que se revisten
de su santo hábito.
JACULATORIA
Danos
¡oh dulce María!
tu
maternal protección,
y
acepta desde este día
mi
vida y mi corazón.
ORACIÓN
¡Corazón
de María, Madre de Dios y Madre nuestra! ¡Corazón amabilísimo,
objeto de las eternas complacencias de la Santísima Trinidad y digno
de la veneración de los ángeles y de los hombres! disipad el hielo
de nuestros corazones, encended en ellos el fuego del amor divino y
comunicadnos un santo entusiasmo por la imitación de vuestras
virtudes. Sobre todo haced que os imitemos en esa heroica conformidad
con los designios de Dios y en esa perfecta sumisión a su adorable
voluntad. Bien sabéis ¡oh Corazón humilde y resignado! que
nuestros corazones son rebeldes a los decretos divinos resistiendo
muchas veces a ellos para seguir nuestras inclinaciones. Haced que
jamás hagamos otra cosa que lo que sea del agrado de Dios y bien de
nuestras almas, y que en nada nos busquemos a nosotros mismos ni
demos satisfacción a nuestros gustos.
¡Oh
santos Esposos de Nazaret! Vosotros que protegisteis durante el largo
y penoso destierro al divino Fundador de la Iglesia, dignaos velar
sobre esa sociedad de salvación y de vida; protegedla y sed para
ella torre inexpugnable que resista heroicamente a los ataques de sus
enemigos.
Sed
nuestro camino para llegar a Dios, nuestro socorro en las pruebas,
nuestro consuelo en las penas, nuestra fuerza en la tentación,
nuestro refugio en la persecución. Asistidnos especialmente en el
momento de nuestra muerte haciéndonos experimentar en esa hora,
decisiva de nuestra suerte, los efectos de vuestro poder, dándonos
un asilo en el seno de la misericordia divina, a fin de que podamos
bendecir al Señor eternamente en el cielo en vuestra compañía.
Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Repetir varias veces en el día la tercera petición del Padre
nuestro, llagase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo;
prometiendo a María imitarla en su perfecta conformidad con la
voluntad de Dios.
2.
Rogar a Dios por la persona o personas que nos hacen mal,
perdonándolas de todo corazón.
3.
Rezar las Letanías de la Santísima Virgen, pidiéndole por las
necesidades actuales de la Iglesia católica.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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