SAN LEONARDO DE PORTO MAURIZIO
(1676-1751)
Franciscano genovés, nacido en Porto Maurizio (hoy Imperia), gran misionero popular, propagador del Via Crucis y predicador incansable de Jesús Crucificado.
Celebraba siempre la Santa Misa con cilicio y en memoria de los siete dolores de la Santísima Virgen llevó por toda la vida una cruz con siete puntas sobre el pecho.
Su apostolado fueron las misiones populares, a las que llamaba "campañas contra el infierno": en 44 años de misionero recorrió con los pies descalzos, sin sandalias, todos los caminos de la Italia del Norte y Central, predicando 339 misiones y erigiendo 576 viacrucis o "baterías contra el infierno".
Este "gran cazador del paraíso" —como le llamaba su amigo el papa Benedicto XIV—murió al clausurar una misión, como anhelaba en uno de sus propósitos: "Deseo morir en misión con la espada en la mano contra el infierno".
Beatificado en 1796 por Pío VI y canoniza-do en 1867 por Pío IX, Pío XI lo nombró en 1923 patrono de los sacerdotes dedicados a las misiones populares.
Festividad: 26 de noviembre.
EL TESORO ESCONDIDO DE
LA SANTA MISA
San Leonardo de
Porto-Maurizio
(1676-1751)
SAN LEONARDO DE PORTO MAURIZIO
(1676-1751)
Franciscano genovés, nacido en Porto Maurizio (hoy Imperia), gran
misionero popular, propagador del Via Crucis y predicador incansable
de Jesús Crucificado.
Celebraba siempre la Santa Misa con cilicio y en memoria de los siete
dolores de la Santísima Virgen llevó por toda la vida una cruz con
siete puntas sobre el pecho.
Su apostolado fueron las misiones populares, a las que llamaba
"campañas contra el infierno": en 44 años de misionero
recorrió con los pies descalzos, sin sandalias, todos los caminos de
la Italia del Norte y Central, predicando 339 misiones y erigiendo
576 viacrucis o "baterías contra el infierno".
Este "gran cazador del paraíso" —como le llamaba su
amigo el papa Benedicto XIV—murió al clausurar una misión, como
anhelaba en uno de sus propósitos: "Deseo morir en misión con
la espada en la mano contra el infierno".
Beatificado en 1796 por Pío VI y canoniza-do en 1867 por Pío IX,
Pío XI lo nombró en 1923 patrono de los sacerdotes dedicados a las
misiones populares.
Festividad: 26 de noviembre.
CAPÍTULO
EXCELENCIA, NECESIDAD
Y UTILIDADES
DE LA SANTA MISA
DE LA SANTA MISA
Antes de principiar te diré que este Santo
Sacrificio se llama Misa, esto
es, enviada, porque
representa la legación que media entre Dios y el hombre; pues Dios
envía a su Hijo al altar, y de aquí la Iglesia le envía a su
Eterno Padre para que interceda por los pecadores. (SAN
BUENAVENTURA. In exp.
Miss.).
1. Mucha paciencia se necesita para tolerar el contagioso
lenguaje de algunos libertinos que con frecuencia se atreven a
difundir proposiciones escandalosas, que tienen sabor de muy
pronunciado ateísmo, y son un veneno para la piedad cristiana.
"Una Misa más o menos, dicen, poco importa".
"Ya no es tan poca cosa oír la Misa los días de obligación".
"La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa: y cuando
lo veo acercarse al altar escapo de la iglesia".
Los que así se expresan dan bien a entender que
en poco, mejor dicho, que en nada aprecian el adorable
sacrificio de la Misa. ¿Sabes, querido lector, lo que es en realidad
la Santa Misa? Es el sol del mundo cristiano, el alma de la fe, el
centro de la Religión católica, hacia el cual convergen todos
los ritos, todas las ceremonias y todos los Sacramentos; en una
palabra, es el compendio de todo lo bueno, de todo lo bello que hay
en la Iglesia de Dios. Medita, pues, atentamente, piadoso lector, lo
que voy a decirte en estas páginas para tu instrucción.
Artículo I
EXCELENCIA DEL SANTO SACRIFICIO
DE LA MISA
2. Es una verdad incontestable, que todas las
religiones que existieron desde el principio del mundo establecieron
algún sacrificio que constituyó la parte esencial del culto debido
a Dios: empero, como sus leyes eran o viciosas o imperfectas, también
los sacrificios que prescribían participaban de sus vicios o de sus
imperfecciones. Nada más vano que los sacrificios de los idólatras,
y por consiguiente no hay necesidad de mencionarlos. En cuanto a los
de los hebreos, aun cuando profesaban entonces la verdadera Religión,
eran también pobres e imperfectos, pues sólo consistían en
figuras: Infirma et egena elementa1,
según expresión del Apóstol San Pablo, porque no podían borrar
los pecados ni conferir la divina gracia.
El sacrificio, pues, que poseemos en nuestra Santa
Religión es el de la Santa Misa, el único
sacrificio santo y de todo punto perfecto.
Por medio de él todos los fieles pueden honrar dignamente a
Dios, reconociendo su dominio soberano sabre
nosotros, y protestando al mismo tiempo su
propia nada. Por esta razón el santo rey David le llama Sacrificium
iustitiae2),
sacrificio de justicia, no
sólo porque contiene al Justo por excelencia y al Santo de los
Santos, o mejor dicho, a la Justicia y Santidad por esencia,
sino porque santifica las almas por la infusión de la gracia y
por la abundancia de dones celestiales que les comunica. Siendo,
pues, este augusto Sacrificio el más venerable y excelente de todos,
y a fin de que te formes la sublime idea que debes tener de un tesoro
tan precioso, vamos a explicar sucintamente algunas de sus divinas
excelencias, porque para explicarlas todas se necesitaba otra
inteligencia superior a la nuestra.
§ 1. El sacrificio
de la Misa
es igual
al sacrificio
de la Cruz
3. La
principal excelencia del santo sacrificio de la Misa es que debe
ser considerado como esencial y absolutamente el mismo que se ofreció
sobre la cruz en la cima del Calvario, con esta sola diferencia:
que el sacrificio de la cruz fue sangriento, y no se ofreció
más que una vez, satisfaciendo plenamente el Hijo de Dios, con esta
única oblación, por todos los pecados del mundo; mientras que el
sacrificio del altar es un sacrificio incruento, que puede ser
renovado infinitas veces, y que fue instituido para aplicar a cada
uno en particular el precio universal que Jesucristo pagó sobre
el Calvario por el rescate de todo el mundo. De esta manera, el
sacrificio sangriento fue el medio de nuestra redención, y el
sacrificio incruento nos da su posesión: el primero nos franquea el
inagotable tesoro de los méritos infinitos de nuestro divino
Salvador; el
segundo nos facilita el uso de ellos poniéndolos en nuestras manos.
La Misa, pues, no es una simple representación o la memoria
únicamente de la Pasión y muerte del Redentor, sino la reproducción
real y verdadera del sacrificio que se hizo en el Calvario; y así
con toda verdad puede decirse que nuestro divino Salvador, en cada
Misa que se celebra, renueva místicamente su muerte sin morir en
realidad, pues está en ella vivo y al mismo tiempo sacrificado e
inmolado: "Vidi (...) agnum stantem
tamquam occisum”3.
En el día de Navidad la Iglesia nos representa
el Nacimiento del Salvador; sin embargo,
no es cierto que nazca en este día cada
año. En el día de la Ascensión y Pentecostés, la misma Iglesia
nos representa a Jesucristo subiendo a los cielos y al Espíritu
Santo bajando a la tierra; sin embargo, no es verdad que en
todos los años y en igual día se re-nueve la Ascensión de
Jesucristo al cielo, ni la venida visible del Espíritu Santo sobre
la tierra. Todo esto es enteramente distinto del misterio que se
verifica sobre el altar, en donde se renueva realmente, aunque de una
manera incruenta, el mismo sacrificio que se realizó sobre la cruz
con efusión de sangre. El mismo Cuerpo, la misma Sangre, el mismo
Jesús que se ofreció en el Calvario, el mismo es el que al presente
se ofrece en la Misa.
Ésta es la obra de nuestra Redención, que
continúa en su ejecución, como dice la Iglesia: Opus
nostrae redemptionis exercetur4.
Sí, exercetur;
se ofrece hoy sobre los altares el
mismo sacrificio que se consumó sobre la cruz.
¡Oh, qué maravilla! Pues dime por favor. Si
cuando te diriges a la iglesia para oír la Santa Misa reflexionaras
bien que vas al Cal-vario para asistir a la muerte del Redentor,
¿irías a ella con tan poca modestia y con un porte exterior tan
arrogante? Si la Magdalena al dirigir sus pasos al Calvario se
hubiese prosternado al pie de la cruz, estando engalanada y
llena de perfumes, como cuando deseaba brillar a los ojos de sus
amantes, ¿qué se hubiera pensado de ella? Pues bien; ¿qué se dirá
de ti que vas a la Santa Misa adornado como para un baile? ¿Y
qué será si vas a profanar un acto tan santo con miradas y señas
indecentes, con palabras inútiles y encuentros culpables y
sacrílegos? Yo digo que la iniquidad es un mal en todo tiempo y
lugar; pero los pecados que se cometen durante la celebración
del santo sacrificio de la Misa y en presencia de los altares, son
pecados que atraen sobre sus autores la maldición del Señor:
Maledictus qui facit opus Domini
fraudulenter5.
Medítalo atentamente mientras
que te manifiesto otras maravillas y
excelencias de tan precioso tesoro.
§ 2. El santo
sacrificio de la Misa
tiene por principal sacerdote
al mismo
Jesucristo. Funciones del celebrante
y de los
asistentes
4. Imposible
parece poderse hallar una prerrogativa más excelente del
sacrificio de la
Misa, que el
poderse decir de
él que es, no
sólo la copia,
sino también el verdadero
y exacto original
del sacrificio de
la cruz; y, sin
embargo, lo que lo
realza más todavía, es que tiene por
sacerdote un Dios hecho
hombre. Es indudable
que en un
sacrificio hay tres
cosas que considerar: el sacerdote
que lo ofrece, la
Víctima que ofrece, y
la majestad de
Aquél a quien
se ofrece. He
aquí, pues, el
maravilloso conjunto que nos
presenta el santo
sacrificio de la Misa
bajo estos tres puntos de vista. El
sacerdote que lo
ofrece es un
Hombre-Dios, Jesucristo;
la víctima
ofrecida es la vida
de un Dios,
y aquél a quien
se ofrece no
es otro que Dios.
Aviva, pues, tu fe, y
reconoce en el
sacerdote celebrante la
adorable persona de Nuestro Señor
Jesucristo. Él es el primer
sacrificador, no
solamente por haber instituido este
sacrificio y por-que
le comunica toda
su eficacia en virtud
de sus méritos infinitos, sino también por-que, en cada Misa, Él
mismo se digna convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre
preciosísima. Ve, pues, cómo el privilegio más augusto de la Santa
Misa es el tener por sacerdote a un Dios hecho hombre. Cuando
consideres al sacerdote en el altar, ten presente que su
dignidad principal consiste en ser el ministro de este Sacerdote
invisible y eterno, nuestro Redentor. De aquí resulta que el
sacrificio de la Misa no deja de ser agradable a Dios,
cualquiera que sea la indignidad del sacerdote que celebra, puesto
que el principal sacrificador es Jesucristo Nuestro Señor, y el
sacerdote visible no es más que su humilde ministro. Así como el
que da limosna por mano de uno de sus servidores es considerado
justamente como el donante principal; y aun cuando el servidor sea un
pérfido y un mal-vado, siendo el señor un hombre justo, su limosna
no deja de ser meritoria y santa.
¡Bendita sea eternamente la misericordia de
nuestro Dios por habernos dado un sacerdote santo, santísimo,
que ofrece al Eterno Padre este Divino Sacrificio en todos los
países, puesto que la luz de la fe ilumina hoy al mundo entero!
Sí, en todo tiempo, todos los días y a todas horas; porque el sol
no se oculta a nuestra vista sino para alumbrar a otros puntos del
globo; a todas horas, por consiguiente, este Sacerdote santo ofrece a
su Eterno Padre su Cuerpo, su Sangre, su Alma,
a sí mismo, todo por nosotros, y tantas
veces como Misas se celebren en todo el universo. ¡Oh, qué
inmenso y precioso tesoro! ¡Qué
mina de riquezas inestimables poseemos
en la Iglesia de Dios! ¡Qué dicha la nuestra si pudiéramos asistir
a todas esas Misas! ¡Qué capital de méritos adquiriríamos! ¡Qué
cosecha de gracias recogeríamos durante nuestra
vida, y qué inmensidad de gloria para la eternidad, asistiendo con
fervor a tantos y tan Santos Sacrificios!
5. Pero
¿qué digo, asistiendo? Los que oyen la Santa Misa, no solamente
desempeñan el oficio de asistentes, sino también el de
oferentes; así que con razón se les puede llamar sacerdotes:
Fecisti nos Deo nostro regnum, et
sacerdotes6.
El celebrante es, en cierto modo,
el ministro público de la Iglesia, pues obra en nombre de todos: es
el mediador de los fieles, y particularmente de los que asisten
a la Santa Misa, para con el Sacerdote
invisible, que es Jesucristo Nuestro Señor;
y juntamente con Él, ofrece al Padre Eterno, en nombre de todos y en
el suyo, el precio infinito de la redención del género humano. Sin
embargo, no está solo en el ejercicio de este augusto misterio; con
él concurren a ofrecer el sacrificio todos los que asisten a la
Santa Misa. Por eso el celebrante al dirigirse a los asistentes, les
dice: Orate, fratres: "Orad,
hermanos, para que mi sacrificio, que también es el vuestro,
sea agradable a Dios Padre todopoderoso". Por estas palabras nos
da a entender que, aun cuando él desempeña en el altar el principal
papel de ministro visible, no obstante todos los presentes hacen con
él la ofrenda
de la Víctima
Santa.
Así, pues, cuando asistes a
la Misa, desempeñas en
cierto sentido las funciones de
sacerdote. ¿Qué dices
ahora? ¿Te atreverás toda-vía de
aquí en adelante
a oír la
Santa Misa sentado desde el
principio hasta el
fin, charlando, mirando a
todas partes, o
quizás medio dormido, satisfecho con
pronunciar bien o
mal algunas oraciones vocales, sin
fijar la atención
en que desempeñas
el tremendo
ministerio de sacerdote?
¡Ah! Yo no puedo
menos de exclamar:
¡Oh, mundo
ignorante, que nada comprendes de misterios
tan sublimes! ¡Cómo
es posible estar
al pie de los
altares con el espíritu
distraído y el corazón
disipado, cuando los Ángeles están
allí temblando de respeto
y poseídos de
un santo temor a
vista de los efectos de
una obra tan
asombrosa!
§ 3. El
sacrificio de
la Misa es
el prodigio más asombroso de
cuantos ha
hecho la
Omnipotencia divina
6. ¿Te admirarás acaso
al oírme decir
que la Santa Misa
es una obra
asombrosa? ¡Ah! ¿Tan poca cosa es a tus
ojos la maravilla
que se verifica a
la palabra de un
simple sacerdote?
¿Qué lengua de hombres, ni
aun de ángeles,
podrá explicar jamás un poder tan
ilimitado? ¿Quién hubiera podido
concebir que la voz
de un hombre,
que ni aun puede sin
algún esfuerzo levantar una paja, debería
estar por gracia, dotada de una
fuerza tan prodigiosa
que obligase al Hijo
de Dios a bajar
del cielo a
la tierra? Éste es
un poder mucho mayor
que el de
trasladar los montes de
un lugar a otro,
secar el Océano,
o detener el
curso de los
astros. Éste es un
poder que de algún
modo rivaliza con aquel
primer Fiat,
por medio del
cual sacó Dios
el mundo de la
nada y que
parece aventajar, en cierto
sentido, al otro
Fiat, por
el cual la
Santísima Virgen recibió en
su seno al Verbo
Eterno. Con efecto,
la Santísima
Virgen no hizo
más que suministrar la materia para el Cuerpo del Salvador, que fue
formado de su substancia, es decir, de su preciosísima sangre, pero
no por medio de Ella, ni de su operación; mientras que la voz del
sacerdote, en cuanto obra como instrumento de Nuestro Señor
Jesucristo, en el acto de la consagración re-produce
de una manera admirable al Hombre-Dios,
bajo las especies sacramentales, y esto tantas cuantas veces
consagra.
El Beato Juan el Bueno de Mantua
con un milagro hizo conocer en cierto día
esta ver-dad a un ermitaño, compañero suyo. No podía éste
comprender que la palabra del sacerdote fuese bastante poderosa para
convertir la substancia del pan y del vino, en el Cuerpo y
Sangre de Nuestro Señor Jesucristo; y, lo que aún es más
lamentable, cedió a las sugestiones del demonio. Tan pronto el
venerable Siervo de Dios se apercibió del gravísimo error de su
compañero, lo condujo cerca de una fuente, de la que sacó un poco
de agua, que le hizo tomar. El ermitaño, después de haberla
bebido, declaró que jamás había gustado un vino tan delicado. Pues
bien, le dijo entonces el Siervo de Dios, ¿veis lo que significa
este prodigio? Si por mi mediación, y eso que no soy más que un
miserable mortal,
la virtud divina ha mudado el agua en vino, ¿con cuánta mayor razón
debéis creer que por medio de las palabras del sacerdote, que
son las palabras del mismo Dios, el pan y el vino se convierten en el
Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo? ¿Quién, pues, se
atreverá a fijar límites a la omnipotencia de Dios?
Esto bastó para ilustrar a aquel
afligido solitario, quien, alejando de repente todas las dudas que
atormentaban su alma, hizo una austera penitencia de su pecado.
Tengamos fe, pero fe viva, y confesaremos que son
innumerables las maravillosas excelencias contenidas en este
adorable Sacrificio. Entonces no nos asombraremos viendo renovarse
a cada instante, y en mil y mil lugares diversos, el prodigio de
la multiplicación de la Humanidad sacratísima del Salvador, por la
cual goza de una especie de inmensidad no concedida a ningún
otro cuerpo, y reservada a ella sola en recompensa de una vida
inmolada al Altísimo. Esto es lo que el demonio, hablando por boca
de una obsesa o endemoniada, hizo comprender a un judío incrédulo,
valiéndose de una comparación material y ordinaria. Encontrábase
este judío en una plaza pública con otras muchas personas
entre las cuales estaba la obsesa, cuando
vio pasar un sacerdote que, seguido de una numerosa comitiva, llevaba
a un enfermo el Sagrado Viático. Todos se arrodillaron al instante
para adorar al Santísimo Sacramento; pero el judío permaneció
inmóvil y no dio la menor señal de respeto. Apercibiéndose de ello
la obsesa, se levantó con ira, y dando al judío un fuerte bofetón,
le quitó con violencia su sombrero. "Desgraciado, le dice, ¿por
qué no rindes homenaje al verdadero Dios, que está presente en este
Divino Sacramento? — ¿Qué verdadero Dios? replicó el judío; si
así fuese, pudiera decirse que había muchos dioses, puesto que
cuando se celebra la Misa hay uno en cada
altar". Al oír
estas palabras tomó la obsesa
una criba, y poniéndola
en frente del
sol, le dijo
al judío que
mirase los rayos que pasaban por medio de
los agujeros, y
en seguida añadió: "Dime,
judío, ¿son muchos los soles
que atraviesan esta criba, o
no hay más que uno?" El
judío contestó que sólo había uno, no
obstante la
multiplicación de
rayos. "¿Por qué te asombras, pues,
repuso la obsesa,
de que un Dios
hecho hombre,
aun-que uno, indivisible
e inmutable, se
ponga por un exceso de
amor, real y
verdadera-mente presente bajo los velos del
Sacramento y sobre muchos altares a
la vez?" Esta reflexión fue
bastante para confundir la perfidia
del judío, que
se vio obligado a
confesar la
verdad de la fe.
¡Oh fe santa!
Necesitamos un rayo de tu
luz para repetir con fervor: ¿Quién
se atreverá
jamás a fijar
límites a la omnipotencia
de Dios? La sublime idea que
Santa Teresa de Jesús
había concebido de esta
omnipotencia, le hacía
decir a menudo,
que cuanto más profundos e inaccesibles
a nuestro
entendimiento eran los misterios de
nuestra Religión, más se
adhería a ellos,
con más firmeza
y devoción,
sabiendo muy bien que el Todo-poderoso
puede hacer, si es de su
divino agrado, prodigios infinitamente más admirables que todo
cuanto vemos. Aviva, pues, mucho tu fe, y
confesarás que este Divino Sacrificio es
el milagro de los
milagros, la maravilla
de las
maravillas, y que
su principal excelencia
consiste en ser
incomprensible a nuestra
débil inteligencia, y lleno
de asombro
di una y
mil veces: ¡Ah qué gran
tesoro! ¡Cuán inmenso es!
Pero si su prodigiosa excelencia no
basta a
conmoverte, te conmoverás, sin
duda, en vista de
la suprema necesidad que tenemos de
este Santísimo Sacrificio.
Artículo II
NECESIDAD DEL SANTO SACRIFICIO DE LA MISA PARA
APLACAR LA IRA DE DIOS
7. ¿Qué sería del mundo si llegase a verse
privado del sol? ¡Ay! No habría en él más que tinieblas, espanto,
esterilidad, miseria horrible. Y ¿qué sería de nosotros faltando
del mundo la Misa? ¡Ah! ¡desventurados de nosotros! Estaríamos
privados de todos los bienes, oprimidos con el peso de todos los
males; estaríamos expuestos a ser el blanco de todos los rayos de la
ira de Dios. Admíranse algunos al ver el cambio que, en cierta
manera, se ha verificado en la conducta de la providencia de Dios con
respecto al gobierno de este mundo. Antiguamente se hacía llamar:
El Dios de los ejércitos. Hablaba
a su pueblo en medio de nubes y armado de rayos, y de hecho lo
castigaba con todo el rigor de su divina justicia. Por un solo
adulterio hizo pasar a cuchillo veinticinco mil personas de la tribu
de Benjamín. Por un ligero sentimiento de orgullo que dominó
al rey David, por contar su pueblo, Dios le envió una peste tan
terrible, que en muy pocas horas perecieron setenta mil
personas7.
Por haber mirado los betsamitas el
Arca Santa con mucha curiosidad y poco respeto, Dios quitó la vida a
más de cincuenta mil8.
Y ahora, he aquí que este mismo Dios
sufre con paciencia, no sólo la vanidad y las ligerezas de la
inconstancia, sino también los adulterios más asquerosos,
los escándalos más repugnantes y las blasfemias más horribles, que
un gran número de cristianos vomitan continuamente contra su santo
nombre. ¿Cómo, pues, se concibe esto? ¿Por qué tal diversidad de
conducta? ¿Nuestras ingratitudes serán hoy más excusables que
lo eran en otros tiempos? No, por cierto; antes al contrario, son
mucho más criminales en razón de los inmensos beneficios de que
hemos sido colmados. La verdadera causa de esa clemencia admirable
por parte de Dios es la Santa Misa, en la que el Cordero sin mancha
se ofrece sin cesar al Eterno Padre como víctima expiatoria de los
pecados del mundo. He ahí el sol que llena de regocijo a la Santa
Iglesia, que disipa las
nubes y deja el
cielo sereno. He
ahí el arco
iris que apacigua
las tempestades de la justicia
de Dios. Yo estoy
firmemente persuadido de que
sin la Santa Misa,
el mundo a
la hora presente estaría ya abismado y
hubiera desaparecido bajo el
inmenso peso de
tantas iniquidades. El
adorable Sacrificio del
altar es la columna poderosa que lo
sostiene.
De lo dicho, pues, hasta
aquí, bien puedes deducir cuán necesario nos
es este divino Sacrificio; mas no
basta el que
así sea, si no
nos aprovechamos de
él en las
ocasiones. Cuando asistimos, pues, a la
Santa Misa, debemos imitar el
ejemplo del
célebre ALFONSO DE
ALBUQUERQUE. Viéndose este famoso
conquistador de las
Indias orientales en inminente
peligro de naufragar
con todo su
ejército, tomo en sus brazos
un niño que se hallaba
en la nave, y elevándolo
hacia el cielo,
dijo: "Si nosotros
somos pecadores, al menos
esta tierna criatura libre está ciertamente de
pe-cado. ¡Ah, Señor! por amor de
este inocente, perdonad a
los culpables". ¿Lo creerías? Agradó
tanto al Señor
la vista de aquel
niño inocente, que, tranquilizado el mar,
se trocó en
alegría el temor
a una muerte
inminente. Ahora bien; ¿qué piensas que hace el
Eterno Padre
cuando el
sacerdote, elevando la
Sagrada Hostia entre el
cielo y la
tierra, le hace
presente la inocencia
de su divino
Hijo? ¡Ah! Ciertamente su compasión no
puede resistir el
espectáculo de
este Cordero sin
mancha, y se
siente como obligado a
calmar las tempestades que nos
agitan y socorrer
todas nuestras necesidades. No lo
dudemos; sin esta
Víctima adorable, sacrificada
por nosotros primeramente sobre la cruz, y después todos los días
sobre nuestros altares, ya estaría decretada nuestra reprobación y
cada cual hubiera podido decir a su compañero: ¡Hasta la vista en
el infierno! ¡Si, sí,
hasta volver a vernos en el infierno!... Pero, gracias al tesoro de
la Santa Misa que poseemos, nuestra esperanza se reanima, y nos
asegura de que el paraíso será nuestra herencia. Debemos,
pues, besar nuestros altares con res-peto, perfumarlos con incienso
por gratitud, y sobre todo honrarlos con la más perfecta modestia,
puesto que de allí recibimos todos los bienes. No cesemos de dar
gracias al Eterno Padre por habernos colocado en la dichosa necesidad
de ofrecerle a menudo es-ta Víctima celestial, y todavía más por
las utilidades inmensas que podemos reportar si somos fieles, no
solamente en ofrecerla, sino en ofrecerla según los fines para que
se nos ha concedido tan precioso don.
Articulo III
UTILIDADES OUE
NOS PROPORCIONA EL
SANTO SACRIFICIO DE
LA MISA
§ 1. Nos hace capaces de pagar todas las
deudas que tenemos contraídas con Dios
8. Lo
magnífico y lo bello son dos alicientes que ejercen un poderoso
imperio sobre los corazones; pero la utilidad hace más que
con-moverlos, pues triunfa de ellos casi siempre, aún a despecho de
las más fuertes repugnancias. Prescinde, por un momento si
quieres, de la excelencia y necesidad de la Santa Misa; ¿podrás,
sin embargo, prescindir de apreciar la suma utilidad que ella
proporciona a los vivos y a los muertos, a los justos y a los
pecadores, durante la vida, en la hora de la muerte y aún más allá
de la tumba?
Figúrate que eres aquel deudor del Evangelio
que, cargado con la enorme deuda de diez mil talentos y llamado a
rendir cuentas, se humilla en presencia de su acreedor, implora
su indulgencia, y pide un plazo para satisfacer cumplidamente sus
obligaciones: Patientiam habe in me, et
omnia reddam tibi9.
Y he ahí lo que en realidad debes
hacer que tienes, no una,
sino mil deudas
que satisfacer a la Justicia
divina. Humiliate y pide
de plazo para
pagarlas el tiempo
que necesitas para oír la Santa Misa,
y puedes estar
seguro de que
por este medio
satisfarás cumplidamente todas
tus deudas. (SANTO TOMÁS,
1.2., q.
102, a. 3, ad 10).
El Angélico doctor
SANTO TOMÁS explica cuáles son
nuestras deudas u
obligaciones para con
Dios, y entre ellas cita especialmente
cuatro, y todas
son infinitas.
La primera, alabar y
honrar la
infinita majestad de
Dios, que es
digna de honores
y alabanzas
infinitas.
La segunda, satisfacer
por los innumerables pecados que hemos cometido.
La tercera, darle
gracias por los beneficios recibidos.
La cuarta, en
fin, dirigirle súplicas, como autor y
dispensador de
todas las gracias.
Ahora bien: ¿cómo se
concibe que nosotros, criaturas
miserables que nada poseemos en propiedad,
ni aún el aire
que respiramos, podamos, sin embargo,
satisfacer deudas de
tanto peso? He
ahí el medio
más fácil y el más
a propósito para
consolarnos y consolar
al mundo.
Procuremos asistir con la mayor atención
al mayor número
de Misas que nos
sea posible; hagamos celebrar muchas, y
por exorbitantes que sean nuestras deudas,
por más que sean sin número,
no hay duda que
podremos satisfacerlas completamente por medio del
inagotable tesoro de
la Santa Misa.
A fin de que estés
mejor instruido
acerca de estas
deudas, y que
tengas de ellas
el conocimiento
más perfecto posible,
voy a explanarlas
una por una, y seguramente te llenarás de inefable consuelo al ver
las preciosas utilidades y las riquezas inagotables que puedes
sacar de la mina que te descubro, para satisfacerlas todas.
§ 2.
Primera obligación: alabar y adorar a Dios
9. La primera obligación que tenemos para con Dios, es la de
honrarle. La misma ley natural nos dicta que todo inferior debe
homenaje a su superior; y cuanto más elevada sea su dignidad,
mayores y más profundos deben ser los homenajes que se le
tributen.
Resulta, pues, de aquí que, siendo la majestad de
Dios infinita, le debemos un honor infinito. Pero ¡pobres de
nosotros! ¿en dónde encontraremos una ofrenda que sea digna de
nuestro Soberano Creador? Dirige una mira-da a todas las criaturas
del universo, y nada verás que sea digno de Dios. ¡Ah! ¿Qué
ofrenda podrá ser jamás digna de Dios, sino el mismo Dios? Es
preciso, pues, que Aquél que está sentado sobre su trono en lo más
alto de los cielos, baje a la tierra y se coloque como víctima sobre
sus propios altares, para que los homenajes tributados a su infinita
majestad estén en perfecta relación con lo que ella merece. He aquí
lo que se verifica en la Misa: en ella Dios es tan honrado como lo
exige su dignidad, puesto que Dios se honra a sí mismo.
Jesucristo se pone sobre el altar en calidad de víctima, y por este
acto de humillación inefable adora a la Santísima Trinidad tanto
como es adorable: y de tal manera, que todas las adoraciones y
homenajes que le tributan las puras criaturas desaparecen
ante este acto de humillación del Hombre-Dios, coma las estrellas
ante la presencia de los rayos del sol.
Cuéntase que un alma santa, abrasada por el
fuego del amor de Dios y llena del deseo de
su gloria, exclamaba con frecuencia: "¡Dios mío, Dios mío!
¡Yo quisiera tener tan-tos corazones y lenguas como hojas hay en los
árboles, átomos en los aires y gotas de agua en el mar, para amaros
y alabaros tanto como merecéis! ¡Ah! ¡Quién me diera que yo
pudiera disponer de todas las criaturas para ponerlas a vuestros
pies, a fin de que todas se inflamasen de amor por Vos, con tal que
yo os amase más que todas ellas juntas,
más aún que los Ángeles, más que los
Santos, más que todo el paraíso!" Un día que ella se
entregaba a estos dulcísimos transportes, oyó la voz del Señor que
le decía: "Consuélate, hija mía; con asistir a una sola Misa
con devoción me darás toda esa gloria que deseas, e infinitamente
más todavía".
¿Te admiras quizás de esta proposición? En este
caso tu admiración no sería razonable. En efecto, como nuestro
buen Salvador no es solamente hombre, sino también Dios verdadero y
todopoderoso, al dignarse bajar sobre el altar tributa a la Santísima
y adora
ble Trinidad,
por esta humillación divina, una gloria y
honor infinito, y
por consiguiente nosotros, que concurrimos
con Él a
ofrecer el
augusto Sacrificio, contribuimos también,
por su mediación, a tributar
a Dios homenajes
y gloria de
un precio infinito.
¡Oh qué acto tan
grandioso! Repitámoslo una vez más,
porque importa mucho el saberlo.
Oyendo con devoción
la Santa Misa,
damos a Dios una
gloria y honor infinitos.
Confiesa, pues, en medio
de tu admiración,
que es una verdad
incontestable la proposición
arriba enunciada, a saber: que
un alma que
asiste a la Santa Misa
con devoción,
tributa a Dios más
gloria que todos los Angeles y Santos con
las adoraciones que le
dirigen en el
cielo. Como éstos
no son más que
puras criaturas, sus homenajes
son limitados y
finitos; mientras que en
la Santa Misa Jesús es quien se
humilla, Jesús cuyas humillaciones son
de un mérito y
precio infinito: de
lo cual se deduce
que la gloria
y el honor que
por su medio damos a Dios, ofreciéndole
el santo
sacrificio de la Misa,
es una gloria y
honor infinitos. Y
siendo esto así, ¡ah! ¡cuán digna-mente
satisfacernos nuestra primera obligación para con
Dios asistiendo a
la Santa Misa! ¡Oh
mundo ciego e
insensato! ¡Cuándo abrirás los ojos
para comprender verdades tan importantes!
Y habrá todavía
quien tenga valor para
decir: "Una Misa
más o menos ¿qué
importa?" ¡Qué ceguedad tan
deplorable!
§ 3. Segunda
obligación: satisfacer a la Justicia divina por los pecados
cometidos
10. La segunda
obligación que tenemos para con Dios es la de satisfacer a su divina
Justicia por tantos pecados como hemos cometido. ¡Ah, qué deuda
ésta tan inmensa! Un solo pecado mortal pesa de tal manera en la
balanza de la Justicia divina, que para ex-piarlo no bastan todas las
obras buenas de los justos, de los Mártires y de todos los Santos
que existieron, existen y han de existir
hasta el fin del mundo. Sin embargo, por medio del santo sacrificio
de la Misa, si se considera su mérito y su valor intrínseco, se
puede satisfacer plenamente por todos los pecados cometidos.
Fija bien aquí tu atención, y comprenderás una vez más lo que
debes a Nuestro Señor Jesucristo. Él es el ofendido, y a pesar de
esto, no contento con haber satisfecho a la Justicia divina
sobre el Calvario, nos dio y nos da continuamente en el santo
sacrificio de la Misa el medio de aplacarla. Y a la verdad, en la
Misa se renueva la ofrenda que Jesucristo hizo de
sí mismo a su
Eterno Padre sobre
la cruz por todos
los pecados del mundo;
y la misma sangre
que ha sido
derramada por la redención
del humano linaje
es aplicada y
se ofrece, especialmente en
la Santa Misa, por los pecados del
que celebra o
hace celebrar este tremendo Sacrificio, y
por los de todos
cuantos asisten a él con
devoción.
No es esto decir que el
sacrificio de la
Misa borre por sí mismo inmediatamente
nuestros pecados en cuanto
a la culpa, como
lo hace el
sacramento de la
Penitencia; sin
embargo, los borra mediatamente,
esto es, por
medio de movimientos
interiores, de santas
inspiraciones, de gracias
actuales y de todos
los auxilios necesarios que nos
alcanzan para arrepentirnos de
nuestros pecados, ya en
el momento mismo en
que asistimos a
la Misa, ya en
otro tiempo oportuno. Además, Dios
sabe cuántas almas se
han apartado del
cieno de sus
desórdenes en
virtud de los
auxilios extraordinarios debidos a
este Divino Sacrificio. Advierte aquí que
si el sacrificio,
en cuanto es
propiciatorio, no
aprovecha al que
se halla en
pecado mortal,
siempre le vale
como impetratorio, y
por consiguiente todos los pecadores
debían oír muchas Misas, a fin de
alcanzar más fácilmente la
gracia de su
con-versión y perdón.
En cuanto a
las almas que viven en
estado de gracia,
la Santa Misa les
comunica una fortaleza admirable para
perseverar en tan dichoso
estado, y borra
inmediatamente, según la opinión
más común, todos los pecados veniales, con
tal que se tenga
dolor general de ellos.
Así lo enseña
clara y terminante
mente SAN AGUSTÍN.
"El que
asista con devoción
a la Misa, dice
este Santo Padre,
será fortalecido para no
caer en pecado
mortal, y alcanzará
el perdón de
todas las faltas leves cometidas
anteriormente". Nada hay en esto
que deba admirarse. Refiere SAN GREGORIO
EL GRANDE (4
Dial. c.
que una pobre mujer mandaba celebrar una
Misa todos los lunes por el eterno
descanso del alma de su
marido, que había sido reducido a
esclavitud por los bárbaros (y
a quien creía muerto), y
que las Misas le
hacían caer las cadenas de
sus manos y pies,
de manera que durante el
tiempo de la
celebración del
Santo Sacrificio el
esclavo permanecía libre y
desembarazado de
sus hierros, según él mismo confesó a
su mujer después de
haber conseguido la
libertad. Ahora bien: ¿Con cuánta
mayor razón
debemos creer en la eficacia
del Divino
Sacrificio, para romper los
lazos espirituales, esto es, los
pecados veniales, que tienen cautiva nuestra alma
y la privan de
aquella libertad y
de aquel fervor
con que obraría si estuviese libre de
todo embarazo? ¡Oh
Misa preciosa, que nos
proporciona la
libertad de los
hijos de Dios y satisface
todas las penas debidas por nuestros pecados!
11. Según eso,
me dirás acaso,
bastará oír o
hacer celebrar una sola Misa para pagar las
enormes deudas contraídas con Dios por
tantos pecados como hemos cometido, y
satisfacer todas las penas por ellos
merecidos, toda vez que la Misa
es de un precio
infinito, y por
ella se ofrece a
Dios una satisfacción infinita. Poco a
poco, si te place.
— Aunque
la mina et
peccata etiam ingentia dimittit".
(Sess. 22, c. II)10.
Sin embargo, como no tenéis conocimiento cierto,
ni de las disposiciones interiores con que oís la Santa Misa, ni del
grado de satisfacción que le corresponde, debéis tomar el partido
más seguro de asistir a muchas Misas, y asistir con la mayor
devoción posible. ¡Dichosos vosotros, sí, una y mil veces
dichosos, si tenéis una gran confianza en la misericordia
de Dios y en este Divino Sacrificio, en donde brilla admirablemente!
¡Dichosos si asistís siempre a la Santa Misa con fe viva y con gran
recogimiento! ¡Ah! en este caso os digo que podéis alimentar en el
fondo de vuestro corazón la dulcísima esperanza de ir derechamente
al Paraíso sin parar un instan-te en las penas del purgatorio. ¡A
Misa, pues, a Misa! y sobre todo que vuestros labios no pronuncien
jamás esta proposición escandalosa: "Una
Misa más o menos poco importa".
§ 4. Tercera
obligación: Acción de gracias a Dios por los beneficios recibidos
12. La tercera
obligación que tenemos para con Dios es la de darle gracias por
los inmensos beneficios que debemos a su amor y a su liberalidad.
Repasa con tu entendimiento todos los favores que has recibido
de Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia:
el cuerpo y sus sentidos, el alma y sus potencias, la salud y la
vida, que todo lo debemos a su infinita bondad. Añade a éstos la
misma vida de Jesús, su Hijo, su misma muerte sufrida por nosotros,
y conocerás no tener límites nuestra deuda por sus
innumerables beneficios.
Ahora bien; ¿cómo podremos jamás corresponder
debidamente a tantos beneficios? Si la ley de la gratitud es
observada hasta por las fieras, cuya ferocidad natural se cambia
alguna vez en un generoso obsequio a su bienhechor, ¿será esta ley
menos sagrada para los seres dotados de razón y colmados por Dios de
tantas gracias? Sin embargo, nuestra pobreza es tan grande, que no
podemos pagar ni el menor de los beneficios que debemos a su
liberalidad, porque el menor de ellos, por lo mismo que lo recibimos
de una mano tan augusta, y que está acompañado de un amor infinito,
adquiere un precio infinito, y nos obliga a un reconocimiento y
acción de gracias igualmente infinito. Mas ¡ay! ¡cuán
miserables somos! Si el
peso de un solo beneficio nos oprime, ¿qué será, cuánto no
deberá agobiarnos la incalculable multitud de los favores
celestiales? — Henos, pues, condenados forzosamente a vivir y morir
en la ingratitud para con nuestro soberano Bienhechor. — Pero
no, consolémonos; pues el santo rey David
nos indica ya el medio de satisfacer plenamente esta deuda de
gratitud a los beneficios de nuestro Dios. Previendo en
espíritu el Divino Sacrificio de nuestros altares, el Profeta
Rey proclama abiertamente que nada hay en el mundo que sea capaz de
dar a Dios las acciones de gracias que le son debidas, a no ser
la Santa Misa. ¿Qué daré yo al Señor en recompensa de los
beneficios que me ha hecho? "Quid
retribuam Domino omnibus quae
retribuit mihi?"11.
Y dándose a sí mismo la
respuesta, dice: Yo elevaré hacia el cielo el cáliz del Salvador:
"Calicem salutaris accipiam"12;
es decir: yo le ofreceré un
sacrificio que le será infinitamente agradable, y con esto solo
yo satisfaré la deuda que tengo contraída por tantos y tan
preciosos beneficios.
Añade que nuestro Divino Redentor ha instituido este sacrificio
principalmente con este fin; quiero decir, para manifestar a Dios
nuestro reconocimiento y darle gracias. Por eso se le da por
antonomasia el nombre de Eucaristía: palabra que significa
acción de gracias. El mismo Salvador nos ha manifestado este
designio con el ejemplo que nos dio en la última Cena, cuando, antes
de pronunciar las palabras de la consagración, dio gracias a su
Eterno Padre: Elevatis
oculis in coelum, tibi gratias agens. ¡Oh
divina acción de gracias, que nos descubre el fin sublime por el que
fue instituido este adorable Sacrificio! ¡Qué invitación tan
tierna a conformarnos con nuestro Divino Maestro! Todas las veces,
pues, que asistimos a la Santa Misa, sepamos aprovecharnos de este
inmenso tesoro, y ofrezcámoslo en testimonio de agradecimiento
a nuestro Soberano Bienhechor; y tanto más, cuanto que todo el
Paraíso, la Santísima Virgen, los Ángeles y Santos se regocijan de
vernos pagar este tributo de acción de gracias a nuestro
augusto Monarca.
13. La
venerable Hermana Francisca Farnesia estaba afligida del más
vivo sentimiento, viéndose colmada de pies a cabeza de los
beneficios divinos, y sin hallar un medio de descargarse de su deuda
de gratitud a Dios, satisfaciéndole con una justa recompensa. Un día
que se entregaba a estos pensamientos, inspirados por un ardiente
amor de Jesús, se le apareció la Santísima Virgen, y colocándole
en sus brazos a
su Divino Hijo, le
dijo: "Tómale; es
tuyo, y saca
de Él todo el
provecho posible: con
Él y sólo
con Él
satisfarás todas tus obligaciones". ¡Oh
preciosa Misa, por la
cual el Hijo
de Dios es depositado,
no sola-mente en
nuestros brazos, sino también en
nuestras manos y
hasta en nuestro
corazón, para estar enteramente a
disposición nuestra: "Parvulus
enim natos est nobis"13.
Con Él, pues, con
Él solo podemos
sin duda alguna
satisfacer por completo la deuda
de gratitud que
tenemos con Dios. Aún
diré mucho más. Si fijamos
bien nuestra atención, veremos que en la
Santa Misa damos a
Dios, en cierta manera, más de
lo que Él nos ha
dado, si no en
realidad, a lo
menos en
apariencia, porque el
Padre Eterno, no
nos dio a su
Divino Hijo más que una sola vez, en la
Encarnación, mientras que nosotros se
lo ofrecemos infinitas veces por medio de
este Sacrificio. Parece, pues, que le
ganamos en cierto
modo, si no por
la cualidad del
don, puesto que no
es posible que lo
haya más excelente que el
Hijo de Dios, a
lo menos por las apariencias, en
tanto que ofrecemos este don
repetidas veces.
¡Oh gran Dios! ¡Oh Dios de amor!
¡Quién tuviere infinitas lenguas para daros acciones de
gracias infinitas por el
inmenso tesoro con
que nos habéis
enriquecido en la Santa Misa!
¿Y cuáles son ahora
¡oh cristiano
lector! tus
sentimientos? ¿Has abierto
al fin los ojos y
reconocido el
precio de este
tesoro? Si hasta
aquí ha sido para ti un tesoro escondido, ahora que comienzas a
apreciarlo, ¿podrás prescindir de exclamar en medio de la
admiración más profunda: ¡Ah! ¡Qué inmenso tesoro! ¡Qué
precioso tesoro!?
§ 5. Cuarta
obligación: Implorar nuevas gracias
14. No se limita
a lo dicho la inmensa utilidad del santo sacrificio de la Misa. Por
ella podemos, además, satisfacer la obligación que tenemos para con
Dios de implorar su asistencia y pedirle nuevas gracias. Ya sabes
cuán grandes son tus miserias, así corporales como espirituales, y
cuánto necesitas, por consiguiente, recurrir a Dios para que te
asista y no cese de socorrerte a cada instante, puesto que es el
Autor y principio de todo bien, en el tiempo y en la eternidad. Pero,
por otra parte, ¿con qué título y con qué confianza te
atreverías a pedir nuevos beneficios, en vista de la excesiva
ingratitud con que has correspondido a tantos favores que te ha
con-cedido, hasta el extremo de haberlos convertido contra Él
mismo para ofenderlo? Sin embargo, no te desanimes, porque si no eres
digno de nuevos beneficios por méritos propios, alguien los ha
merecido para ti. Nuestro buen Salvador ha querido con este fin
ponerse sobre el altar en el estado de Hostia pacífica, o sea
un sacrificio impetratorio, para en él alcanzarnos de su Eterno
Padre todo aquello de que tenemos necesidad. Sí, nuestro dulce y muy
amado Jesús, en su calidad de primero y supremo Pontífice,
recomienda en la Misa a su Padre celestial nuestros
intereses, pide por nosotros y se constituye abogado nuestro. Si
supiéramos que la Santísima Virgen unía sus ruegos a los nuestros
para alcanzar del Eterno Padre las gracias que deseamos, ¿qué
confianza no tendríamos de ser escuchados? ¿Qué confianza,
pues, y aún qué seguridad debemos experimentar, si pensamos
que el mismo Jesús intercede en
la Misa por nosotros, que ofrece su sacratísima Sangre al Eterno
Padre en nuestro favor, y que se hace abogado nuestro? ¡Oh
preciosísima Misa, principio y fuente de todos los bienes!
15. Pero es
preciso profundizar más en esta mina, para descubrir todos los
tesoros que encierra. ¡Ah! ¡Qué dones tan preciosos, qué gracias
y virtudes nos alcanza la Santa Misa! En primer lugar, nos
proporciona todas las gracias espirituales, todos los bienes que se
refieren al alma, como el arrepentimiento de nuestros pecados,
la victoria en nuestras tentaciones, ya sean exteriores, como las
malas compañías o el demonio, ya sean interiores, como los
desórdenes de nuestra carne rebelde: la Misa nos alcanza los
socorros actuales, tan necesarios para levantarnos, para
sostenernos y hacernos adelantar en los caminos de Dios. La Misa nos
obtiene muchas buenas y santas inspiraciones, muchos saludables
movimientos interiores, que nos disponen a sacudir nuestra tibieza y
nos mueven a ejecutar todas nuestras acciones con más fervor, con
una voluntad más pronta, con una intención más recta y pura,
lo cual nos proporciona un tesoro inestimable de méritos, que son
otros tantos medios eficacísimos, para alcanzar la gracia de la
perseverancia final, de la que depende nuestra salvación
eterna, y para tener una certeza moral, la mayor posible en esta
vida, de estar predestinados a una feliz eternidad. Además, la Santa
Misa nos alcanza también todos los bienes temporales, en tanto que
puedan contribuir a nuestra salvación, como son la salud,
la abundancia de los frutos de la tierra y la paz; preservándonos a
la vez de todos los males que se oponen a estos bienes, como de
enfermedades contagiosas, temblores de tierra, guerras, hambre,
persecuciones, pleitos, enemistades, pobreza, calumnias e
injurias: en suma, de todos los males que son el azote de la
humanidad; en una palabra, la Santa Misa es la llave de oro del
paraíso: y cuando nos la da el Padre Eterno, ¿qué bienes
podrá rehusarnos? Él, que no perdonó a su propio Hijo, según
expresión del Apóstol San Pablo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos donó con 21 todos sus bienes? "Qui
etiam proprio Filio suo non pepercit, sed pro nobis omnibus tradidit
ilium: quomodo non etiam cum illo omnia nobis donavit?"14.
Ved, pues, con cuánta razón acostumbraba a decir
un virtuoso sacerdote, que aun cuando pidiese a Dios cualquier favor
para sí o para otro, al celebrar la Santa Misa, siempre se le
figuraba que nada pedía, si comparaba las gracias que solicitaba de
Dios con la ofrenda que le hacía. He aquí cuál era su
razonamiento. Las gracias y favores que yo pido a Dios en la
Santa Misa, son bienes finitos y creados, mientras que los dones que
yo le presento son increados e inmensos, y por consiguiente, todo
bien pesado, yo soy el acreedor y Dios el deudor. En esta confianza
pedía y alcanzaba muchas gracias del Señor. (Ossor. Conc.
8, t. 4). Ea, pues, ¿cómo no te
despiertas? ¿por qué no pides grandes beneficios? Si quieres seguir
mi consejo, pide a Dios en todas las Misas que haga de ti un gran
santo. ¿Te parece mucho esto? Pues yo creo que no es mucho. ¿No es
el mismo divino Maestro quien nos asegura en su Evangelio, que por un
vaso de agua dado por su amor nos re-compensará con el paraíso?
¿Cómo, pues, en retorno de la ofrenda que le hacemos de toda la
sangre de su amadísimo Hijo, no nos daría cien paraísos si los
hubiera? ¿Y cómo será posible dudar que no esté dispuesto a
concederte todas las virtudes y la perfección necesaria para llegar
a ser santo, y un gran santo en el cielo? ¡Oh bendita Misa!
Ensancha, pues, animosamente tu corazón, y pide grandes cosas,
considerando que te diriges a un Dios que no se empobrece dando, y
que cuanto más le pidas más alcanzarás.
§ 6. Por la Santa Misa alcanzamos aun aquellas
gracias que no pedimos
16. ¿Lo
creerías? Además de los bienes que pedimos en la Santa Misa,
nuestro buen Dios nos concede otros muchos que no pedimos. Así
nos lo dice SAN JERÓNIMO con las palabras siguientes: "Sin duda
alguna Dios nos concede todas las gracias que le pedimos en la Misa,
si nos conviene: y lo que todavía es más admirable, nos concede muy
frecuentemente aun aquello que no le pedimos, con tal que por
nuestra parte no pongamos obstáculos a su generosidad".
"Absque dubio dat nobis Dominus
quod in Missa petimus; et
quod magis est, saepe dat quod non
petimus". (Div. Hieronym.).
De esta suerte, bien puede decirse que la Misa es el sol del género
humano, que extiende sus rayos sobre buenos y malos, y que no
hay en el mundo una sola alma, por perversa que sea, que no saque
algún provecho de la asistencia al santo sacrificio de la Misa, y
muchas veces sin pensar en ello ni aun hacer súplica alguna.
(S. Hier., Cap.
cum Mart.
de celebr. Miss.).
Escucha el suceso
siguiente, que tuvo lugar en circunstancias
bien memorables, según nos lo refiere
SAN ANTONINO,
arzobispo de Florencia.
Dos jóvenes,
bastante libertinos, salieron juntos un día, a
una partida de
caza. Uno de
ellos había asistido antes
a la Santa Misa, el
otro no. Estando
ya en camino, se
levantó de
repente una violenta tempestad, y
en medio de los
truenos y relámpagos,
oyeron una voz que clamaba: "¡Hiere, hiere!" y
luego cayó un rayo y
mató al que
no había oído
Misa en aquel
día. Aterrado y fuera
de sí el
compañero, buscaba dónde salvar su vida,
cuando oyó nuevamente la misma
voz que repetía: "¡Hiere, hiere!" Ya el
infeliz aguardaba la
muerte, que creía inevitable,
mas pronto fue
consolado por otra voz que respondió: "No
puedo, porque oyó en
el día de hoy
el Verbum caro
factum est". La Misa,
pues, a que había
asistido aquella mañana, lo preservó de
una muerte tan
terrible y espantosa.
¡Ah, cuántas veces el
Señor os ha
preservado de la
muerte o de muy
graves peligros
por virtud de la Santa Misa
que habíais oído! SAN GREGORIO
EL GRANDE así lo
afirma en su
4º Diálogo:
Per auditionem
Missae homo liberatur a multis
malis et periculis.15
Es indiscutible,
dice este sabio
Pontífice, que el que
asiste a la Misa
será librado de muchos
males y peligros
hasta imprevistos. Más aún: según enseña SAN
AGUSTÍN, será preservado de
una muerte repentina, que es
el golpe más terrible
que los pecadores deben temer de
la Justicia divina. He
aquí, pues, conforme a
la doctrina del
Santo Obispo de Hipona, una admirable
prevención contra
el peligro de
muerte repentina: oír todos los días la
Santa Misa, y
oírla con la
mayor atención posible. El
que tenga cuidado de
prevenirse con
esta salvaguardia tan
eficaz, puede estar seguro que no
le sucederá tan
espantosa desgracia.
Hay una opinión
singular, que
algunos atribuyen a San Agustín,
a saber: que
mientras una persona asiste
a la Misa no
envejece, sino que, durante este tiempo, se
conserva en el
mismo grado de
fuerza y de vigor
que tenía al
principio de la
Santa Misa. No me
fatigaré por saber
si esto es o no
verdad; sin
embargo, afirmo que si el
que oye Misa envejece en
cuanto a la edad,
no envejece en
la malicia porque, como dice
SAN GREGORIO, el
que asiste a la
Santa Misa con
devoción, se
conserva en la
buena vida, crece constantemente en
mérito y en
gracia, y
adquiere nuevas virtudes que le
hacen más y más
agradable a su
Dios.
A todo lo
dicho añade SAN
BERNARDO que se
gana más oyendo una sola Misa con
devoción (entiéndase en
cuanto a su
valor intrínseco),
que distribuyendo todos los bienes a los
pobres y marchando
en peregrinación
a todos los
santuarios más venerados del mundo.
¡Oh riquezas
inmensas de la Santa Misa!
Medita atentamente esta verdad: oyendo o
celebrando dignamente una sola Misa,
considerado el acto
en sí mismo y
con relación a
su valor
intrínseco, se
puede merecer más que si uno dedicase
todas sus riquezas
al socorro de
los pobres, más que si fuese en
peregrinación hasta el fin del mundo, más
que si visitase con la mayor devoción los santuarios de
Jerusalén, de Roma, de Santiago de Galicia, de Loreto y otros.
Dedúcese esta doctrina de lo que enseña el angélico doctor SANTO
Tomás, cuando dice: "Que una Misa encierra todos los frutos,
todas las gracias y todos los tesoros que el Hijo de Dios repartió
en su Esposa la Santa Iglesia por medio del cruento sacrificio de la
cruz": In qualibet Missa.
Detente aquí un instante, cierra el libro y no leas más, pero reúne
en tu entendimiento todas estas utilidades tan preciosas que nos
proporciona la Santa Misa, medítalas atenta-mente, y después dime:
¿Tendrás todavía dificultad alguna en conceder que una sola
Misa (abstracción hecha de nuestras disposiciones, y sólo
en cuanto a su valor intrínseco) tiene tal eficacia que, según
afirman muchos Doctores, bastaría para salvar todo el género
humano? Figúrate, por ejemplo, que Nuestro Señor Jesucristo no
hubiese sufrido la muerte en el Calvario, y que en lugar del
sangriento sacrificio de la cruz hubiese instituido solamente el
de la Misa, y con precepto expreso de no celebrar más que una
en el mundo. Pues bien, admitida esta suposición, ten entendido que
esta sola Misa, celebrada por el sacerdote más pobre del mundo,
hubiera sido más que suficiente, considerada en sí misma y en
cuanto al mérito de la obra exterior, para alcanzar la salvación de
todas las criaturas. Sí, sí, no me canso de repetirlo, una sola
Misa, en la anterior hipótesis, bastaría para merecer la
conversión de todos los mahometanos, de todos los herejes, de todos
los cismáticos, en una palabra, de todos los infieles y malos
cristianos: bastaría para cerrar las puertas del infierno a todos
los pecadores, y sacar del purgatorio a todas las almas que
están allí detenidas.
¡Oh, qué desdichados somos! ¡Cuánto
restringimos la esfera de acción del santo sacrificio de
la Misa! ¡Cuánto pierde de su eficacia provechosa por nuestra
tibieza, por nuestra indevoción, y por las escandalosas inmodestias
que cometemos asistiendo a ella! Que no pueda yo colocarme a una
elevada altura para hacer oír mi voz en todo el mundo ex-clamando:
"Pueblos insensatos, pueblos extraviados, ¿qué hacéis?
¿Cómo no corréis a los templos del Señor para asistir santamente
al mayor número de Misas que os sea posible? ¿Cómo no imitáis a
los Santos Ángeles, quienes, según el pensamiento del
Crisóstomo, al celebrarse la Santa Misa bajan a legiones de sus
celestes moradas, rodean el altar cubriéndose el rostro con sus
alas por respeto, y esperan el feliz momento del Sacrificio para
interceder más eficazmente por nosotros?" Porque ellos saben
muy bien que aquél es el tiempo más oportuno, la coyuntura más
favorable para alcanzar todas las gracias del cielo. ¿Y tú?
¡Ah! Avergüénzate de haber hecho hasta hoy tan poco aprecio de la
Santa Misa. Pero, ¿qué digo? Llénate de confusión por haber
profanado tantas veces un acto tan sagrado, especialmente si fueses
del número de aquéllos que se atreven a lanzar esta pro-posición
temeraria: Una Misa más o menos poco
importa.
§ 7. La Santa
Misa proporciona un gran alivio a las almas del purgatorio
17. Para concluir
y dar fin a esta instrucción, te haré notar que no sin razón
te dije más arriba, que una sola Misa, considerado el acto en sí
mismo, y en cuanto a su valor intrínseco, bastaría para sacar todas
las almas del purgatorio y abrirles las puertas del cielo. En efecto,
la Misa es útil a las almas de los fieles difuntos, no solamente
como Sacrificio satisfactorio, ofreciendo a Dios la
satisfacción que ellas deben cumplir por medio de sus
tormentos, sino también como impetratorio, alcanzándoles la
remisión de sus penas. Tal es la práctica de la Santa Iglesia,
que no se limita a ofrecer el sacrificio por los difuntos, sino que
además ruega por su libertad.
A fin, pues, de excitar tu compasión en favor de
estas almas santas, ten entendido que el fuego en que están
sumergidas es tan abrasador, que, según pensamiento de SAN GREGORIO,
no cede en actividad al fuego del infierno, y que, como instrumento
de la divina Justicia, es tan vivo, que causa tormentos
insufribles y más violentos que todos los que han sufrido los
Mártires y cuanto el humano entendimiento puede concebir. Pero lo
que más las aflige todavía, es la pena de daño; porque, como
enseña el DOCTOR ANGÉLICO, privadas de ver a Dios, no pueden
contener la ardiente impaciencia que experimentan de unirse a su
soberano Bien, del que se ven constantemente rechazadas.
Entra ahora dentro de ti mismo, y hazte la
siguiente reflexión. Si vieses a tus padres en peligro de ahogarse
en un lago, y que con alargarles la mano los librabas de la muerte,
¿no te creerías obligado a hacerlo por caridad y por justicia?
¿Cómo es posible, pues que veas a la luz de la fe tantas pobres
almas, quizás las de tus parientes más cercanos, abrasarse vivas en
un estanque de fuego, y rehuses imponerte la pequeña molestia de oír
con devoción una Misa para su alivio? ¿Qué corazón es el tuyo?
¿Quién podrá dudar que la Santa Misa alivia a estos pobres
cautivos? Para convencerte, basta que prestes fe a la autoridad
de SAN JERÓNIMO. ni te enseñará claramente que, "cuando se
celebra la Misa por un alma del purgatorio, aquel fuego tan abrasador
suspende su acción, y el alma cesa de sufrir todo el tiempo que dura
la celebración del Sacrificio". (S.
Hier., c. cum Mart. de celebr. Miss.). El
mismo Santo Doctor afirma también que por cada Misa que se dice,
muchas almas salen del purgatorio y vuelan al cielo.
Añade a esto que la caridad que tengas con los
difuntos redundará enteramente en favor tuyo. Pudiérase confirmar
esta verdad con innumerables ejemplos; pero bastará citar uno,
perfectamente auténtico, que sucedió a SAN PEDRO DAMIANO. Habiendo
perdido este Santo a sus padres en la niñez, quedó en poder de uno
de sus hermanos, que lo trató de la manera más cruel, no
avergonzándose de que anduviese descalzo y cubierto de harapos.
Un día encontró el pobre niño una moneda de plata. ¡Cuál sería
su alegría creyendo tener un tesoro! ¿A qué lo destinaría?
La miseria en que se hallaba le sugería muchos proyectos; pero
después de haber reflexionado bien, se decidió a llevar la
moneda a un sacerdote para que ofreciese el sacrificio de la
Misa para las almas del purgatorio. ¡Cosa admirable! Desde este
momento la fortuna cambió completamente en su favor. Otro de
sus hermanos, de mejor corazón, lo recogió, tratándolo con
toda la ternura de un padre. Lo vistió decentemente y lo dedicó al
estudio, de suerte que llegó a ser un personaje célebre y un
gran Santo. Elevado a la púrpura, fue el ornamento y una de las más
firmes columnas de la Iglesia. Ve, pues, cómo una sola Misa que hizo
celebrar a costa de una ligera privación, fue para él principio de
utilidades inmensas.
¡Oh, bendita Misa, que tan útil eres a la vez a
los vivos y a los muertos en el tiempo y en la eternidad! En efecto,
estas almas santas son tan agradecidas a sus bienhechores, que,
estando en el cielo, se constituyen allí sus abogadas, y no cesan de
interceder por ellos hasta verlos en posesión de la gloria. En
prueba de esto voy a referirte lo que le sucedió a una mujer
perversa que vivía en Roma. Esta desgraciada, habiendo olvidado
enteramente el importantísimo negocio de su salvación, no trataba
más que de satisfacer sus pasiones, sirviendo de auxiliar al
demonio para corromper la juventud. En medio de sus desórdenes
todavía practicaba una buena obra, y era mandar celebrar en ciertos
días la Santa Misa por el eterno descanso de las almas benditas del
purgatorio. Efecto de las oraciones de estas almas santas, como se
cree piadosamente, sintióse un día aquella infeliz mujer
sorprendida por un dolor de sus pecados tan amargo, que de repente, y
abandonando el infame lugar donde se encontraba, fue a postrarse
a los pies de un celoso sacerdote para hacer su confesión general.
Al poco tiempo murió con las mejores disposiciones y dando señales
las más ciertas de su predestinación. ¿Y a qué podremos atribuir
esta gracia prodigiosa, sino al mérito de las Misas que ella hacía
celebrar en alivio de las almas del purgatorio? Despertemos, pues,
del letargo de nuestra indevoción, y no permitamos que los
publicanos y mujeres perdidas se nos
adelanten en conseguir el reino de Dios (Mt.
21, 31).
Si fueses del número de aquellos avaros, que no
solamente quebrantan las leyes de la caridad descuidando la oración
por sus difuntos y no oyendo, al menos de tiempo en tiempo,
una Misa por estas pobres almas, sino que, hollando los sagrados
fueros de la justicia, rehúsan satisfacer los legados piadosos
y hacer celebrar las Misas fundadas por sus antepasados o que, siendo
sacerdotes, acumulan un considerable número de limosnas, sin
pensar en la obligación de cumplirlas a tiempo, ¡ah! avivado
entonces por el fuego de un santo celo, te diré cara a cara:
Retírate, por-que eres peor que un demonio; porque los demonios al
fin sólo atormentan a los réprobos, pero tú atormentas a los
predestinados; los demonios emplean su furor con los condenados,
pero tú descargas el tuyo sobre los elegidos y amigos de Dios. No,
ciertamente: no hay para ti confesión que valga, ni confesor
que pueda absolverte, mientras no ha-gas penitencia de tal iniquidad
y no llenes cumplidamente tus obligaciones con los muertos.
Pero, Padre mío, dirá alguno, yo no tengo medios para ello...
no me es posible... ¿Conque no puedes? ¿Conque no tienes me-dios?
¿Y te faltan por ventura para brillar en las fiestas y espectáculos
del mundo? ¿Te faltan recursos para un lujo excesivo y otras
superfluidades? ¡Ah! ¿Tienes medios para ser pródigo en tu comida,
en tus diversiones y placeres y... quizás en tus desórdenes
escandalosos? En una palabra, ¿tienes recursos para
satisfacer tus pasiones, y cuando se trata de pagar tus deudas a los
vivos, y lo que aún es más justo, a los difuntos, no tienes con qué
satisfacerlas? ¿No puedes disponer de nada en su favor? ¡Ah!
te comprendo: es que no hay en el mundo quien examine esas
cuentas, y te olvidas en este asunto de que te las ha de tomar Dios.
Continúa, pues, consumiendo la hacienda de los muertos, los
legados piadosos, las rentas des-tinadas al Santo Sacrificio; pero
ten presente que hay en las Santas Escrituras una amenaza
profética registrada contra ti; amenaza de terribles desgracias, de
enfermedades, de reveses de fortuna, de males irreparables en tu
persona y bienes, y en tu reputación. Es palabra de Dios, y antes
que ella deje de cumplirse faltarán los cielos y la tierra. La
ruina, la desgracia y males irremediables des-cargarán sobre las
casas de aquéllos que no satisfacen sus obligaciones para con los
muertos. Recorre el mundo, y sobre todo los pueblos
cristianos, y verás muchas familias dispersas, muchos
establecimientos arruinados, muchos almacenes cerrados, muchas
empresas y compañías en suspensión de pagos, muchos
negocios frustrados, quiebras sin número, inmensos trastornos y
desgracias sin cuento. Ante este cuadro tristísimo exclamarás
sin duda: ¡Pobre mundo, infeliz sociedad! Ahora bien, si buscas
el origen de todos estos desastres, hallarás que una de las causas
principales es la crueldad con que se trata a los difuntos,
descuidando el socorrer-los como es debido, y no cumpliendo los
legados piadosos: además, se cometen una infinidad de
sacrilegios, es profanado el Santo Sacrificio, y la casa de Dios,
según la enérgica expresión del Salvador, es convertida en
cueva de ladrones. Y después de esto,
¿quién se admirará de que el cielo envíe sus azotes, el rayo, la
guerra, la peste, el hambre, los temblores de tierra y todo género
de castigos? ¿Y por qué así? ¡Ah! Devoraron los bienes de
los difuntos, y el Señor descargó sobre ellos su pesado brazo:
"Lingua eorum et adinventiones
eorum contra Dominum. (...)
Vae animae eorum, quoniam reddita
sunt eis mala"16.
Con razón, pues, el cuarto
Concilio de Cartago declaró excomulgados a estos ingratos, como
verdaderos homicidas de sus prójimos; y el Concilio de Valencia
ordenó que se los echase de la Iglesia como a infieles.
Todavía no es éste el mayor de los castigos
que Dios tiene reservado a los hombres sin piedad para con sus
difuntos: los males más terribles les esperan en la otra vida. El
Apóstol Santiago nos asegura que el Señor juzgará sin
misericordia, y con todo el rigor de su justicia, a los que no han
sido misericordiosos con sus prójimos vivos y muertos:
"Iudicium enim sine misericordia
illi qui non fecit misericordiam"17.
El permitirá que sus herederos
les paguen en la misma moneda, es decir, que no se cumplan sus
últimas disposiciones, que no se celebren por sus almas las
Misas que hubiesen fundado, y, en el caso de que se celebren, Dios
Nuestro Señor, en lugar de tomarlas en cuenta, aplicará su fruto
a otras almas necesitadas que durante su vida hubiesen tenido
compasión de los fieles difuntos. Escucha el siguiente admirable
su-ceso que se lee en nuestras crónicas, y que tiene una íntima
conexión con el punto de doctrina que venimos explicando. Aparecióse
un religioso después de muerto a uno de sus compañeros, y le
manifestó los agudísimos dolores que sufría en el purgatorio por
haber descuidado la oración en favor de los otros religiosos
difuntos, y añadió que hasta entonces ningún socorro había
recibido, ni de las buenas obras practicadas, ni de las Misas que se
le habían celebrado para su alivio; porque Dios, en justo castigo de
su negligencia, había aplicado su mérito a otras almas que
durante su vida habían sido muy devotas de las del purgatorio.
Antes de concluir la presente instrucción, permíteme que
arrodillado y con las manos juntas te suplique encarecidamente,
que no cierres este pequeño libro sin haber tomado antes la firme
resolución de hacer en lo sucesivo todas las diligencias
posibles para oír y mandar celebrar la Santa Misa, con tanta
frecuencia como tu estado y ocupaciones lo permitan. Te lo suplico,
no solamente por el interés de las al-mas de los difuntos, sino
también por el tuyo, y esto por dos razones: primera, a fin de que
alcances la gracia de una buena y santa muerte, pues opinan
constantemente los teólogos que no hay medio tan eficaz como la
Santa Misa para conseguir este dichoso término. Nuestro Señor
Jesucristo re-veló a Santa Matilde, que aquél que tuviese la
piadosa costumbre de asistir devotamente a la Santa Misa, sería
consolado en el instante de la muerte con la presencia de los
Angeles y Santos, sus abogados, que le protegerían contra las
asechanzas del infierno. ¡Ah! ¡Qué dulce será tu muerte si
durante la vida has oído Misa con devoción y con la mayor
frecuencia posible!
La segunda razón que debe moverte a asistir al
Santo Sacrificio es la seguridad de salir más pronto del purgatorio
y volar a la patria celestial. Nada hay en el mundo como las
indulgencias y la Santa Misa para alcanzar el precioso favor, la
gracia especial de ir derechamente al cielo sin pasar por el
purgatorio, o al menos sin estar mucho tiempo en medio de sus
abrasadoras llamas. En cuanto a las indulgencias, los Sumos
Pontífices las concedieron pródigamente a los que asisten con
devoción a la Santa Misa. En cuanto a la eficacia de este Divino
Sacrificio para apresurar la libertad de las almas del purgatorio,
creemos haberla demostrado suficientemente en las páginas
anteriores. En todo caso, y para convencernos de ello, debiera
bastar el ejemplo y autoridad del VENERABLE
JUAN DE ÁVILA. Hallábase en los últimos instantes de su vida este
gran Siervo de Dios, que fue en su tiempo el oráculo de España, y
preguntado qué era lo que más ocupaba su corazón, y qué clase de
bien sobre todo deseaba se le proporcionase después de su
muerte. "Misas, respondió el Venerable moribundo, Misas,
Misas"18.
Sin embargo, si me lo permites, te daré con este
motivo y de muy buena gana, un consejo que creo importantísimo, y
es: que durante tu vida, y sin confiar en tus herederos, tengas
cuidado de hacer que se celebren aquellas Misas que desearías
se celebrasen después de tu muerte, y tanto más, cuanto
que SAN ANSELMO nos enseña que una sola Misa oída o celebrada por
las necesidades de nuestra alma mientras vivimos, nos será más
provechosa que mil celebradas después de nuestra muerte.
Así lo había comprendido un rico comerciante de Génova que,
hallándose en el artículo de la muerte, no tomó disposición
alguna para el alivio de su alma. Todos se admiraban de que un hombre
tan opulento, tan piadoso y caritativo con todo el mundo, fuese tan
cruel consigo mismo. Pero al pro-ceder, después de su muerte, al
examen de sus papeles, se encontró un libro en donde había anotado
todas las obras de caridad que había practicado por la salvación de
su alma.
"Para Misas que hice celebrar por mi alma
2,000 liras
"Para dotes de doncellas pobres 10,000
"Para el Santo Hospital 200, etc."
Al fin de este libro leíase la máxima
siguiente: "Aquél que desee el bien, hágaselo a sí mismo
mientras vive, y no confíe en los que le sobrevivan". En Italia
es muy popular este proverbio: "Más alumbra una vela delante de
los ojos, que una gran antorcha a la espalda". Aprovéchate,
pues, de este saludable aviso, y después de haber medita
do prudentemente sobre
la excelencia y utilidades de la Santa Misa, avergüénzate de
la ignorancia en que has vivido hasta aquí, sin haber hecho el
aprecio debido de un tesoro tan grande, que fue para ti ¡ay! un
tesoro escondido. Ahora que conoces su valor, des-tierra de tu
espíritu, y más todavía de tus discursos, estas proposiciones
escandalosas, y que saben a ateísmo:
—Una Misa más o menos poco importa.
—No es poca cosa oír Misa los días de obligación.
—La Misa de tal sacerdote es una Misa de Semana Santa, y cuando lo
veo acercarse al altar, me escapo de la iglesia.
Renueva, además, el saludable propósito de oír la Santa Misa con
la mayor frecuencia y devoción posibles, a cuyo fin podrás
servirte, con mucha utilidad, del siguiente método
práctico que voy a exponer.
MÉTODO PARA OÍR CON FRUTO LA SANTA MISA
§ 1, Disposiciones generales con que se debe asistir al santo
sacrificio de la Misa
1. Como indicamos
ya en la instrucción precedente, fue opinión aprobada y confirmada
por SAN GREGORIO en su cuarto Diálogo, que cuando un sacerdote
celebra la Santa Misa bajan del cielo innumerables legiones de
Ángeles para asistir al Santo Sacrificio. SAN NILO, abad y discípulo
de San Juan Crisóstomo, enseña que mientras el Santo Doctor
celebraba los divinos misterios veía una multitud de esos espíritus
celestiales rodeando el altar y asistiendo a los sagrados ministros
en el desempeño de su tremendo ministerio. Siendo esto así, he ahí
las disposiciones más esenciales para asistir con fruto a la Santa
Misa. Ve a la iglesia como si fueses al Calvario, y permanece en
presencia de los altares como si estuvieses delante del trono de Dios
y acompañado de los santos Ángeles. Considera ahora cuáles deben
ser tu modestia, tu atención y respeto, si quieres recoger de los
misterios divinos los frutos y beneficios que Dios se digna conceder
a los que asisten a ellos con un exterior devoto y sentimientos
religiosos.
2. Leemos en el
Antiguo Testamento, que cuando los israelitas ofrecían sus
sacrificios, en los que sólo se inmolaban toros, corderos y otros
animales, admiraba el ver la atención, el silencio y veneración con
que asistían a aquellas solemnidades. Aunque el número de
asistentes fuese inmenso y los ministros y sacrificadores llegasen a
setecientos, parecía, sin embargo, que el templo estaba vacío;
tanto era el cuidado con que cada uno procuraba no hacer el más
pequeño ruido. Pues bien; si tanta era la veneración con que se
celebraban estos sacrificios que, al fin, no eran más que una sombra
y simple figura del nuestro, ¿con qué respeto, con qué devoción y
religioso silencio no debemos asistir a la celebración de la Santa
Misa, en que el Cordero sin mancha, el Verbo Divino se inmola por
nosotros? Muy bien lo comprendía SAN AMBROSIO. Cuando celebraba el
Santo Sacrificio, según refiere Cesáreo, y concluido el Evangelio,
se volvía al pueblo, y después de haber exhortado a los fieles a un
recogimiento profundo, les ordenaba que guardasen el más riguroso
silencio, y así consiguió que no solamente pusiesen un freno a su
lengua, no pronunciando la menor palabra, sino, lo que aún es más
admirable, que se abstuviesen de toser y de moverse con ruido. Estas
prescripciones se cumplían con exactitud, y por eso todos los que
asistían a la Santa Misa sentíanse como embargados de un santo
temor y profundamente conmovidos, de manera que conseguían muchos
frutos y aumento de gracia.
§ 2. Métodos diferentes para oír la Santa Misa. Primero y
segundo
3. El objeto de
este opúsculo es instruir, al que quiera leerlo bien, sobre el
mérito del santo sacrificio de la Misa, e inclinarlo a abrazar con
fervor la práctica de asistir a ella frecuentemente, siguiendo el
método que me propongo trazar más adelante. Sin embargo, como hay
libros piadosos, difundidos con gran utilidad entre los fieles, que
contienen diversos métodos, muy buenos y provechosos, para oír la
Santa Misa, de ninguna manera trato de violentar el gusto de nadie;
por el contrario, a todos dejo en completa libertad para escoger
aquél que juzgue más agradable y el más conforme a su capacidad y
a sus piadosas inclinaciones únicamente me propongo, querido lector,
desempeñar contigo el oficio de Ángel Custodio, sugiriéndote el
que pueda serte más provechoso, es decir, según mi pobre juicio, el
que te sea más útil y menos molesto. A este fin pienso reducirlos
todos a tres clases o tres métodos en general.
4. El primero
consiste en seguir con la mayor atención y con el libro en las
manos, todas las acciones del sacerdote, rezando a cada una de ellas
la oración vocal correspondiente contenida en el libro, de suerte
que se pase leyendo todo, el tiempo de la Misa. Si a la lectura se
une la meditación de los santos misterios que se celebran sobre el
altar, es indudable que se asiste al adorable Sacrificio de un modo
excelente y además muy provechoso. Pero como esto pide una sujeción
excesiva, puesto que es preciso atender a las ceremonias que se hacen
en el altar y dirigir alternativamente la mirada al sacerdote y al
libro, para leer en él la oración que corresponde a la parte de la
Misa, resulta de aquí que es muy trabajoso en la práctica; y aun me
inclino a creer que habrá pocos fieles que perseveren mucho tiempo
empleando este método, por útil que sea. Es tal la debilidad de
nuestro entendimiento, que se distrae fácilmente cuando tiene que
atender a la multitud de acciones que el sacerdote ejecuta en el
altar. A pesar de esto, el que se encuentra bien con este método, y
consiga por él su provecho espiritual, puede continuar usándolo con
la esperanza de que un trabajo tan penoso le granjeará una magnífica
recompensa de parte de Dios.
5. El segundo
método para asistir con fruto a la Santa Misa se practica no por
medio de la lectura, ni aun durante el tiempo del Sacrificio, sino
contemplando con los ojos de la fe a Jesucristo clavado en la cruz, a
fin de recoger en una dulcísima contemplación los frutos preciosos
que caen de ese árbol de vida. Se emplea, pues, todo el tiempo de la
Santa Misa en un profundo recogimiento interior, ocupándose en
considerar espiritualmente los divinos misterios de la Pasión y
muerte del Salvador, que no solamente se representan, sino que
también se reproducen místicamente sobre el altar. Los que siguen
este método es indudable que, si tienen cuidado de conservar unidas
a Dios las potencias de su alma, lograrán ejercitarse en actos de
fe, esperanza, caridad y de todas las virtudes. Esta manera de oír
Misa es más perfecta que la primera, y al mismo tiempo más dulce y
más suave, según lo experimentó un santo religioso lego, el cual
acostumbraba decir que oyendo Misa no leía más que tres letras. La
primera era negra, a saber, sus pecados, cuya consideración le
inspiraba afectos de dolor y arrepentimiento, y éste era el punto de
su meditación desde el principio de la Misa hasta el Ofertorio. La
segunda era encarnada, a saber, la Pasión del Salvador, meditándola
desde el Ofertorio hasta la Comunión, sobre la preciosísima Sangre
que Jesús derramó por nosotros y la muerte cruel que sufrió en el
Calvario. La tercera letra era blanca, a saber, la Comunión
espiritual, que jamás omitía en el momento que comulgaba el
sacerdote, uniéndose de todo corazón a Jesús, oculto bajo las
especies sacramentales; después de lo cual permanecía abismado en
su Dios y en la consideración de la gloria, que esperaba como fruto
de este Divino Sacrificio. Este pobre religioso, a pesar de no tener
instrucción, oía la Misa de una manera muy perfecta, y yo quisiera
que todos aprendiesen en su escuela una ciencia tan profunda.
§ 3. Tercer método de oír la Santa Misa
6. El tercer
método para asistir con fruto al santo sacrificio de la Misa tiene
la preferencia sobre los anteriores. No exige lectura de un gran
número de oraciones vocales como el primero, ni requiere un espíritu
contemplativo como se necesita para seguir el segundo. Sin embargo,
si bien se considera, es el más conforme al espíritu de la Iglesia,
cuyos deseos son que los fieles estén unidos a los sentimientos del
sacerdote. Éste debe ofrecer el Sacrificio por los cuatro fines
indicados en la instrucción precedente (n° 8), por cuanto éste es
el medio más eficaz de cumplir con las cuatro obligaciones que
tenemos contraídas con Dios. Por consiguiente, y puesto que cuando
asistes a la Misa desempeñas en cierta manera las funciones de
sacerdote, debes dedicarte del mejor modo posible a la consideración
de los cuatro fines indicados, lo cual te será muy fácil por medio
de los cuatro ofrecimientos que voy a presentarte.
He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita sujetarse a las palabras. Luego que comience la Misa y cuando el sacerdote, humillándose en las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el respeto y devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro importantísimas obligaciones de que te he hablado, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del modo siguiente:
He aquí el método reducido a la práctica. Toma este pequeño libro hasta aprender de memoria estos ofrecimientos, o a lo menos hasta penetrarte bien de su sentido, pues no se necesita sujetarse a las palabras. Luego que comience la Misa y cuando el sacerdote, humillándose en las gradas del altar, rece el Confiteor, haz un breve examen de tus pecados, excítate a un acto de verdadera contrición, pidiendo humildemente al Señor que te perdone, e implora los auxilios del Espíritu Santo y la protección de la Virgen Santísima para oír la Misa con todo el respeto y devoción posible. En seguida, y para cumplir sucesivamente con las cuatro importantísimas obligaciones de que te he hablado, divide la Misa en cuatro partes, lo que podrás hacer del modo siguiente:
7. En la primera
parte, desde el principio hasta el Evangelio, satisfarás la primera
deuda, que consiste en adorar y alabar la majestad de Dios, que es
infinitamente digna de honores y alabanzas. Para esto humíllate
profundamente con Jesucristo, abísmate en la consideración de tu
nada, confiesa sinceramente que nada eres delante de aquella inmensa
Majestad, y humillado con alma y cuerpo (pues en la Misa debe
guardarse la postura más respetuosa y modesta), dile: "¡Oh
Dios mío! yo os adoro y reconozco por mi Señor y dueño de mi alma
y vida: yo protesto que todo lo que soy y cuanto tengo lo debo a
vuestra infinita bondad. Bien sé que vuestra soberana Majestad
merece un honor y homenajes infinitos; pero yo soy un pobrecillo
impotente para pagar esta inmensa deuda, por tanto os presento las
humillaciones y homenajes que el mismo Jesús os ofrece sobre este
altar. "Yo quiero hacer lo mismo que hace Jesús: yo me abato
con Jesús, y con Jesús me humillo delante de vuestra suprema
Majestad. Yo os adoro con las mismas humillaciones de mi Salvador. Yo
me regocijo y me felicito de que mi Divino Jesús os tribute por mí
honores y homenajes infinitos".
Aquí cierra el libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que Dios sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces estas palabras: "Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que vuestra Divina Majestad recibe de este augusto Sacrificio. Me complazco y alegro cuanto sé y cuanto puedo". No te empeñes con afán en repetir a la letra estas mismas palabras: emplea libremente las que tu piedad te sugiera. Sobre todo procura conservarte en un profundo recogimiento y muy unido a Dios. ¡Ah! ¡qué bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!
Aquí cierra el libro, y continúa excitándote interiormente a iguales actos. Regocíjate de que Dios sea honrado infinitamente, y en algún intermedio repite una y muchas veces estas palabras: "Sí, Dios mío, inefable es mi gozo por el honor infinito que vuestra Divina Majestad recibe de este augusto Sacrificio. Me complazco y alegro cuanto sé y cuanto puedo". No te empeñes con afán en repetir a la letra estas mismas palabras: emplea libremente las que tu piedad te sugiera. Sobre todo procura conservarte en un profundo recogimiento y muy unido a Dios. ¡Ah! ¡qué bien satisfarás a Dios de esta manera tu primera deuda!
8. Satisfarás la
segunda desde el Evangelio hasta la elevación de la Sagrada Hostia,
y dirigiendo una mirada a tus pecados, y considerando la inmensa
deuda que has contraído con la divina Justicia, dile con un corazón
profundamente humillado:
"He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos pecados que he cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesucristo os da sobre el altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por su preciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericordia, y misericordia os pide mi corazón arrepentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida". Enseguida, y habiendo cerrado el libro, repite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón: "¡Mi muy amado Jesús! Dadme las lágrimas de San Pedro, la contrición de la Magdalena y el dolor de todos los Santos, que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados". Reitera estos mismos actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satisfarás completamente todas las deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.
"He ahí, Dios mío, a este traidor que tantas veces se ha rebelado contra Vos. ¡Ah! Penetrado de dolor, yo abomino y detesto con todo mi corazón todos los gravísimos pecados que he cometido. Yo os presento en su expiación la satisfacción infinita que Jesucristo os da sobre el altar. Os ofrezco todos los méritos de Jesús, la sangre de Jesús y al mismo Jesús, Dios `y hombre verdadero, quien en calidad de víctima, se digna todavía renovar su sacrificio en mi favor. Y puesto que mi Jesús se constituye sobre ese altar mi abogado y mediador, y que por su preciosísima Sangre os pide gracia para mí, yo uno mi voz a la de esta Sangre adorable, e imploro el perdón dé todos mis pecados. La sangre de Jesús está gritando misericordia, y misericordia os pide mi corazón arrepentido. ¡Oh Dios de mi corazón! Si no os enternecen mis lágrimas, dejaos ablandar por los tiernos gemidos de mi Jesús. Él alcanzó en la cruz gracia para todo el humano linaje, ¿y no la obtendrá para mí desde ese altar? Sí, sí; yo espero que por los méritos de su Sangre preciosa me perdonaréis todas mis iniquidades, y me concederéis vuestra gracia para llorarlas hasta el último suspiro de mi vida". Enseguida, y habiendo cerrado el libro, repite estos actos con una viva y profunda contrición. Da rienda suelta a los afectos de tu alma, y sin articular palabra, dirás a Jesús de lo íntimo de tu corazón: "¡Mi muy amado Jesús! Dadme las lágrimas de San Pedro, la contrición de la Magdalena y el dolor de todos los Santos, que de pecadores se convirtieron en fervorosos penitentes, a fin de que, por los méritos del Santo Sacrificio, alcance el completo perdón de todos mis pecados". Reitera estos mismos actos en un perfecto recogimiento, y vive seguro de que así satisfarás completamente todas las deudas que por tus pecados hubieres contraído con Dios.
9. En la tercera
parte, es decir, desde la elevación del cáliz hasta la Comunión,
considera los innumerables beneficios de que has sido colmado. En
cambio, ofrece al Señor una víctima de precio infinito, a saber: el
Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Convida también a los Ángeles y
Santos a dar gracias a Dios por ti, diciendo estas o parecidas
palabras:
"Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de gratitud y reconocimiento a todos los beneficios generales y particulares de que me habéis colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eternidad. Confieso que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las manos del sacerdote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.
"Vedme aquí, Dios de mi corazón, cargado con el enorme peso de una inmensa deuda de gratitud y reconocimiento a todos los beneficios generales y particulares de que me habéis colmado, y de los que estáis dispuesto a concederme en el tiempo y en la eternidad. Confieso que vuestras misericordias para conmigo han sido y son infinitas; sin embargo, estoy pronto a pagaros hasta el último óbolo. En satisfacción de todo lo que os debo, os presento por las manos del sacerdote la Sangre divina, el cuerpo adorable y la víctima inocente que está colocada sobre este altar. Esta ofrenda basta (seguro estoy de ello) para recompensar todos los dones que me habéis concedido; siendo como es de un precio infinito, vale ella sola por todos los que he recibido y puedo recibir de Vos.
"Ángeles del Señor, y vosotros, dichosos
moradores del cielo, ayudadme a dar gracias a mi Dios, y ofrecedle en
agradecimiento por tantos beneficios, no solamente esta Misa a que
tengo la dicha de asistir, sino también todas las que en este
momento se celebran en todo el mundo, a fin de que por este medio
satisfaga yo a su ardiente caridad por todas las mercedes que me ha
hecho, así como por las que está dispuesto a concederme ahora y por
los siglos de los siglos. Amén". ¡Con qué dulce complacencia
recibirá este Dios de bondad el testimonio de un agradecimiento tan
afectuoso! ¡Cuán satisfecho quedará de esta ofrenda que, siendo de
un precio infinito, vale más que todo el mundo! A fin, pues, de
excitar más y más en tu corazón estos piadosos sentimientos,
convida a toda la corte celestial a dar gracias a Dios en tu nombre.
Invoca a todos los Santos a quienes tienes particular devoción, y
con toda la efusión de tu alma dirígeles la siguiente plegaria:
"¡Oh gloriosos bienaventurados e intercesores míos cerca del
trono de Dios! Dad gracias por mí a su infinita bondad, para que no
tenga la desventura de vivir y morir siendo ingrato. Suplicadle se
digne aceptar mi buena voluntad, y tener en consideración las
acciones de gracias, llenas de amor, que mi adorable Jesús le
tributa por mí en ese augusto Sacrificio". No te contentes con
manifestar una sola vez estos sentimientos: repítelos a intervalos,
en la firme seguridad de que por este medio satisfarán plenamente
tan inmensa deuda. A este fin harás muy bien en rezar todos los días
algún Acto de ofrecimiento, para ofrecer a Dios en acción de
gracias, no solamente todas tus acciones, sino también las Misas que
se celebran en todo el mundo.
10. En la cuarta
parte, desde la Comunión hasta el fin, mientras que el sacerdote
comulga sacramentalmente, harás la Comunión espiritual de la manera
que te explicaré al terminar este capítulo. Dirige en seguida tus
miradas a Dios Nuestro Señor que está dentro de ti, y anímate a
pedir muchas gracias. Desde el momento en que Jesús se une a ti, Él
es quien ruega y suplica por— ti. Ensancha, pues, el corazón, y no
te limites a pedir solamente algunos favores: pide muchas, muchísimas
gracias, porque el ofrecimiento de su Divino Hijo, que acabas de
hacerle, es de un precio infinito. Por consiguiente, dile con la más
profunda humildad: "¡Oh Dios de mi alma! Me reconozco indigno
de vuestros favores: lo confieso sinceramente, así como también que
no merezco el que me escuchéis, atendida la multitud y enormidad de
mis faltas. Pero, ¿podréis rechazar la súplica que vuestro
adorable Hijo os dirige por mí sobre ese altar, en que os ofrece por
mí su Sangre y su vida? ¡Oh Dios de infinito amor! Aceptad los
ruegos del que aboga en favor mío cerca de vuestra Divina Majestad!;
y en atención a sus méritos concededme todas las gracias que sabéis
necesito para llevar a feliz término el negocio importantísimo de
mi eterna salvación. Ahora más que nunca me atrevo a implorar de
vuestra infinita misericordia el perdón de todos mis pecados y la
gracia de la perseverancia final. Además, y apoyándome siempre en
las súplicas que os dirige mi amado Jesús, os pido por mí mismo,
¡oh Dios de bondad infinita! todas las virtudes en grado heroico, y
los auxilios más eficaces para llegar a ser verdaderamente santo. Os
pido también la conversión de los infieles, de los pecadores, y en
particular de aquéllos a quienes estoy unido por los lazos de la
sangre, o de relación espiritual. Imploro además la libertad, no de
una sola alma, sino la de todas las que en este momento están
detenidas en la cárcel del purgatorio. Dignaos, Señor, concedérsela
a todas, y haced quede vacío ese lugar de dolorosa expiación. En
fin, ojalá que la eficacia de este Divino Sacrificio convirtiera
este mundo miserable en un paraíso de delicias para vuestro Corazón,
donde fueseis amado, honrado y glorificado por todos los hombres en
el tiempo, para que todos fuésemos admitidos a bendeciros y alabaros
en la eternidad. Así sea".
Pide sin temor, pide para ti, para tus amigos, parientes y demás personas queridas. Implora la asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y temporales. Ruega también por las de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se digne librarla de los males que la afligen y concederle la plenitud de todos los bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor confianza; y está seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.
Pide sin temor, pide para ti, para tus amigos, parientes y demás personas queridas. Implora la asistencia de Dios en todas tus necesidades espirituales y temporales. Ruega también por las de la Santa Iglesia, y pide al Señor que se digne librarla de los males que la afligen y concederle la plenitud de todos los bienes. Sobre todo no ores con tibieza, sino con la mayor confianza; y está seguro de que tus súplicas, unidas a las de Jesús, serán escuchadas.
Concluida la Misa practica el siguiente acto de
acción de gracias, diciendo: "Os damos gracias por todos
vuestros beneficios, oh Dios todopoderoso, que vivís y reináis por
los siglos de los siglos. Así sea".
Saldrás de la iglesia con el corazón tan
enternecido como si bajases del Calvario. Dime ahora: si hubieras
asistido de esta manera a todas las Misas que has oído hasta hoy,
¡con qué tesoros de gracias habrías enriquecido tu alma! ¡Ah!
¡Cuánto has perdido asistiendo a este augusto Sacrificio con tan
poca religiosidad, dirigiendo tus miradas acá y allá, ocupado en
ver quiénes entraban y salían, murmurando algunas veces, quedándote
dormido, o cuando más, balbuceando algunas oraciones sin atención
ni recogimiento! Si quieres, pues, oír con fruto la Santa Misa, toma
desde este momento la firme resolución de servirte de este método,
que es muy agradable, y que está todo él reducido a satisfacer las
cuatro enormes deudas que tenemos contraídas con Dios. Persuádete
firmemente de que en poco tiempo adquirirás inmensos tesoros de
gracias y méritos, y de que jamás te asaltará la tentación de
decir: Una Misa más o menos ¿qué
importa?
§ 4. Modo de hacer la Comunión espiritual
11. Dejamos dicho
que el que asiste a la Santa Misa no debe omitir la Comunión
espiritual cuando el sacerdote comulga. Réstanos ahora explicar el
modo de hacerlo. Según la doctrina del Santo CONCILIO DE TRENTO, hay
tres clases de Comunión: la primera meramente sacramental; la
segunda puramente espiritual, y la tercera sacramental y espiritual a
la vez19.
No se trata aquí de la primera, que consiste en comulgar en
realidad, pero en pecado mortal, a imitación del traidor Judas;
tampoco hablamos de la tercera, que es la que practican todos los
fieles cuando reciben a Jesucristo en estado de gracia. Trátase
únicamente de la segunda, que se reduce -según las palabras del
mismo Concilio-, a un ardiente deseo de alimentarse con este Pan
celestial, unido a una fe viva que obra por la caridad, y que nos
hace participantes de los frutos y gracias del Sacramento. En otros
términos: los que no pueden recibir sacramentalmente el Cuerpo de
Nuestro Señor Jesucristo, lo reciben espiritualmente haciendo actos
de fe viva y de caridad fervorosa, con un ardiente deseo de unirse al
soberano Bien, y por este medio se disponen a participar de los
frutos de este Divino Sacramento. Considera bien lo que voy a decir
para facilitarte una práctica que tantas utilidades proporciona.
Cuando el sacerdote va ya a comulgar, estando con gran recogimiento
interior y exterior, modestia y compostura, excita en tu corazón un
verdadero dolor de los pecados, y date golpes de pecho para
significar que te reconoces indigno de la gracia de unirte a
Jesucristo. Después ejercítate en actos de amor, de ofrecimiento,
de humildad y demás que acostumbras hacer al acercarte a la Sagrada
Mesa, añadiendo a esto el más ardiente y fervoroso deseo de recibir
a Jesucristo, que, por tu amor, está real y verdaderamente presente
en el augusto Sacramento. Para avivar más y más tu devoción,
figúrate que la Santísima Virgen, o tu Santo Patrón, te presenta
la Sagrada Hostia, y que tú la recibes en realidad y como si
abrazaras estrechamente a Jesús en tu corazón, y repite una y
muchas veces en tu interior estas palabras dictadas por el amor:
"Venid ¡Jesús mío! mi vida y mi amor, venid a mi pobre
corazón; venid y colmad mis deseos; venid y santificad mi alma;
venid a mí, ¡dulcísimo Jesús! Venid". Permanece después en
silencio, contempla a tu Dios dentro de ti mismo; y como si hubieses
comulgado realmente, adórale, dale gracias y haz todos los actos que
se acostumbran después de la Sagrada Comunión. Ten por cierto,
amado lector, que esta Comunión espiritual, tan descuidada por los
cristianos de nuestros días, es, sin embargo, un verdadero y
riquísimo tesoro que llena el alma de bienes infinitos; y, según
opinión de muchos y muy respetados autores, -entre otros el P.
RODRÍGUEZ, en su obra De la perfección cristiana-, la Comunión
espiritual es tan útil, que puede causar las mismas gracias y aun
mayores que la Comunión sacramental. En efecto, aunque la recepción
real de la Sagrada Eucaristía produzca por su naturaleza más fruto,
puesto que, siendo sacramento, obra por su propia virtud; puede no
obstante suceder que un alma deseosa de su perfección haga la
Comunión espiritual tan humildemente, con tanto amor y devoción,
que merezca más a los ojos de Dios que otro comulgando
sacramentalmente, pero con menor preparación y fervor. Se conoce
cuánto agrada a Jesucristo esta Comunión espiritual, en que muy
frecuentemente se ha dignado escuchar -por medio de patentes
milagros-, los piadosos suspiros de sus servidores, unas veces
dándoles por sus propias manos la Comunión sacramental, como a
Santa Clara de Montefalco, a Santa Catalina de Sena y a Santa
Ludovina; otras por manos de los Ángeles, como a mi Seráfico Doctor
San Buenaventura, y a los obispos Honorato y Fermín, y alguna vez
también por el ministerio de la augusta Madre de Dios, que por su
misma mano dio la Sagrada Comunión al Beato Silvestre. Rasgos tan
tiernos por parte de Dios no deben asombrarte, si consideras que la
Comunión espiritual inflama las almas en el fuego de un santo amor,
las une a Dios y las dispone a recibir las más señaladas gracias.
¿Y será posible que tantas utilidades no te causen alguna impresión
y continúes siempre en tu indiferencia e insensibilidad? ¿Qué
excusa podrás alegar desde ahora para descuidar todavía una
práctica tan útil y tan santa? Resuélvete, pues, de una vez a
servirte de ella frecuentemente, advirtiendo que la Comunión
espiritual tiene sobre la sacramental la ventaja de que ésta no
puede recibirse más que una vez al día, mientras que aquélla se
puede renovar, no solamente en todas las Misas a que asistas, sino
también en todas las horas del día; de mañana y tarde, por el día
y por la noche, en la iglesia y en tu aposento, sin que para esto
necesites el permiso de tu confesor; en una palabra, cuantas veces
practiques lo que acabo de prescribirte, otras tantas harás la
Comunión espiritual, y enriquecerás tu alma de gracias, de méritos
y de toda clase de bienes.
Tal es el objeto de este opúsculo: inspirar a cuantos lo lean un santo deseo de introducir en el mundo católico la piadosa costumbre de oír todos los días la Santa Misa con una sólida piedad y verdadera devoción, haciendo en ella siempre la Comunión espiritual.
¡Ah, qué dicha si pudiera conseguirse! Entonces se vería reflorecer en todo el mundo aquel fervor tan admirable de los felices siglos de la primitiva Iglesia en que los cristianos recibían diariamente la Divina Eucaristía asistiendo al Santo Sacrificio. Si no eres digno de recibir a Dios tan a menudo, procura a lo menos oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual. Si yo lograse persuadirte de esta piadosa práctica, creería haber ganado todo el mundo, y tendría la dulce satisfacción de haber empleado bien el tiempo y mis trabajos. Y a fin de echar por tierra todas las excusas que acostumbran alegar los que pretenden dispensarse de asistir a la Misa, pondré en el capítulo siguiente varios ejemplos adaptados a toda clase de personas, para que todos comprendan que si se privan de un tan gran tesoro, esto nace, o bien de su negligencia, o bien de su tibieza y repugnancia a todas las obras de piedad, por cuyas causas les esperan amargos remordimientos para la hora de la muerte.
Tal es el objeto de este opúsculo: inspirar a cuantos lo lean un santo deseo de introducir en el mundo católico la piadosa costumbre de oír todos los días la Santa Misa con una sólida piedad y verdadera devoción, haciendo en ella siempre la Comunión espiritual.
¡Ah, qué dicha si pudiera conseguirse! Entonces se vería reflorecer en todo el mundo aquel fervor tan admirable de los felices siglos de la primitiva Iglesia en que los cristianos recibían diariamente la Divina Eucaristía asistiendo al Santo Sacrificio. Si no eres digno de recibir a Dios tan a menudo, procura a lo menos oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual. Si yo lograse persuadirte de esta piadosa práctica, creería haber ganado todo el mundo, y tendría la dulce satisfacción de haber empleado bien el tiempo y mis trabajos. Y a fin de echar por tierra todas las excusas que acostumbran alegar los que pretenden dispensarse de asistir a la Misa, pondré en el capítulo siguiente varios ejemplos adaptados a toda clase de personas, para que todos comprendan que si se privan de un tan gran tesoro, esto nace, o bien de su negligencia, o bien de su tibieza y repugnancia a todas las obras de piedad, por cuyas causas les esperan amargos remordimientos para la hora de la muerte.
CAPÍTULO III
EJEMPLOS OPORTUNOS PARA INCLINAR A LAS PERSONAS DE TODOS LOS ESTADOS Y CONDICIONES A OÍR TODOS LOS DÍAS LA SANTA MISA
Los que no tienen deseo de asistir a la Misa
alegan siempre una multitud de excusas, creyendo justificar así
su falta de devoción. Los verás totalmente ocupados y llenos
de afán por los intereses materiales; nada les importan los trabajos
y fatigas si se trata de acrecentar su fortuna, mientras que para la
Santa Misa, que es el negocio por excelencia, sólo encontrarás
frialdad e indiferencia. Alegan mil pretextos frívolos, ocupaciones
graves, indisposiciones, asuntos de familia, falta de tiempo, en una
palabra, si la Iglesia no los obligase bajo pena de culpa grave a oír
Misa los domingos y días de fiesta, Dios sabe si pondrían jamás
los pies en un altar. ¡Ah! ¡Qué vergüenza! ¡Qué tiempos tan
calamitosos los nuestros! ¡Qué desgraciados somos! ¡Cuánto hemos
decaído del fervor de los primeros fieles que, como ya dije,
asistían todos los días al Santo Sacrificio y se alimentaban
allí del Pan de los Ángeles por medio de la Comunión sacra-mental!
Y no es que les faltasen negocios, ni ocupaciones; sin embargo, la
Misa, lejos de servirles de molestia, era a sus ojos un medio eficaz
de que prosperasen a la vez sus intereses temporales y espirituales.
¡Mundo ciego! ¿Cuándo abrirás los ojos para
reconocer un error tan manifiesto? Cristianos, despertad por fin de
vuestro letargo, y que vuestra devoción más dulce y
predilecta sea oír todos los días la Santa Misa, y hacer en
ella la Comunión espiritual. Para que tú, cristiano lector, formes
esta resolución, no encuentro otro medio más eficaz que el del
ejemplo; porque es un hecho que salta a la vista, que todos somos
gobernados por él. Todo lo que vemos hacer a otros, nos es fácil y
cómodo. "Y ¿por qué no podrás hacer tú lo que éstos y
aquéllos?". Éste era el reproche que SAN AGUSTÍN se
dirigía a sí mismo antes de su conversión. Voy, pues, a
citarte algunos, siguiendo las diferentes categorías de personas, y
de esta manera abrigo la esperanza de ganar tu corazón.
§ 1. Ejemplos de varios príncipes, reyes y
emperadores
Los ejemplos de los grandes del mundo causan
ordinariamente más impresión que la piedad, aun extraordinaria, de
los simples particulares, lo cual confirma la verdad de aquel axioma
tan conocido: "El pueblo sigue el ejemplo de su rey": Regis
ad exemplum totus componitur orbis. Bien
podría citar aquí un considerable número de aquellos personajes,
a fin de animarte a imitarlos y a oír todos los días la Santa Misa;
mas para no exceder los justos límites, me contentaré con indicar
algunos.
El gran CONSTANTINO asistía todos los días al
Santo Sacrificio en su palacio; pero esto no bastaba a satisfacer su
piedad, pues cuando marchaba a la cabeza de sus ejércitos y hasta en
los campos de batalla, llevaba con-sigo un altar portátil, no
dejando pasar un solo día sin ordenar que se celebrasen los divinos
misterios, a lo cual debió las señala-das victorias que obtuvo
sobre sus enemigos. LOTARIO,
emperador de Alemania, observó
constantemente la misma piadosa práctica: en la paz como en la
guerra, quiso oír hasta tres Misas diarias. El piadoso rey de
Inglaterra ENRIQUE III, hacía lo mismo con edificación de
toda su Corte; y su devoción fue recompensada por Dios, aun
temporalmente, concediéndole un reinado de cincuenta y seis años20.
Mas para conocer bien la piedad de los monarcas
ingleses y su asistencia continua al santo sacrificio de la Misa, no
es preciso recurrir a los siglos pasados: basta fijar la
consideración en aquella grande alma, cuya muerte todavía llora la
ciudad de Roma; me refiero a la piadosa reina MARíA CLEMENTINA. Esta
princesa, según ella misma tuvo la bondad de confiármelo
muchas veces, tenía sus principales delicias en oír la Santa Misa,
así que lo hacía diariamente y en el mayor número posible.
Asistía a ellas de rodillas, sin almohadillas para las rodillas, sin
apoyo alguno, inmóvil, cual una verdadera estatua de la piedad.
Una asistencia tan fervorosa al Sacrificio inflamó de tal manera su
corazón en el fuego de amor a Jesús, que todos los días quería
hallarse presente a tres o cuatro reservas del Santísimo Sacramento,
que se celebraban en distintas iglesias, haciendo ir al galope sus
caballos por las calles de Roma, para llegar oportunamente a todos
los templos. ¡Ah! ¡Qué torrentes de lágrimas vertía esta
virtuosa señora para conseguir saciar el hambre que tenía del Pan
de los Ángeles! Hambre tan devoradora que la hacía padecer
noche y día, y era que su corazón sentíase constantemente
transportado al objeto de su amor. Sin embargo, Dios permitió que
sus apremiantes súplicas no fuesen siempre escuchadas; y lo
permitió a fin de hacer más heroico el amor de su sierva, o más
bien para hacerla mártir del amor, pues, a mi juicio, esto fue lo
que abrevió los días de su vida, de lo cual es una prueba evidente
la carta que me escribió estando ya moribunda. Lo que hay de
cierto es, que si se vio privada de la frecuente Comunión
sacra-mental, no por eso perdió el mérito; porque aquellos
dulcísimos deliquios del amor que no podía experimentar comulgando
sacra-mentalmente, se los proporcionaba la Comunión espiritual
que renovaba, no sólo siempre que asistía a la Santa Misa,
sino también muchísimas veces al día, y con un gozo interior
inexplicable, siguiendo con exactitud el plan trazado en el capítulo
anterior.
Ahora yo pregunto: este ejemplo tan sublime y
edificante, del que puedo asegurar haber sido testigo de vista,
puesto que ha pasado en mi presencia, y que en nuestros días ha sido
en Roma objeto de admiración, ¿no bastará para cerrar la boca de
los que alegan tantas y tantas dificultades para dispensarse de
oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión
espiritual? Pero todavía no me satisface que procures imitar a esa
virtuosa reina en su ardiente deseo de unirse a Jesucristo; yo
quisiera que la imitases también en el celo con que trabajaba
con sus propias manos para proveer de vestiduras sagradas a las
iglesias pobres: ejemplo que siguieron en Roma muchas señoras
distinguidas, que se recreaban en una ocupación tan piadosa,
como útil y modesta. Conozco fuera de Roma una gran princesa,
tan célebre por su piedad como por su esclarecido nacimiento,
que oye todos los días varias Misas y tiene a sus doncellas
frecuente-mente ocupadas en trabajos de mano para el servicio de los
altares, hasta el punto de entregar cajones de corporales,
purificadores y otros ornamentos, bien a misioneros, bien a
predicadores, para que éstos los distribuyan a las iglesias, a
fin de que el Divino Sacrificio se celebre en todas partes con
la decencia y pompa convenientes.
Séame permitido exclamar ahora: ¡Oh poderosos
del mundo! Ved ahí el medio seguro de conquistar el cielo. Y
vosotros, ¿qué hacéis? Decídmelo por favor: ¿qué hacéis? ¿Cómo
no abrís vuestras manos para distribuir abundantes limosnas a
favor de tantas iglesias tan necesitadas? No digáis que carecéis
de recursos, que vuestras propiedades producen poco, y que otras
necesidades más apremiantes absorben vuestras rentas; por-que en
este caso yo os facilitaría el medio de proporcionar recursos a los
altares sin perjudicar a las exigencias de vuestro estado. Vedlo ahí:
es muy fácil y lo tenéis a mano; un caballo menos en vuestras
caballerizas, un lacayo menos a vuestro servicio, cualquier otra
superfluidad menos; y de este modo podéis hacer economías
suficientes para socorrer las necesidades de muchas iglesias
sumamente pobres. Y ¡qué de bendiciones atraería sobre el Estado y
sobre vosotros mismos una conducta tan edificante! Convócanse
asambleas, reúnense congresos, fórmanse conferencias, consejos
de guerra para la seguridad de las provincias, juntas de notables
para deliberar sobre los medios de aumentar la prosperidad y riqueza
pública, y de alejar los peligros que pudieran impedirla, y es
muy frecuente no conseguirlo. Pues bien, una buena idea, un medio
sugerido con oportunidad bastaría para allanar estas
dificultades y asegurar de una vez la tranquilidad del reino. Pero,
¿y de dónde nos vendrá este feliz pensamiento? —De Dios, sabedlo
bien, de Dios. — ¿Y cuál es el medio más eficaz para
conseguirlo? —La Santa Misa. óyela, pues, querido lector, con la
frecuencia posible, y haz que se celebre a menudo por tu intención:
cuida de proveer a las iglesias de vasos sagrados y ornamentos
convenientes, y verás entonces los efectos de una providencia
especial, que asegurará tus posesiones, y que te hará dichoso en el
tiempo y en la eternidad.
Concluiré este párrafo con un ejemplo de SAN
WENCESLAO21,
rey de Bohemia, a quien deberías
imitar, si no en todo, a lo menos en parte. Este Santo Rey no se
contentaba con asistir diariamente a varias Misas, arrodillado sobre
el pavimento desnudo, y ayudando a veces al sacerdote con más
humildad y modestia que un joven de prima tonsura. El piadoso monarca
se empleaba además en adornar los altares con las joyas más ricas
de su corona y con las ropas más preciosas de su palacio.
Acostumbraba también a preparar con sus propias manos las
hostias destinadas al Santo Sacrificio; y el grano que servía para
confeccionarlas era recogido por el mismo Santo Rey. Veíasele, sin
temor de rebajar la dignidad real, trabajar la tierra, sembrar el
trigo y recoger la cosecha; después de lo cual él mismo molía
el grano y cernía la harina, con cuya flor amasaba las hostias y las
presentaba humildemente a los sacerdotes. ¡Oh manos dignas de
empuñar el cetro de todo el mundo! Pero ¿qué utilidades le reportó
una devoción tan tierna? Dios permitió que el emperador Otón
distinguiese a este Santa Rey con una benevolencia sin igual, de la
que le dio una brillante prueba concediéndole la gracia de unir a su
escudo de armas todos los blasones del Imperio: favor que no se había
concedido a ningún príncipe. Pero Dios, que se dignó recompensar
en este mundo la devoción de Wenceslao al santo sacrificio de la
Misa, le preparó en el cielo una recompensa mucho más magnífica,
cuando, después de un glorioso martirio, fue elevado de un reino
temporal a un trono eterno de la gloria. Reflexiona sobre estos
grandes ejemplos, y toma una resolución generosa.
§ 2. Ejemplos de grandes damas y señoras del
mundo
Hay señoras que parece quieren convertir la
iglesia en un teatro para su vanidad. Al entrar en ella atraen las
miradas de todos con su brillante y acicalado traje. ¡Plegue a Dios
que no usurpen o no estorben las adoraciones que debieran
dirigirse hacia el altar! Como entre esta clase de personas se
encuentran muchas bastante asiduas en la asistencia a los
Oficios divinos, no nos detendremos tanto en exhortarlas a frecuentar
el lugar santo, como en enseñarles la modestia y el
respeto con que es preciso portarse en la
casa de Dios, particularmente durante la celebración del Santo
Sacrificio. En efecto, tan edificado como estoy de la conducta de un
gran número de matronas romanas, y de las más distinguidas, que se
presentan delante de nuestros altares con un exterior suma-mente
sencillo, sin pompa alguna y sin adornos; tanto me escandaliza
ver otras vanidosas, que con su ridículo peinado y su vestido
de teatro tienen la necia pretensión de pasar por diosas en las
iglesias. A fin de inspirar a estas desgraciadas un saludable y santo
temor a nuestros tremendos misterios, voy a referir el siguiente
ejemplo que se lee en la vida de la BEATA IVETA DE HUY, en el
territorio de Lieja (Bolland, vita
B. Ivetae). Oyen-do Misa esta santa
viuda el día de Navidad, Dios le hizo ver un espectáculo espantoso.
Estaba a su lado una persona distinguida que parecía tener los ojos
fijos en el altar, pero no era con el objeto de prestar atención
al Santo Sacrificio, o de adorar al Santísimo Sacramento que se
disponía a recibir, sino que estaba la infeliz entretenida en
satisfacer una pasión impura que había concebido por uno
de los cantores que se hallaba en el coro, y cuando la desgraciada se
levantó para acercarse a la Sagrada Mesa, la Bienaventurada
Iveta vio una turba de demonios saltando y bailando alrededor de
aquella mujer: unos le levantaban su vestido, otros le daban el
brazo, y todos parecían emplearse con diligencia en servirla,
aplaudiendo a la vez su acto sacrílego. Rodeada de este
infernal cortejo fue a arrodillarse ante el altar de la Comunión:
bajó el sacerdote, llevando en su mano la Sagrada Hostia, y la
depositó sobre la lengua de aquella infeliz mujer; pero en el mismo
instante la Santa viuda vio a Nuestro Señor volar al cielo, por no
habitar en un alma que era guarida de los espíritus impuros. Con
esta inmodestia sacrílega había atraído los demonios y
ahuyentado al Divino Salvador, según la infalible sentencia del
Espíritu Santo: La sabiduría encarnada no entrará en un alma
depravada, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado. "In
malevolam animam non introibit sapientia, nec habitabit in
corpore subdito peccatis". (Sab.
1, 4).
Quizás me dirás, al leer estas páginas, que tú no eres del número
de las personas que no guardan moderación ni decencia. Me complazco
en creerlo, digo más, ni aun lo dudo; pero cuando se nota que vas a
la iglesia adornada y perfumada como para un baile, y vestida
con tan poca modestia, ¿no hay derecho para dirigirte una censura
severa? ¡Qué dolor! En verdad que así se hace de la casa de
Dios una cueva de ladrones, puesto que, distrayendo a todo el
mundo, se roba a Jesucristo el honor y atención que le son
debidos.
Entra, pues, dentro de tu corazón, y toma la
firme resolución de imitar a SANTA ISABEL DE HUNGRÍA22.
Esta santa reina tenía el mayor
anhelo por oír Misa, pero cuando llegaba el momento de asistir al
Santo Sacrificio, dejaba su corona, quitaba las sortijas de sus
dedos, y despojada de todo adorno, se conservaba en presencia de
los altares cubierta con un velo y en actitud tan modesta, que jamás
se la vio dirigir sus miradas a derecha ni izquierda. Esta sencillez
y esta modestia agradaron tanto a Dios, que quiso manifestar su
contento por medio de un brillante y ruidoso prodigio. Al tiempo de
celebrarse la Misa, la Santa se vio rodeada de una luz tan
resplandeciente, que los ojos de los demás asistentes quedaron
deslumbrados: parecía un ángel bajado del cielo. Aprovéchate
de tan bello ejemplo; y si lo haces, está segura de que así
agradecerás a Dios y a los hombres, y de que tus sacrificios te
acarrearán inmensas utilidades en esta vida y en la otra.
§ 3. Ejemplos
de mujeres de humilde condición
En la primera instrucción se ha demostrado
de una manera incontestable que la Santa Misa es de grandísima
utilidad para toda clase de personas. Sin embargo, no es
oportuno que mujeres de cierta condición, y a causa de los deberes
que tienen que cumplir, asistan a ella todos los días de la
semana. Si criáis niños, o si por un motivo de caridad o de
justicia cuidáis enfermos; en fin, si un marido díscolo os prohíbe
salir, no tenéis motivo para inquietaron y mucho menos para
desobedecer; porque, aun cuando la asistencia a la Misa sea la
cosa más santa y provechosa, sin embargo la obediencia y la
mortificación de la propia voluntad siempre son preferibles.
Para vuestro consuelo añadiré que obedeciendo dobláis vuestros
méritos, en atención a que Dios, en este caso, no sólo
recompensará vuestra obediencia, sino que además tomará en cuenta
la buena voluntad que tenéis de asistir a la Misa, como si en
realidad la hubieseis oído. Por el contrario, desobedeciendo,
perderíais uno y otro mérito, demostrando con vuestra conducta
que preferís satisfacer los deseos de vuestra propia voluntad a
cumplir con la de Dios, de la cual se nos dice expresamente en las
Santas Escrituras que "la obediencia es mejor que los
sacrificios", es decir, que prefiere una su-misión humilde a
todas las Misas que no sean de precepto.
¿Y qué sería si, después de ir a la Santa
Misa, volvieseis con las manos vacías, efecto de vuestra
charlatanería, de vuestra curiosidad y distracciones
voluntarias? Escuchad el caso que voy a referir. Una buena mujer que
habitaba en un pueblito a cierta distancia de la iglesia,
resolvió y prometió a Dios oír un gran número de Misas durante un
año, a fin de alcanzar una gracia que deseaba vivamente. Por esta
razón, en el momento en que sonaba la campana de una ermita,
interrumpía de repente sus ocupaciones, y se dirigía con
prontitud a la iglesia a pesar de la lluvia, de la nieve y de todas
las intemperies de la estación. Cuando volvía a su casa
procuraba apuntar las Misas oídas, con el fin de tener la seguridad
de que era puntual en el cumplimiento de su promesa, a cuyo
efecto colocaba por cada Misa un haba en una cajita que cerraba con
todo cuidado. Pasado el año, y no abrigando la menor duda de haber
satisfecho con exceso lo que había prometido, alcanzado muchos
méritos y proporcionado mucha gloria a Dios Nuestro Señor,
abrió su caja: pero ¡cuál sería su sorpresa al encontrar una sola
haba, de tantas como había depositado! En vista de tan esperado
suceso, entregóse a una profunda pena, y vertiendo lágrimas, fue a
quejarse a Dios con las siguientes palabras: ¡Oh Señor! ¿Cómo es
posible que de tantas Misas como he oído sólo encuentre la señal
de una? Yo jamás he faltado a ella, a pesar de los obstáculos de
toda clase, a pesar de la lluvia, del hielo y del calor. . . ¿Cómo,
pues, ¡Dios mío! me explico este suceso? Entonces el Señor le
inspiró el pensamiento de que fuese a consultar a un sabio y
virtuoso sacerdote. Preguntóle éste por las disposiciones con que
acostumbraba dirigirse a la iglesia y por la devoción con que
asistía al Santo Sacrificio. A esta pregunta contestó la pobre
mujer, diciendo con toda verdad, que durante el tiempo que
empleaba en ir de casa a la iglesia, no se ocupaba más que en
negocios y baga-telas; y que mientras se celebraba la Santa Misa,
estaba constantemente preocupada con los cuidados de la casa, o con
los trabajos del campo y aún charlando con otras. He aquí, le dijo
el sacerdote, la causa de que se hayan perdido todas estas Misas: los
discursos inútiles e impertinentes, la disipación y las
distracciones voluntarias os quitaron todo el mérito. El demonio se
aprovechó de esto, y vuestro Ángel bueno llevó todas las habas que
servían de señales, para daros a entender que el fruto de las
buenas obras se pierde cuando no se practican bien. Por
consiguiente, dad gracias a Dios porque a lo menos hay una que
fue oída con gran provecho vuestro.
Ahora entra dentro de ti mismo y di: De tantas
Misas como he oído en el curso de mi vida, ¿cuántas habrá que
Dios haya tomado en cuenta? ¿Qué te dice la conciencia? Si te
parece que serán pocas las que hayan sido favorablemente recibidas
del Señor, observa otro método en lo sucesivo. Y a fin de que
jamás seas del número de aquellas desgraciadas que sirven de
ministros al demonio, aun en las iglesias, para arrastrar almas
al infierno, escucha el ejemplo siguiente, muy a propósito para
hacerte temblar.
Se lee, en el Sermonario llamado Dormisicuro, que
una mujer reducida a extrema necesidad andaba errante cierto día por
lugares solitarios, y tentada de la desesperación, cuando
de repente se le apareció el demonio y le ofreció cuantiosas
riquezas, con tal que ella quisiera ocuparse en distraer a los fieles
durante la Misa, entreteniéndolos con discursos inútiles. La
infeliz aceptó esta proposición, según ella dijo; y habiendo
comenzado a ejercer su oficio diabólico, lo desempeñó
tan maravillosamente, que a cualquiera persona que estuviese cerca de
ella le era imposible prestar atención a los Oficios divinos, ni oír
devotamente la Santa Misa. Pero no pasó mucho tiempo sin que aquella
mujer desgraciada se viese herida por la mano de Dios. En una
mañana de violenta tempestad un rayo cayó sobre ella sola y la
redujo a cenizas. Aprende por cuenta ajena y evita en todo
lugar, y especialmente en la iglesia, el estar al lado de aquéllos
que con sus chanzas, con sus conversaciones impertinentes y con
sus irreverencias de toda clase, se convierten en instrumentos del
demonio: de otra manera te expondrías a incurrir como ellos en
el desagrado de Dios.
§ 4. Ejemplos
de negociantes y artesanos
El dinero es el ídolo de nuestros días. ¡Ah!
¡Cuántos desgraciados están constantemente prosternados ante esta
falsa deidad, a la que únicamente rinden culto! Ellos llegan a
olvidar al Creador del cielo y de la tierra, y por consiguiente
se precipitan en un abismo de males aun temporales, mientras que el
Real Profeta nos asegura que los que buscan a Dios ante todo, estarán
al abrigo de los infortunios y serán colmados de bienes:
"Inquirentes autem Dominum non
minuentur omni bono"23.
Esta sentencia se verifica
especialmente, en favor de aquéllos que pro-curan prepararse
para el trabajo y demás ocupaciones del día, con la asistencia al
santo sacrificio de la Misa. La prueba de esta verdad nos la
suministra el siguiente caso notable, ocurrido a tres negociantes de
Gubbio, en Italia.
Habíanse dirigido los tres a una feria que se
celebraba en la villa de Cisterno, y después de haber arreglado
sus compras, trataron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos
fueron de parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano,
a fin de llegar a sus casas antes de anochecer; empero el
tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún
modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa.
También exhortó a sus compañeros a que tomasen la misma resolución
para volver juntos como habían ido, añadiendo que, después de
haber cumplido este precepto y tomado un buen desayuno,
viajarían más contentos; y por último dijo: que si no era
posible llegar a Gubbio antes de anochecer, no faltarían
mesones en el camino. Los compañeros rehusaron conformarse con
un dictamen tan sabio y provechoso, y queriendo a toda costa
llegar a su casa el mismo día, respondieron: que si por esta vez
dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así,
pues, el domingo al rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia,
montaron a caballo y emprendieron el viaje a su pueblo. Bien
pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída
durante la noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal
punto, que la corriente, azotando con violencia el puente de madera,
lo había sacudido fuertemente. Sin embargo, los jinetes
subieron, pero apenas dieron los primeros pasos cuando la
impetuosidad de las aguas arrastró el puente con los caballeros, y
los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los
aldeanos, y con el auxilio de ganchos consiguieron sacar los
cadáveres de aquellos desgraciados que acababan de perder
su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a orillas
del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa
sepultura. Durante este tiempo el tercer negociante, que se
había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa, cumplido este
deber había emprendido alegremente su viaje. No tardó mucho en
llegar al sitio de la catástrofe, quedando aturdido a la
vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a mirarlos, reconoció
a sus compañeros de la víspera. Oyó, vivamente conmovido,
la relación de la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y
levantando sus manos al cielo, dio gracias a la Bondad in-finita por
haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil
y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de
sus deberes religiosos, atribuyendo su conservación al santo
sacrificio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo extendió
en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los
corazones un vivísimo deseo de asistir todos los días a la Santa
Misa.
¡Maldita avaricia! muy necesario es que lo diga: ¡maldita avaricia!
Tú eres la que apartas los corazones de Dios, y les quitas, por
decirlo así, la libertad de ocuparse del importantísimo
negocio de su salvación.
Con el fin, pues, de que todos los que están
expuestos a este vicio comprendan bien en qué consiste, voy a
explicarlo por medio de una comparación tomada de la Sagrada
Escritura. Sansón, como sabéis, dejóse atar al principio con
nervios de buey; después con gruesas cuerdas nuevas, que todavía no
habían prestado servicio alguno; y las rompió como se rompe un
hilo. Pero al fin, vencido por las importunas molestias de Dalila, su
mujer, le descubrió que el secreto de sus fuerzas estaba en sus
cabellos: de suerte que habiéndole rasurado la cabeza se convirtió
en un hombre débil como los demás, y cayó en poder de los
filisteos que le arrancaron los ojos, y lo condenaron a hacer
dar vueltas a la rueda de un molino. Ahora pregunto: ¿En qué
estuvo la falla de Sansón? ¿En dejarse atar de tantas maneras? No;
porque él sabía muy bien que todas las liga-duras cederían a sus
esfuerzos como un delgado hilo. La gran falta que tuvo fue el
re-velar el verdadero secreto de su fuerza y dejarse cortar los
cabellos, sin los cuales Sansón no fue ya Sansón. Del mismo
modo, digo, supuesto que un negociante, un industrial, se deje
aprisionar por miles de ocupaciones, en el tráfico, en la
industria y en empresas de toda clase: ¿es esto en lo que consiste
el vicio funesto de la avaricia? No: el vicio consiste en dejarse
cortar los cabellos. Me explicaré: Tal negociante está
abrumado de asuntos, y, sin embargo, por la mañana temprano, al
oír tocar a Misa, se dice a sí mismo: tregua a los cuidados, la
Misa antes que todo. Ved aquí un Sansón que está atado, si se
quiere, con muchas cuerdas, pero que no está rasurado. Otro está
sujeto por más de siete lazos, por ejemplo: expediciones que hacer,
jornaleros que pagar, cartas que escribir, cuentas que arreglar,
deudas que satisfacer, créditos que cobrar: ¡ah! ¡qué de
ligaduras y qué laberinto! Sin embargo, llega el domingo o un
día de fiesta y este hombre se desentiende de todos estos embarazos
y se dirige a la iglesia para oír la Santa Misa y practicar sus
devociones: ved ahí todavía un Sansón que está muy atado, pero
que conserva su cabellera, porque en medio de sus numerosos
negocios no pierde de vista el importantísimo de su eternidad.
Pero (fijad bien la atención en este pero),
cuando estáis fuertemente ligados con
mil lazos de intereses temporales, y no tenéis bastante fuerza
para romperlos, esto es, para desembarazaros de cuan-do en
cuando, y acercaros con regularidad de cristianos a los Santos
Sacramentos, y a oír la Santa Misa, desde entonces ¡ay! no sois más
que unos infelices Sansones ligados y rasurados a la vez. Vuestros
títulos y rentas quizás sean legítimos; pero no lo es
seguramente ese furor por adquirir que absorbe toda vuestra
atención: ésa es una avaricia cruel que os tratará como a Sansón,
es decir: que, como él, seréis envueltos en las ruinas de
vuestras casas. Y entonces esos tesoros que amontonáis, ¿para
quién serán? "Quae autem parasti,
cuius erunt?"24.
Pero no olvidemos, querido lector, que estos
avaros jamás se rendirán, a menos que se les tome por su lado
débil. Pues bien, les diré: ¿Qué es lo que pretendéis?
¿Enriqueceros, ganar dinero y redondear vuestra fortuna?
¿Y sabéis cuál es el medio más seguro y eficaz de conseguirlo?
Vedlo aquí: asistid todos los días a la Santa Misa. El ejemplo
siguiente debe convenceros de esta verdad. Había dos artesanos que
ejercían el mismo oficio: uno de ellos estaba cargado de familia,
pues tenía mujer, hijos y aún sobrinos que alimentar, y no en
corto número; el otro vivía solo con su mujer. El primero criaba su
familia con bastante desahogo, y todo le salía maravillosamente:
tenía un almacén muy acreditado, trabajo cuanto pudiera
desear, y negocios bastante lucrativos para hacer cada año algunas
economías des-tinadas a la dote de sus hijas, cuando llegasen a
la edad de casarse. El otro artesano, aunque solo, estaba sin trabajo
y muerto de hambre. Acercóse un día a su vecino y le dijo en
confianza: "¿Cómo haces y qué conducta es la tuya para
vivir tan cómodamente y aumentar tus intereses? Diríase que Dios
hace llover en tu casa todos los bienes en abundancia, mientras que
yo, infeliz, no puedo levantar la cabeza, y todas las desgracias
me oprimen. —Yo te lo explicaré bien, le respondió su amigo:
mañana por la mañana pasaré por tu casa, y te enseñaré el lugar
donde voy a negociar mi buena fortuna". A la mañana siguiente
fue a buscarlo y lo condujo a la iglesia para oír la Santa Misa,
después de lo cual lo acompañó a su taller: hizo lo mismo el
segundo y tercer día, y al cuarto le dijo el otro: "Si no hay
más que hacer que ir a la iglesia y asistir al Santo Sacrificio, yo
sé perfectamente el camino; por consiguiente no es necesario que te
molestes más. —Esto es precisamente, le contestó el primero:
asiste todos los días a la Santa Misa, y verás cómo la fortuna te
sonríe". Así sucedió efectivamente. Desde el momento en que
abrazó esta práctica tan piadosa, se vio muy surtido de trabajo,
pagó sus deudas en poco tiempo, y puso su casa en buen pie. (Surio,
en la Vida de S. Juan el Limosnero).
Creéis al Evangelio, ¿no es así? Pues bien: si
creéis en él, no podéis dudar de esta verdad. ¿No dice
terminantemente: "Quaerite primum
regnum Dei (Mt. 6,33): Buscad primero
el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura"?
Procurad hacer la prueba, a lo menos durante un año. A la Misa todas
las mañanas; y si vuestros negocios no tienen mejor éxito, os
permito quejaros de mí. Pero no sucederá así segura-mente,
antes por el contrario, tendréis motivos poderosos para darme
gracias.
§ 5.
Ejemplos de jornaleros y sirvientes
El apóstol SAN PABLO dice que el cristiano que no
tiene cuidado de los suyos, y especialmente de los domésticos,
es peor que un infiel. Esta solicitud que se les debe, entiéndese
no sólo en cuanto al cuerpo, sino y mucho más en cuanto al
alma. Por consiguiente, si el Apóstol tenía por crueldad el
que se les dejase carecer de lo necesario para la vida corporal,
mucho mayor lo será privarlos del alimento espiritual,
principalmente prohibiéndoles asistir todos los días a la
Santa Misa. No hay un señor, por rico y poderoso que sea, que sepa
comprender la pérdida que le ocasiona tal privación. Cuando Dios
estableció alianza con Abrahán, le ordenó que no solamente se
circuncidase, sino que obligase a hacer lo mismo a todos sus
servidores y esclavos: prueba evidente de que todo buen cristiano no
debe contentarse con servir a Dios por sí mismo, especialmente con
la asistencia al Santo Sacrificio, sino que debe procurar que
todos sus criados, que toda su casa, le sirva igualmente.
SAN ELEÁZARO, conde de Ariani, practicó perfectamente esta santa
economía espiritual. En un reglamento que había formado para su
palacio, ordenaba en primer lugar que todos oyesen diariamente la
Santa Misa; domésticos y sirvientes, mozos y empleados, a todos
quería verlos asistiendo al adorable Sacrificio del altar. Esta
piadosa costumbre es seguida por un gran número de señores, de
cardenales y prelados de Roma. Todos los días oyen o celebran la
Santa Misa, y quieren que todos sus dependientes y domésticos
asistan a ella, y no vayáis a creer que el tiempo que éstos emplean
en oír Misa es un tiempo perdido, no: es el tiempo que Dios tendrá
más en cuenta.
SAN ISIDRO25
era un pobre labrador; pero tenía sumo cuidado de no faltar a Misa.
Dios le hizo conocer cuán agradable le era su devoción por el
suceso siguiente. Un día que el Santo estaba trabajando en el campo,
oyó tocar a Misa en una iglesia inmediata; deja sus bueyes, y marcha
precipitadamente con objeto de asistir al Santo Sacrificio. Pero ¡oh
prodigio! mientras que San Isidro estaba en Misa, los Angeles se
ocuparon en continuar la labor de aquel devoto y piadoso
labrador. Es verdad que Dios no hará milagros tan patentes en
favor vuestro; sin embargo, ¿no tiene medios infinitos para
re-compensar vuestra piedad? Bien podéis comprenderlo por lo
que hizo con un pobre viñador, cuya historia es la siguiente:
Este virtuoso jornalero, que criaba su familia con el sudor de su
rostro, acostumbraba, antes de consagrarse al trabajo, asistir todos
los días al santo sacrificio de la Misa. Un día muy temprano
dirigióse al punto donde se reunían sus compañeros, esperando que
alguno viniese para alistarlos. En este tiempo oyó sonar la
campana, y al instante, según costumbre se dirigió a la iglesia
para rezar en ella sus oraciones. Después de la primera Misa salió
inmediatamente otra, que el piadoso jornalero oyó con la misma
devoción. Al volver a su puesto ya no encontró a ninguno de
sus compañeros: todos habían sido alistados y enviados al campo, y
los dueños también habían desaparecido. Aquel buen hombre volvíase
triste a su casa, cuando un rico propietario del lugar se apercibió
de ello; y al notar en su rostro su gran tristeza, se acercó a él y
le preguntó la causa. "Qué quiere usted, respondió el pobre
trabajador, esta mañana, por temor de perder la Misa, he perdido mi
jornal. —No te aflijas por eso, respondió el rico: vuelve a la
iglesia, oye una Misa más por mi intención, y esta tarde te pagaré
tu jornal". El pobre hombre fue a cumplir con lo que le ordenaba
su nuevo amo, y no solamente asistió a la Misa que se le había
prescrito, sino que además oyó todas las que se celebraron en aquel
día. Al caer de la tarde se presentó al rico para recoger su
jornal. En efecto, recibió doce sueldos, salario ordinario de un
jornalero de aquel país. Marchábase muy contento a su casa, cuando
vio venir hacia él un personaje desconocido (era Nuestro Señor
Jesucristo), y le preguntó cuánto le dieron por el trabajo de un
día tan bien empleado; y oyendo que sólo recibiera doce sueldos, le
dijo: "¿Tan poco ganaste por una obra tan meritoria? Vuelve a
casa de ese rico, y dile: que si no aumenta la retribución, sus
negocios irán muy mal". El jornalero desempeñó con humilde
sencillez el encargo que llevaba para el rico, quien le entregó
cinco sueldos más, enviándole en paz. Marchó el buen hombre muy
satisfecho con esta gratificación; pero el Divino Salvador no se
contentó con ella: viendo que el aumento no excediera de cinco
sueldos, le dijo: "Esto no es bastante todavía; vuelve a casa
de ese avaro, y hazle presente que si no se muestra generoso,
vendrá sobre él una terrible desgracia". El jornalero se
presenta nuevamente delante del rico con un temor respetuoso, y le
hizo a medias palabras aquella nueva demanda. Entonces el rico,
herido interiormente por la gracia del Señor, llevó su generosidad
hasta el punto de darle cien sueldos y un buen vestido nuevo.
Sin duda os admiraréis, y con razón, del modo con que la Divina
Providencia recompensó a este pobre viñador, de la piedad que
le movía a oír todos los días la Santa Misa; pero más admirable
es todavía la misericordia que Dios tuvo de este rico. A la
noche siguiente apareciósele el Salvador, y le reveló que,
gracias a las Misas oídas por aquel pobre, había sido preservado de
una muerte repentina, que en aquella misma noche lo hubiera
precipitado en el infierno. Al oír un aviso tan espantoso, se
levantó sobresaltado, y entrando en cuentas consigo mismo, comenzó
a detestar su mala vida; y se declaró muy devoto de la Santa Misa, a
la que asistió en adelante todos los días con bastante
regularidad. No se contentaba con oírla, sino que además hacía que
diariamente se celebrasen otras muchas en diferentes iglesias,
por cuyo medio alcanzó la gracia de pasar el resto de su vida en la
práctica constante de la virtud y la de una muerte preciosa a los
ojos del Señor. (Nicol Lac. trat. 6
dist. 10 de Misc., c. 200).
§ 6. Ejemplo formidable para los que no
aprecian el inmenso tesoro de la Santa Misa
Dos insignes doctores de la Iglesia, el Ángel de las Escuelas
Santo Tomás de Aquino y el Seráfico San Buenaventura, enseñan,
como se dijo en el capítulo primero, que el adorable sacrificio de
la Misa es de un precio infinito, tanto por razón de la Víctima,
como por la del sacerdote que la inmola. La Víctima ofrecida es
el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo; y el primer sacrificador, es el mismo Jesucristo.
¿De qué procede, pues, que tantos cristianos hacen tan poco caso de
este inestimable tesoro, prefiriendo a él un vil interés?
Hemos escrito este opúsculo con el fin de
instruir a todos los que quieran leerlo con atención, e inspirarles
la más sublime idea de este Divino Sacrificio. Si hasta hoy ¡oh
cristiano lector! fue para ti un tesoro escondido, ahora que ya
conoces su valor infinito, quisiera que tomases una resolución
eficaz de aprovecharte de él, asistiendo todos los días a la Santa
Misa. Para concluir de animarte a la práctica de una obra tan
piadosa y fecunda en resultados espirituales y aún temporales, voy a
referirte un ejemplo terrible que pondrá el sello a toda la
obra.
Eneas Silvio, que llegó a ser Papa con el nombre
de Pío II26,
cuenta que un gentil-hombre de los
más distinguidos de la provincia de
Istria, después de haber perdido la
mayor parte de su inmensa fortuna, se había retirado a una aldea
suya para vivir allí con más economía. Vióse al poco tiempo
ataca-do de una negra melancolía que no le dejaba un momento de
sosiego, persiguiéndolo hasta el punto de querer abandonarse a la
desesperación. En medio de luchas interiores tan horribles
recurrió a un piadoso confesor, quien, después de haberle oído sus
trabajos, le dio un excelente consejo: "No deje usted pasar, le
dijo, un solo día sin oír la Santa Misa, y no tenga usted ningún
temor". Este aviso agradó tanto al gentilhombre, que se
apresuró a ponerlo en ejecución, con el objeto de asegurar más
y más la facilidad de su cumplimiento, tomó un capellán para que
le dijese Misa todos los días en el castillo. Por un compromiso
inevitable, tuvo este sacerdote que ir muy temprano a una villa
poco distante, para ayudar a otro compañero que celebraba la primera
Misa. Nuestro piadoso caballero, no queriendo pasar un solo día
sin asistir al adorable Sacrificio, salió del castillo en dirección
a la villa con el fin de oír allí la Santa Misa. Como iba a un paso
muy acelerado, un aldeano que lo encontró en el camino le dijo:
"Que podía volverse a su casa, porque la Misa del nuevo
sacerdote había concluido y no se celebraba ninguna otra". Al
oír esta noticia se llenó de turbación, y empezando a lamentarse,
exclamó: ".Qué será de mí en este día, qué será de mí?
Quizá sea hoy el último de mi vida". Asombrado el aldeano de
verle tan afligido, le dijo: "No os desconsoléis, señor: con
mucho gusto os vendo la Misa que acabo de oír. Dadme la capa que
cubre vuestros hombros y os cedo la Misa, con todo el mérito
que por ella pude haber contraído delante de Dios". El
gentilhombre tomó la pa-labra del aldeano, y después de haberle
entregado muy gozoso su capa, continuó su viaje a la iglesia
para rezar allí sus oraciones. Al regresar al castillo y habiendo
llegado al sitio donde se había verificado el indigno cambio, vio al
infeliz aldeano colgado de una encina como Judas. Dios había
permitido que la tentación de ahorcarse, que tanto atormentaba
al gentilhombre, se apoderase de aquel desgraciado que, privado de
los auxilios que había alcanzado por medio de la Santa Misa, no tuvo
fuerzas para resistir. Horrorizado a vista de semejante espectáculo,
comprendió una vez más toda la eficacia del remedio que su confesor
le había dado, y se confirmó en la resolución de asistir todos los
días al Santo Sacrificio.
A propósito de este tremendo caso, quisiera
hacerte dos observaciones de altísima importancia. La primera
es concerniente a la monstruosa ignorancia de aquellos cristianos que
no apreciando debidamente las inmensas riquezas encerradas en el
Sacrificio del altar, llegan a tratarle como si fuera un objeto
de tráfico. De aquí proviene esa manera de hablar tan
inconveniente, que tienen ciertas personas, cuyo cinismo llega
al extremo de preguntar a un sacerdote: ¿Cuánto
me cuesta una Misa? ¿Quiere usted que se la pague hoy? ¡Pagar una
Misa! ¿Y en dónde encontraréis
capital equivalente al valor de una Misa, que vale más que el
paraíso? ¡Qué ignorancia tan insoportable! La moneda que dais al
sacerdote es para proveer a su subsistencia, pero no un pago de
la Santa Misa, que es un tesoro que no tiene precio.
Muy cierto es, amado lector, que en este opúsculo
te he exhortado constantemente a oír todos los días la Santa Misa,
y a que hicieses celebrarla con la mayor frecuencia posible.
Y quién sabe si con este motivo habrá tomado un pretexto el demonio
para soplar-te al oído esta maldita sospecha: "Los sacerdotes
presentan muy buenas y excelentes razones para inclinarnos a dar
limosnas destinadas a la celebración del Santo Sacrificio; sin
embargo, no es oro todo lo que reluce. Bajo una apariencia de celo,
ellos buscan su provecho, pues cuando se penetra en el fondo de
ciertas cosas, se comprende al fin que el interés es el único móvil
de todo lo que hacen y de todo lo que dicen". ¡Ah! si tal crees
te engañas miserablemente. En cuanto a mí, doy gracias a Dios por
haberme llamado a una Religión en donde se hace voto de
pobreza, la más estricta y rigurosa, y en donde no se recibe
estipendio de Misas. Aún cuando se nos ofrecieran cien escudos por
celebrar una sola vez el Santo Sacrificio, no los recibiríamos.
Nosotros, al decir Misa, nos conformamos siempre con la intención
que tuvo el mismo Jesucristo al ofrecerse al Eterno Padre en
sacrificio, sobre el altar sangriento del Calvario. Por consiguiente,
si alguno puede hablar con toda claridad y sin temor de que se
atribuyan miras interesadas, soy yo que no pienso ni puedo pensar en
otra cosa que en el bien de todos. Por lo mismo vuelvo a repetir lo
que te dije al principio de este opúsculo: asiste
frecuentemente a la Santa Misa; a ello te conjuro en el nombre de
Dios; asiste muy frecuentemente y da limosnas para hacer que se
celebren en el mayor número posible, y de este modo amontonarás un
rico y precioso tesoro de méritos, que te será muy provechoso en
este mundo y en la eternidad.
La segunda observación que debo hacerte con
relación al ejemplo que acabas de leer, es acerca de la eficacia de
la Santa Misa para alcanzarnos todos los bienes y preservarnos de
todos los males, especialmente para avivar nuestra confianza en
Dios y darnos fuerzas con las cuales vencer todas las tentaciones.
Permíteme, pues, que te diga una vez más: ¡A Misa, por favor, a
Misa! si quieres triunfar de tus enemigos y ver al infierno humillado
a tus pies.
Antes de terminar este opúsculo, creo
conveniente decir algunas palabras acerca del ministro que ayuda
a Misa. En estos días desempeñan este oficio los niños o personas
sencillas, mientras que ni aún las testas coronadas serían
dignas de un honor tan singular. SAN BUENAVENTURA dice que el
ayudar a Misa es un ministerio angélico, puesto que los muchos
Ángeles que asisten al Santo Sacrificio sirven a Dios durante
la celebración de este augusto misterio. SANTA MATILDE Vio el alma
de un fraile lego más resplandeciente que el sol, porque había
tenido la devoción de ayudar a todas las Misas que podía. SANTO
Tomás DE AQUINO, brillante antorcha de las escuelas, no apreciaba
menos la dicha del que sirve al sacerdote en el altar, puesto que,
después de celebrar, nada deseaba tanto como ayudar a Misa. El
ilustre canciller de Inglaterra, TOMÁS MORO, tenía sus delicias en
el desempeño de tan santo ministerio. Habiéndole reprendido
cierto día uno de los grandes del reino, diciéndole que el Rey
vería con disgusto que se rebajase hasta el punto de convertirse en
monaguillo, Tomás Moro respondió: "No, no, al Rey mi señor no
pueden disgustarle los servicios que yo hago al que es Rey de
los reyes y Señor de los señores". ¡Qué motivo de confusión
para aquellos cristianos que, aun haciendo alguna vez profesión de
piedad, se hacen rogar para ayudar a Misa, mientras que debieran
disputar a otros este honor, que envidian los Ángeles del cielo!
Por otra parte, es preciso tener cuidado de que el que ayuda a Misa
sea capaz de cumplir con su ministerio de una manera conveniente.
Debe tener la vista mortificada y manifestar un exterior grave,
modesto y piadoso: debe pronunciar las palabras clara-mente, sin
apresurarse y a media voz; no en tono tan bajo que no le oiga el
sacerdote, ni tan alto que incomode a los que celebran en otros
altares. Por consiguiente, no deben ser admitidos ciertos niños
desvergonzados, que están burlándose unos de otros durante la Misa
y distraen al celebrante. Yo suplico al Señor se digne iluminar a
los hombres sabios, e inspirarles la resolución de ocupar-se en un
ministerio tan santo y meritorio. A las personas más distinguidas
corresponde dar el ejemplo.
Para concluir, sólo me resta dar un saludable
consejo que comprenda a seglares y sacerdotes. Dirigiéndome a los
primeros, les digo: Si queréis recoger frutos abundantísimos
del santo sacrificio de la Misa, asistid a ella con la mayor
devoción. Por todo este opúsculo he insistido más de una vez sobre
este punto; y ahora, al terminar, insisto todavía y con más
eficacia, si cabe. Asistid, pues, con devoción a la Santa Misa, y si
lo encontráis bueno, utilizad este librito, practicando
exactamente lo que se prescribe en el capítulo segundo. Haciéndolo
así, os aseguro pues tengo la experiencia por testigo) que bien
pronto experimentaréis en vuestro corazón un cambio muy
notable, y palparéis las inmensas utilidades que redundan en
beneficio de vuestra alma.
En cuanto a vosotros, sacerdotes del Señor
permitidme que, con mi frente pegada al polvo, os dirija una súplica.
Os ruego, por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo, que toméis
la firme y constante resolución de celebrar todos los días la Santa
Misa. Si en la primitiva Iglesia los mismos seglares no dejaban pasar
un solo día sin comulgar, ¿con cuánta mayor razón debemos creer,
que los sacerdotes celebraban diariamente? "Cada día ofrezco a
Dios el Cordero sin mancha", dijo SAN ANDRÉS APÓSTOL,
dirigiéndose al tirano. SAN CIPRIANO27
escribió en una carta las palabras
siguientes: "Nosotros, los sacerdotes, que celebramos y
ofrecemos a Dios todos los días el Santo Sacrificio". SAN
GREGORIO EL GRANDE refiere de Casiano, obispo de Narni, que
teniendo éste la piadosa costumbre de celebrar diariamente, Dios
Nuestro Señor encargó a uno de sus capellanes le dijese en su
nombre que se portaba muy bien, que su piedad le era muy agradable,
y que por ella recibiría una recompensa magnífica en el reino
de los cielos.
Por el contrario, ¿quién será capaz de comprender, ni menos
de expresar, el daño que causan a la Iglesia los sacerdotes que sin
impedimento legítimo y sólo por pura negligencia, omiten la
celebración del adorable Sacrificio? Y no crea el sacerdote indevoto
que pueda alegar como excusa, para no decir Misa, las muchas
ocupaciones de que está rodeado. El BEATO FERNANDO, arzobispo de
Granada y ministro del reino a la vez, estaba siempre ocupadísimo, y
sin embargo celebraba todos los días la Santa Misa. Advertido
en cierta ocasión por el cardenal Toledo de que la Corte murmuraba
porque, a pesar de verse abrumado de tantos negocios, no quería
privarse de celebrar un solo día, el Siervo de Dios le respondió:
"Ya que Sus Altezas pusieron sobre mis débiles hombros una
carga tan pesada, necesito un poderoso apoyo para no sucumbir. ¿Y
dónde lo encontraré mejor que en el santo sacrificio de la
Misa? Allí adquiero toda la fuerza y el vigor necesarios para llevar
mi carga".
Hay sacerdotes que, apoyándose en cierta humildad omiten celebrar
todos los días la
Santa Misa. SAN PEDRO CELESTINO28,
a consecuencia de la sublime idea que
había forma-do de este augusto Misterio, quiso abstenerse de la
celebración diaria; pero un santo Abad, de cuyas manos había
recibido el hábito religioso, se le apareció, y en tono de
autoridad le dijo: "¿Encontrarás en el cielo un serafín que
sea digno de ofrecer a Dios el tremendo sacrificio de la Misa? Dios
eligió, para ministros suyos, no Ángeles, sino hombres; y como
tales están sujetos a mil imperfecciones. Humíllate, pues, muy
profundamente, pero no dejes de celebrar un solo día, porque ésta
es la voluntad de Dios".
Sin embargo, y a fin de que la frecuencia no
disminuya el respeto, todo sacerdote debe esforzarse en imitar a los
Santos que brillaron especialmente por la modestia y fervor con que
subían al altar. El ilustre arzobispo de Colonia, SAN HERIBERTO,
manifestaba al celebrar una devoción tan extraordinaria, que
hubiéraselo tenido por un ángel bajado del cielo. SAN LORENZO
JUSTINIANO29
estaba como fuera de sí cuando decía
la Santa Misa. Pero SAN FRANCISCO DE SALES parece descollar
sobre todos. Jamás se vio un sacerdote que subiese al altar con más
dignidad, con más respeto y recogimiento; desde que se revestía de
los ornamentos sagrados no se ocupaba de ningún pensamiento extraño
al tremendo Sacrificio; y en el momento en que ponía el pie sobre la
primera grada del altar, se notaba en él un no sé qué de
celestial, que asombraba y era el embeleso de todos los
circunstantes.
Si estos ejemplos os parecen muy sublimes,
adoptad la práctica de SAN VICENTE
FERRER30.
Este gran Santo, que celebraba todos
los días antes de subir a la cátedra del Espíritu Santo, tenía
sumo cuidado de acercarse al altar con dos disposiciones
importantísimas. Para conseguir la primera, recurría
todas las mañanas a la santa Confesión. Yo quisiera que hicierais
lo mismo, sacerdotes fervorosos, que, celebrando los mismos
misterios buscáis el medio de dar a Dios la mayor satisfacción
posible. ¡Cosa extraña! se ve a muchos emplear medias horas en la
lectura de ciertos libritos a fin de prepararse para el Santo
Sacrificio, mientras que haciendo un corto examen y excitándose
al dolor de los pecados de la vida pasada, su-puesto que no
hubiese otra materia, confesándose, podrían adquirir una
grande pureza de alma. Ved aquí, sacerdotes del Señor, la
preparación más excelente, y cuya práctica os aconsejo. No
menospreciéis este aviso que os doy, así como daría mi vida por
vuestra salvación. ¡Ah! ¡Qué tesoro de méritos adquiriréis
por este medio! ¡Qué gracias me daréis cuando nos encontremos en
la dichosa eternidad!
Para obtener la segunda disposición, San Vicente
Ferrer quería que el altar estuviese adornado con cierta
magnificencia. Como celebraba ordinariamente en presencia de una
numerosa asistencia, exigía la limpieza y decencia más exquisitas
en las vestiduras sagradas y en todo lo que servía al Santo
Sacrificio. No se me oculta que la pobreza a que se ven hoy reducidas
las iglesias, las excusa de tener ricos ornamentos de seda y tisú;
pero ¿podrá dispensarlos de la decencia y limpieza que se
requieren? Mi Padre SAN FRANCISCO DE Asís tenía tanto celo por los
divinos misterios, que a pesar de su amor a la pobreza exigía, sin
embargo, la mayor decencia y aseo en las sacristías, en el altar, y
sobre todo en las vestiduras sagradas que sirven inmediatamente al
Santísimo Sacramento. A todo esto añadiré, que la SANTÍSIMA
VIRGEN, para darnos a entender la necesidad de esta limpieza
exterior, en una de sus revelaciones a Santa Brígida, le dijo: "La
Misa no debe celebrarse sino con ornamentos que puedan inspirar
devoción por su limpieza y decencia".
Procuremos, pues, sacerdotes del Altísimo,
celebrar la Santa Misa con estas dos disposiciones: limpieza
exterior, y sobre todo la pureza del alma. Celebremos todos los días
el Santo Sacrificio con el fervor y modestia con que celebraríamos,
si toda la Corte celestial asistiese visiblemente. De esta
manera daremos gloria y alabanza a la Santísima Trinidad,
proporcionaremos alegría a los Ángeles, perdón a los
pecadores, auxilios de gracia a los justos, alivio y sufragio a
las almas del purgatorio, a toda la Iglesia bienes inmensos, y a
nosotros mismos la medicina y remedio de todas nuestras necesidades.
Por último, yo abrigo la confianza de que si celebramos con
recogimiento, y sobre todo con una viva
fe y un gran fervor, los seglares se
determinarán a asistir devotamente todos los días al Santo
Sacrificio, y nosotros tendremos el consuelo de ver renovarse
entre los cristianos el fervor de los primeros fieles, y Dios será
honrado y glorificado. Ved ahí el único objeto que me propuse al escribir este opúsculo, a que doy fin rogándoos recéis por mí una
sola Ave María31.
1
"Débiles y pobres elementos". (Gal. 4,
9). (N.del E.).
2
S. 4, 6. (N. del E.)
4
"Se realiza la
obra de nuestra
redención" (Oración de la
Secreta del 99
Domingo después de
Pentecostés). (N. del E.).
"Sin
duda los betsamitas miraron el Arca con curiosidad registrando
su contenido y tocándolo todo lo cual estaba prohibido hasta a los
levitas (Núm. 4, 5 y 20).
El
número elevado de cincuenta mil muertos en una pequeña ciudad se
debe a un error del copista. Flavio Josefo habla de setenta
muertos". (Nota de Straubinger).
"El
texto masorético y la Vulgata ponen aquí un 'estrago de setenta
varones por un lado y cincuenta mil por otro, muertos por mirar el
arca. Se impone la corrección del texto según la versión de los
LXX, que reduce los muertos a setenta". (Nota
de Nácar-Colunga). (N. del E.).
10
"En efecto, aplacado el Señor con esta
oblación, y concediendo la gracia y el don de la penitencia,
perdona los delitos y pecados por grandes que sean". (Denz,
940; D-S 1743). (N. del E.).
14
"El que ni aun a su propio Hijo perdonó,
sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no nos dará
también con Él todas las cosas?". (Rom.
8, 32). (N.
del E.).
16
"Su lengua y sus mentiras contra el Señor.
(... ) ¡Ay del alma de ellos!, porque se les retribuyeron sus
males". (Is. 3, 8-9). (N. del E.).
17
"Porque el juicio [será] sin misericordia
para el que no usó de misericordia". (Sant. 2,13). (N.
del E.).
18
Beato JUAN DE ÁVILA (1500-1569): el "Apóstol
de Andalucía", escritor místico y misionero español, autor
entre otras obras de un "Tratado
del amor de Dios", una
sobre el 'modo de rezar el rosario y del célebre "Audi
Filia", síntesis maravillosa de
la espiritualidad cristiana.
Beatificado
en 1894, el Papa Pío XII lo proclamó el 6 de julio de 1946 patrono
principal del clero secular español. Festividad: 10 de mayo.
(N. del E.).
19
Sesión XIII, cap. 8. (Denz. 881. D-S 1648). (N. del E.).
21
SAN WENCESLAO, rey y mártir. Nieto de Santa
Ludmila. Asesinado por su hermano Boleslao el 28 de setiembre de
938. Santo patrono de la nación checa. Festividad: 28 de setiembre.
(N. del E.).
22
Santa ISABEL DE HUNGRÍA (1207-1231): Hija del
rey Andrés II de Hungría. Esposa del landgrave Ludwig IV de
Turingia. Canonizada en 1235. Festividad: el 19 de noviembre.
Patrona de la Tercera Orden Franciscana. (N.
del E.),
25
SAN ISIDRO LABRADOR
(1082-1170): Patrono de Madrid, su ciudad
natal. Festividad el 15 de mayo. El papa Gregorio XV,
en la bula de canonización (1621), afirma
que San Isidro "nunca salió para su trabajo sin antes oír,
muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre
Santísima" (N. del E.).
26
Eneas Silvio PICCOLOMINI (1405-1464), Papa Pío
II (1458-1464): Estadista, diplomático, orador, mecenas y erudito
humanista; poeta, historiador, memorialista, pintor, etnógrafo
y geógrafo.
En 1459
convocó en Mantua infructuosamente un congreso de príncipes
cristianos para inducirlos a una gran cruzada contra el Turco, que
fue siempre su preocupación fundamental.
En 1463 proclamó la Bula de Cruzada con estas
palabras: "Ya que de otro modo nos es imposible despertar
los entorpecidos corazones de los cristianos, nosotros mismos nos
lanzaremos al peligro y gastaremos en esta empresa todos los
recursos de la Iglesia romana y del patrimonio de San Pedro, con el
solo fin de amparar la fe católica. (...) Nuestra causa es la de
Dios; lucharemos por la ley de Dios y el mismo Dios aplastará a los
enemigos ante nuestros ojos". (N.
del E.).
27
SAN CIPRIANO (circa 200-258) : Obispo de Cartago,
uno de los Padres de la Iglesia latina, cuyos escritos "resplandecen
más que el sol", al decir de San Jerónimo.
Apóstol y maestro de la Romanidad y del amor a la Iglesia: "No
puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre",
escribe en el más hermoso de sus opúsculos, el "De Catholicae
Ecclesiae unitate" (251).
Mártir en la octava persecución, la de Valeriano, el 14 de
septiembre de 258, el mismo día, aunque no el mismo año que el
Papa San Cornelio (251-253).
Festividad
de ambos: el 16 de setiembre. (N. del
E.).
28
SAN PEDRO CELESTINO 0 SAN PEDRO DE MORRONE
(1215-1296), Papa SAN CELESTINO V (1294): Undécimo de doce
hermanos, anacoreta y eremita, fundador de la Congregación de los
Celestinos (1264), rama benedictina aprobada por Gregorio X en
1274 y suprimida a fines del siglo XVIII.
Estando la barca de la Iglesia sin su supremo
pastor durante más de dos años (4 de abril de 1292: muerte de
Nicolás IV, el primer papa franciscano), Celestino, que vivía
consagrado a la oración y a la penitencia en las soledades del
monte Morrone, fue electo Papa sin su conocimiento, el 5 de julio de
1294.
Después de cinco meses y seis días, convencido de su ineptitud,
abdicó solemnemente al pontificado el 13 de diciembre de 1294. Diez
días después, era elegido sucesor el gran pontífice BONIFACIO
VIII (1294-1303) —propugnador del primado pontificio con todas sus
prerrogativas—, quien ratificó la validez de la abdicación
de Celestino V, insertando la bula de dimisión del pontífice en el
Cuerpo del Derecho Canónico.
En razón del "gran rechazo" de Celestino a la tiara
pontificia, DANTE lo hunde en el infierno:
"vidi e conobbi L'ombra di colui
che fece per viltá lo gran rifiuto".
(Infierno 3, 59-60; cfr. 27, 104-105).
Canonizado por Clemente V el 5 de mayo de 1313.
Festividad: 19 de mayo. (N. del E.).
29
SAN LORENZO JUSTINIANO (1381-1456): Escritor
ascético, primer patriarca de Venecia (1451).
Su
reforma de costumbres del clero se adelantó en un siglo a las del
Concilio de Trento y desmiente los pretextos invocados por Lutero.
"En España, en Italia, en Francia, en la misma Alemania, los
santos se anticiparon a los herejes y por el camino recto. Los
siglos XIV y XV son testigos de la aparición de varios milla-res de
libros titulados DE REFORMATIONE ECCLESIAE IN CAPITE ET IN MEMRRIS
(Sobre la reforma de la Iglesia en la
cabeza y en los miembros)" (A. Montero).
Canonizado
por Alejandro VIII en 1690. Festividad: 5 de setiembre. (N.
del E.).
30
SAN VICENTE FERRER (1350-1419): Famoso
predicador, misionero y taumaturgo español, nacido en
Valencia, de la orden de Santo Domingo.
Sólido teólogo tomista y profundo conocedor de las Sagradas
Escrituras, a sus sermones acudían multitudes de hasta quince
mil personas. Contemporáneos del Santo refieren que, predicando en
su valenciana lengua nativa, le entendían por igual gentes de muy
diversas naciones.
Recorrió misionando toda Europa y convirtió a millares de judíos.
Todos los días cantaba la misa solemne y luego pronunciaba el
sermón, que solía durar dos o tres y hasta seis horas, como un
Viernes Santo en Toulouse.
Contribuyó notablemente para la terminación del mal llamado "Cisma
de Occidente" (1378-1417).
Canonizado en 1455 por Calixto III, el papa valencia-no a quien,
según la tradición, San Vicente le profetizó la tiara pontificia
y el honor de canonizarlo.
Festividad: 5 de abril. (N.
del E.).
31
El autor se halla en el número de los
bienaventurados, que no necesitan de nuestras oraciones, y por
consiguiente puede ayudarnos eficazmente con las suyas. Es
preciso, pues, invocarlo devotamente, a fin de que nos alcance la
gracia de aprovecharnos de sus lecciones y ejemplos. (N.
ed. 1924).
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