Un consuelo en los tormentos
Consuelo que nos deja un gran sacerdote francés, que no le tuvo miedo al martirio, el padre Demarís. Carta que le mandó a sus feligreses, en momentos que se quedaban sin Misa, por culpa de Revolución Francesa y porque la mayoría de los sacerdotes habían jurado la constitución de la revolución...
El padre Demaris, que veía a los fieles amenazados de quedarse sin sacerdotes, su caridad, aunque encarcelado, le hizo escribir, por requerimiento de ellos y para su consuelo, la Regla de Conducta que sigue:
Mis queridos hijos:
Situados en medio de las vicisitudes humanas y del peligro propio del estallido de las pasiones, envían muestras de caridad a su padre y piden una regla de conducta. Voy a mostrársela y a tratar de llevar a sus almas el consuelo que necesitan. Jesucristo, el modelo de los cristianos, nos enseña con su conducta lo que debemos hacer en los penosos momentos en que nos hallamos. Ciertos fariseos le dijeron un día: “¡Aléjate de aquí, porque Herodes quiere matarte”. El les respondió: “Id y decidle a esa zorra: -He aquí que estoy expulsando demonios y haciendo curaciones hoy y mañana y al tercer día terminaré. Pero hoy, mañana y pasado tengo que seguir; porque no cuadra que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lucas 13. 31-33).
Tiemblan ustedes, mis queridos hijos. Todo lo que ven, todo lo que oyen es atemorizador. Pero consuélense: se está cumpliendo la voluntad de Dios. Vuestros días están contados, su Providencia gravita sobre ustedes. Quieran a esos hombres que la humanidad les presenta como bestias salvajes. Son instrumentos que el cielo utiliza para sus designios y, como un mar enfurecido, no traspasarán el límite prescripto contra las olas que oscilan, se agitan y amenazan.
El torbellino tempestuoso de la revolución que golpea a diestra y siniestra, y los ruidos que los alarman, son las amenazas de Herodes. Que ellas no los aparten de las buenas obras, que no alteren su confianza y no manchen el brillo de sus virtudes, que los unen a Jesucristo. El es vuestro modelo y las amenazas de Herodes no lo desvían del curso de su destino.
Sé que corren riesgo de prisión e incluso de muerte. Les diré pues lo que San Pedro a los primeros fieles: “Es una gracia que por consideración a Dios se soporten dolores injustamente padecidos. ¿Pues qué gloria hay en ser pacientes cuando obran mal y los castigan? Pero si son pacientes cuando obran bien y padecen, eso es gracia ante Dios. A eso fueron llamados, pues también Cristo padeció por ustedes, dándoles ejemplo a fin de que sigan sus pasos. El no hizo mal ni se halló engaño alguno en su boca; injuriado, no devolvía injurias; padeció y no amenazaba, y se entregó a quien juzga injustamente” (I Pedro 2. 19-24).
Los discípulos de Jesucristo, en su fidelidad a Dios, son fieles a su patria, y plenos de sumisión y respeto hacia las autoridades. Abroquelados en sus principios, con una conciencia irreprochable, adoran la voluntad de Dios. No han de huir cobardemente de la persecución. Cuando uno ama la cruz, es audaz para abrazarla y el amor mismo nos regocija. La persecución es necesaria para nuestra íntima unión con Jesucristo. Puede desatarse a cada instante, pero no siempre tan meritoria ni tan gloriosa. Si Dios no los llama al martirio, serán como esos ilustres confesores de quienes San Cipriano dice: “Sin que murieran a manos del verdugo, recibieron el mérito del martirio porque estaban preparados para ello”.
La conducta de San Pablo registrada en los Hechos de los Apóstoles (cap. 21) nos da este bello modelo, tomado del de Jesucristo. Camino a Jerusalén se enteró en Cesárea de que allí se expondría a la persecución. Los fieles le rogaron que la evitara, pero él se creía llamado a ser crucificado con Jesucristo, si ésa era su voluntad. Por toda respuesta les dijo: “¿Qué hacen con lamentarse y acongojar mi corazón? Pues yo estoy dispuesto no sólo a que me apresen sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús”.
He aquí, mis queridos hijos, cuáles deben ser sus disposiciones. El escudo de la fe debe armarnos, la esperanza sostenernos y la caridad dirigirnos en todo. Si en todo y siempre hay que ser simples como las palomas y prudentes como las serpientes, tanto más cuando somos afligidos a causa de Jesucristo.
Les recordaré ahora una máxima de San Cipriano que, en estos momentos, debe ser la regla de vuestra fe y vuestra piedad: “No busquemos demasiado, dice este ilustre mártir, la ocasión del combate y no la evitemos demasiado. Aguardémosla de la orden de Dios y esperemos todo de su misericordia. Dios requiere de nosotros más bien una humilde confesión que un testimonio demasiado audaz”.
La humildad es toda nuestra fuerza. Esta máxima nos invita a meditar sobre la fuerza, la paciencia e incluso la alegría con que los santos sufrieron.
Vean lo que San Pablo dice. Se convencerán de que cuando uno está animado por la fe, los males no nos afectan más que en lo exterior y no son más que un instante de combate que la victoria corona. Esta verdad consoladora sólo puede ser apreciada por el justo. No se sorprendan así de que, en nuestros días, creamos lo que San Cipriano vio en los suyos, en el curso de la primer persecución: ¡que la mayor parte de los fieles corrían al combate con alegría!
Amar a Dios y no temer más que a El es patrimonio del pequeño número de los elegidos. Este amor y este temor forma a los mártires, desapegando a los fieles del mundo y apegándolos a Dios y a su santa ley.
Para mantener este amor y temor en sus corazones, velen y oren, incrementen sus buenas obras y unan a ello las instrucciones edificantes de que los primeros fieles nos dieron ejemplo. Familiarícense con los confesores de la fe y glorifiquen luego al Señor, al modo de los primeros cristianos recordado por los Hechos de los Apóstoles.
Esta práctica les será tanto más saludable cuanto más privados estén de los ministros del Señor, que les alimentaban sus almas con el pan de la palabra. Lloran a esos hombres preciosos para su piedad. Yo aprecio la pérdida que tuvieron. Parecen abandonados a sí mismos, pero este abandono, a los ojos de la Fe, ¿no podría serles saludable? La fe es lo que une a los fieles. Al profundizar esta verdad reconocemos que la ausencia corporal no rompe esta unión porque no rompe los vínculos de la fe, sino que más bien la aumenta al despojarla de todo lo sensible.
Los cristianos que sólo viven de la fe, no viven sino por ella. Si este vínculo los unió con ministros del Señor que ustedes respetan, consuélense: la ausencia de ellos purifica y aviva la amistad que nos une. La fe nos hace presentes a los que amamos en relación con nuestra salvación, cualesquiera sean incluso las distancias y las cadenas que los separen de nosotros. La fe nos da ojos tan perceptivos que podemos verlos dondequiera que estén, aunque estuvieran en los confines de la tierra o incluso aunque la muerte los separase de nosotros. Nada está alejado de la fe. Ella penetra en lo más hondo de la tierra como en lo más alto de los cielos. La fe está por encima de los sentidos y su imperio por sobre el poder de los hombres. ¿Quién puede sustraernos el recuerdo? ¿Quién puede impedir que nos presentemos ante Dios con los que amamos y roguemos nuestro pan cotidiano con plegarias unidas a las de los que amamos? No basta, hijos míos, con consolarlos por la ausencia de los ministros del Señor, con enjugar las lágrimas que derraman por sus cadenas.
Como esta pérdida los priva de los sacramentos y las consolaciones espirituales, vuestra piedad se alarma, se ve abandonada. Por legítima que sea su desolación, no olviden que Dios es su Padre y que, si permite que carezcan de los mediadores instituidos por El para dispensar sus misterios, no cierra por eso los canales de sus gracias y sus misericordias. Voy a exponérselas como los únicos recursos a los que podemos recurrir para purificarnos. Lean lo que voy a escribir con las mismas intenciones que yo tuve al escribírselo. No busquemos más que la verdad y nuestra salvación en la abnegación de nosotros mismos, en nuestro amor a Dios y en una perfecta sumisión a su voluntad.
Ustedes conocen la eficacia de los sacramentos, saben la obligación a nosotros impuesta de recurrir al sacramento de la penitencia para purificarnos de nuestros pecados. Pero para aprovechar de estos canales de misericordia se necesitan ministros del Señor. ¡En la situación en que estamos, sin culto, sin altar, sin sacrificio, sin sacerdote, no vemos más que el cielo! ¡Y no tenemos mediador alguno entre los hombres!… Que este abandono no los abata. La fe nos ofrece a Jesucristo, ese mediador inmortal. El ve nuestro corazón, oye nuestros deseos, corona nuestra fidelidad. A los ojos de su misericordia todopoderosa somos ese paralítico enfermo hacía treinta y ocho años (Juan, cap. 5) a quien para curarlo le dijo no que hiciera venir a alguno que lo arrojara a la piscina, sino que tomara su camilla y anduviera…
Si las circunstancias de la vida hacen variar la situación de los fieles, también hacen variar nuestras obligaciones. Antes éramos esos servidores que habían recibido cien talentos. Teníamos el ejercicio apacible de nuestra religión.
Ahora tenemos un solo talento que es nuestro corazón. Hagamos que fructifique y nuestra recompensa será igual a la que recibiríamos de haber hecho fructificar más. Dios es justo. No pide de nosotros lo imposible. Pero porque es justo pide de nosotros la fidelidad en lo que es posible. Con todo respeto por las leyes divinas y eclesiásticas que nos llaman al sacramento de la penitencia, debo decirles que hay circunstancias en que estas leyes no obligan. Es esencial para su instrucción y su consolación que conozcan bien tales circunstancias, a fin de que no tomen el propio espíritu de ustedes por el de Dios.
Las circunstancias en que dichas leyes no obligan son aquellas en que la voluntad de Dios se manifiesta para obrar nuestra salvación sin la intermediación de los hombres. Dios no necesita más que de sí mismo para salvarnos, cuando quiere. El es la fuente de la vida y suple todos los medios ordinarios que estableció para realizar nuestra salvación, con los medios que su misericordia nos dispensa según nuestras necesidades. Es un padre tierno que por medios inefables socorre a sus hijos cuando, creyéndose abandonados, sólo lo buscan a El y sólo suspiran por El.
Si en el curso de nuestra vida hubiéramos descuidado el más pequeño de los recursos que Dios y su Iglesia instituyeron para santificarnos, habríamos sido hijos ingratos; pero si se nos diera por creer que, en circunstancias extraordinarias, no podemos prescindir aun de los mayores de esos recursos, olvidaríamos e insultaríamos a la sabiduría divina que nos pone a prueba y que, queriendo que nos veamos privados de ellos, los suple con su espíritu.
Para exponerles, mis queridos hijos, su regla de conducta con exactitud, relacionaré con vuestra situación los principios de la fe y algunos ejemplos de la historia de la religión que explicitarán su sentido y los consolarán mediante la aplicación que de ellos puedan hacer.
Es verdad de fe que el primero y más necesario de los sacramentos es el bautismo: es la puerta de la salvación y de la vida eterna. Pero el deseo, el anhelo del bautismo es suficiente en ciertas circunstancias. Los catecúmenos sorprendidos por las persecuciones no lo recibieron sino en la sangre que derramaron por la religión. Hallaron la gracia de todos los sacramentos en la confesión libre de su fe y fueron incorporados a la Iglesia por el Espíritu Santo, vínculo que une todos los miembros a la cabeza.
Así se salvaron los mártires. Su sangre les sirvió de Bautismo. Así se salvaron todos los instruidos en nuestros misterios que desearon (según su fe) recibirlos. Así es la fe de la Iglesia, fundada sobre lo que San Pedro dijo: que no puede rehusarse el agua del bautismo a quienes han recibido al Espíritu Santo (Hechos, 10. 47).
Cuando uno tiene el espíritu de Jesucristo, cuando por amor a El quedamos expuestos a la persecución, privados de toda ayuda, agobiados por las cadenas del cautiverio, cuando se nos conduce al cadalso, entonces tenemos en la Cruz todos los sacramentos. Este instrumento de nuestra redención contiene todo lo necesario para nuestra salvación.
La tradición de la Iglesia, en sus siglos más bellos, confirma esta verdad dogmática. Los fieles que desearon los sacramentos, los confesores y los mártires se salvaron sin el bautismo y sin ningún otro sacramento cuando no pudieron recibirlos. De donde es fácil concluir que ningún sacramento es necesario cuando es imposible recibirlos. Y esta conclusión es la fe de la Iglesia.
San Ambrosio consideró santo al piadoso emperador Valentiniano, aunque murió sin el bautismo, que había deseado sin poder recibirlo. El deseo, la voluntad es lo que nos salva. “En tal caso, dice este santo doctor de la Iglesia, quien no recibe el sacramento de la mano de los hombres, lo recibe de la mano de Dios. El que no es bautizado por los hombres, lo es por la piedad, lo es por Jesucristo”. Lo que nos dice del bautismo este gran hombre digámoslo de todos los sacramentos, de todas las ceremonias y todas las oraciones en los momentos actuales.
Quien no puede confesarse a un sacerdote, pero, teniendo todas las disposiciones necesarias para el sacramento, lo desea y tiene un anhelo firme y constante de él, oye a Jesucristo que, tocado por su fe y testigo de ella, le dice lo que una vez a la mujer pecadora: “Vete. Mucho te está perdonado porque has amado mucho” (Lucas 7. 36-48).
San León dice que el amor a la justicia contiene en sí toda la autoridad apostólica. Expresa con ello la fe de la Iglesia. Esta máxima es aplicable a todos los que, como nosotros, están privados del ministerio apostólico por la persecución que aleja o encarcela a los verdaderos ministros de Jesucristo, dignos de la fe y de la piedad de los fieles. Se aplica sobre todo si somos golpeados por la persecución. La cruz de Jesucristo no deja mácula alguna cuando se la abraza y se la sostiene como es debido. Pero aquí, en lugar de razonamientos, oigamos el lenguaje de los santos. Los confesores y mártires de Africa, al escribir a San Cipriano, audazmente le dijeron que volvían con una conciencia pura y límpida de los tribunales donde habían confesado el nombre de Jesucristo. No afirmaban ir a ellos con pura y límpida conciencia, sino volver de allí con ella. ¡Nada hace callar los escrúpulos como la Cruz!
Rodeados por esos extremos que son las pruebas de los Santos, si no pudiéramos confesar nuestros pecados a los sacerdotes, confesémoslos a Dios. Siento, hijos míos, vuestra delicadeza y vuestros escrúpulos. Que cesen y vuestra fe y vuestro amor por la cruz aumenten. Díganse a sí mismos, y con su conducta digan a todos los que los vean, lo mismo que decía San Pablo: “¿Quién me separará de la caridad de Jesucristo?” (Romanos 8.35).
San Pablo estaba entonces en la situación de ustedes y no decía que la privación de todo ministro del Señor, en la que pudiera encontrarse, podía separarlo de Jesucristo y alterar en él la caridad. Sabía que, despojado de todo socorro humano y privado de todo intermediario entre él y el cielo, encontraría en su amor, en su celo por el Evangelio y en la cruz todos los sacramentos y los medios de salud necesarios para acceder allí.
A partir de lo que acabo de decir, fácil les será ver una gran verdad, muy apropiada para consolarlos y confortarlos: que vuestra conducta es una verdadera confesión ante Dios y ante los hombres. Si la confesión debe preceder a la absolución, aquí su conducta debe preceder a las gracias de santidad o de justicia que Dios nos dispense; y es ésta una confesión pública y continua. La confesión es necesaria, dice San Agustín, porque incluye la condenación del pecado. Aquí lo condenamos tan pública y solemnemente que ella es conocida en toda la tierra. Y esta condenación, que es la causa de que no podamos acercarnos a un sacerdote, ¿no es mucho más meritoria que una acusación de pecados particular y hecha en secreto? ¿No es más satisfactoria y más edificante? La confesión secreta de nuestros pecados al sacerdote nos costaba poco. ¡Y la que hacemos hoy es sostenida por el sacrificio general de nuestros bienes, de nuestra libertad, de nuestro reposo, de nuestra reputación e incluso tal vez de nuestra vida!
La confesión al sacerdote casi no era útil más que para nosotros, mientras que la que hoy hacemos es útil para nuestros hermanos y puede servir para la Iglesia entera. Dios, por indignos que seamos, nos hace la gracia de querer servirse de nosotros para mostrar que ofender la verdad y la justicia es un crimen enorme, y nuestra voz será tanto más inteligible cuanto mayores los males y mayor la paciencia con que los suframos.
Nuestro ejemplo dice a los fieles que hacer lo que exigen de nosotros es un mal peor de lo que se piensa. Nosotros no nos confesamos de un pecado, sino que confesamos la verdad, la confesión más noble y necesaria en las circunstancias presentes. No confesamos nuestros pecados en secreto: ¡confesamos la verdad en público! Somos perseguidos, pero la verdad no está cautiva y, en la injusticia que sufrimos, tenemos el consuelo de no retener la verdad de Dios dentro de la injusticia, como dice el Apóstol de las naciones, y de que enseñamos a nuestros hermanos a no retenerla allí. Finalmente, si no confesamos nuestros pecados, la Iglesia los confiesa por nosotros.
Tales son las reglas admirables de la Providencia, que permite estas pruebas para nuestro mérito y para que reflexionemos seriamente sobre el uso que hemos hecho de los sacramentos.
El hábito y la facilidad que teníamos para confesarnos, nos dejaba a menudo en la tibieza, mientras que hoy, privados de confesores, uno se repliega sobre sí mismo y el fervor aumenta. Consideremos esta privación como un ayuno para nuestras almas y una preparación para recibir el bautismo de la penitencia que, vivamente deseado, se convertirá en un alimento más saludable. Intentemos apartar de nuestra conducta, que es nuestra confesión ante los hombres y nuestra acusación ante Dios, todos los defectos que pudieran haberse deslizado en nuestras confesiones ordinarias; sobre todo la poca humildad interior.
Lo que he dicho es más que suficiente. No obstante no sé si habrá logrado tranquilizarles las ansiedades y escrúpulos que la delicadeza suscita en almas reducidas a juzgarse a sí mismas y a conducirse por iniciativas propias.
Siento, hijos míos, toda la importancia de vuestra solicitud; pero cuando uno confía en Dios no hay que hacerlo a medias; sería carecer de confianza el considerar que los recursos con los que Dios llama y conserva son incompletos y dejan algo que desear en el orden de la gracia. En la sabiduría, la madurez y la experiencia de los ministros del Señor encontraban consejos y prácticas eficaces para evitar el mal, hacer el bien y avanzar en la virtud. Nada de eso hace al carácter sacramental, sino a las luces particulares. Un amigo virtuoso, celoso y caritativo puede ser en esto vuestro juez y vuestro director. Las personas piadosas no iban al tribunal de Dios a buscar sólo instrucciones y luces; se abrían a personas notables por su santa vida en conversaciones familiares. Hagan otro tanto. Pero que la caridad más recta reine en este comercio mutuo de sus almas y sus deseos. Dios los bendecirá y encontrarán las luces que necesitan. Si este recurso les fuera imposible, descansen sobre las misericordias de Dios. El no los abandonará. Su espíritu hablará por sí mismo a vuestros corazones mediante inspiraciones santas que los inflamarán y dirigirán a los objetivos augustos de sus destinos.
Les pareceré parco en este tema. Sus deseos van mucho más allá, pero un poco de paciencia. El resto de mi carta responderá por completo a su expectativa. No puede decirse todo a la vez, sobre todo en tema tan delicado y que exige la mayor exactitud. Continuaré hablándoles como yo me hablo a mí mismo.
Alejados de los recursos del santuario y privados de todo ejercicio del sacerdocio, no nos queda otro mediador que Jesucristo; a El hay que recurrir para nuestras necesidades. Tenemos que desgarrar sin miramientos el velo de nuestras conciencias ante su majestad suprema y, en la indagación del bien y el mal que hiciéramos, agradecerle sus gracias, reconocernos culpables de nuestras ofensas… y rogar enseguida que nos perdone y nos indique los senderos de su voluntad santa (teniendo en el corazón el deseo sincero de hacerlo a su ministro cuando y tan pronto como podamos). He aquí, hijos míos, lo que llamo confesarse a Dios. ¡Hecha bien semejante confesión, será Dios mismo quien nos absuelva! El Evangelio es el que nos lo enseña al proponernos el ejemplo del publicano que, humillado ante Dios, se vio justificado (Lucas 18. 9-14), porque el mejor signo de la absolución es la justicia, que no puede ser apresada porque ella es la que libera. He aquí lo que debemos hacer, en el aislamiento total en que estamos. La Escritura santa nos indica aquí nuestros deberes.
Todo lo que se liga a Dios es santo. Cuando sufrimos por la verdad nuestros sufrimientos son los de Jesucristo, que nos honra con un especial carácter de semejanza consigo y con su cruz. Esta gracia es la mayor fortuna que puede tocarle a un mortal durante su vida.
Así es como en todas las penosas situaciones que nos privan de los sacramentos, la cruz llevada cristianamente es la fuente de la remisión de nuestras faltas, tal como, llevada una vez por Jesucristo, lo fue de las faltas de todo el género humano. Dudar de esta verdad es injuriar a nuestro Salvador crucificado, es no reconocer suficientemente la virtud y el mérito de la cruz.
Díganme, ¿sería posible que el buen ladrón haya recibido el perdón de sus faltas y que el fiel que abandona todo por su Dios no recibiera el perdón de los suyos?
Los santos Padres observan que el buen ladrón fue criminal hasta la cruz, para mostrar a los fieles lo que deben esperar de esta cruz cuando la abrazan y permanecen ligados a ella por la justicia y la verdad. Jesucristo, al terminar sus sufrimientos, entró al cielo a través de la cruz. Nosotros somos sus discípulos; El es nuestro modelo.
Suframos como El y entraremos en la heredad que nos preparó mediante la cruz.
Pero para ser santificado por la cruz es necesario no ser para sí mismo, sino por entero para Dios. Es necesario que nuestra conducta reproduzca las virtudes de Jesucristo. No basta ahora con que, animados por su amor, reposen sobre su pecho como San Juan. Es necesario que lo sirvan con firmeza y constancia sobre el Calvario y sobre la cruz. Allí, si al confesarse a Dios, su confesión no es coronada por la imposición de manos de los sacerdotes, lo será por la imposición de las manos de Jesucristo. ¡Miren sus manos adorables que parecen tan pesadas por naturaleza y son tan ligeras para los que lo aman!… Están tendidas sobre ustedes de la mañana a la noche para colmarlos con toda suerte de bendiciones, si por propia iniciativa no las rechazan. No existe bendición como la de Cristo crucificado cuando bendice a sus hijos sobre la cruz.
El sacramento de la penitencia es para nosotros ahora el pozo de Jacob, cuya agua es excelente y saludable. Pero el pozo es profundo. Desprovistos de todo, no podemos abrevar en él y saciarnos (Juan, cap. 4). Hay incluso guardias que impiden la entrada… He aquí el cuadro de nuestra situación. ¡Veamos la conducta de nuestros perseguidores como un castigo de nuestros pecados! Es cierto que si pudiéramos acercarnos a ese pozo con fe, encontraríamos allí a Jesucristo hablando con la samaritana. ¡Pero no nos acobardemos! Descendamos hasta el valle de Bethulia, donde encontraremos muchas fuentes no custodiadas, en que podremos saciar tranquilamente nuestra sed. ¡Que Jesucristo habite en nuestros corazones! Que su Santo Espíritu los inflame y encontraremos en nosotros la fuente de agua viva que suplirá al pozo de Jacob. Jesucristo, como soberano pontífice, hace por sí mismo de modo inefable, en la confesión que hacemos a Dios, lo que habría hecho en cualquier otro tiempo por el ministerio de sus sacerdotes. Y esta confesión tiene una ventaja que los hombres no pueden sustraernos: ¡por el contrario, es Jesucristo en nosotros quien de nosotros se ocupa continuamente! Debemos hacerla en todo tiempo, en todo lugar y en todas las situaciones posibles. Es cosa digna de admiración y de reconocimiento ver que lo que el mundo hace para alejarnos de Dios y de su Iglesia, nos acerca más a ellos.
La confesión no debe ser únicamente un remedio para todos los pecados pasados; debe preservarnos de todos los pecados por venir. ¡Si reflexionáramos seriamente sobre esta doble eficacia del sacramento de la penitencia, mucho tendríamos que humillarnos y que llorar! Y tanto más abatidos estaríamos entonces cuanto más lento haya sido nuestro avance en la virtud y más hayamos seguido siendo los mismos antes y después de nuestras confesiones.
¡Ahora podemos reparar todas esas faltas, que vienen de una confianza demasiado grande en la absolución y de no haber profundizado lo suficiente en sus llagas!… Obligada ya a gemir ante Dios, el alma fiel se ocupa en considerar todas sus deformidades propias. Allí, a los pies del Salvador y penetrada por el dolor y el arrepentimiento, se queda entonces en silencio, sin hablarle sino por sus lágrimas, como la pecadora del Evangelio, mientras ve de un lado sus miserias y del otro la bondad de Dios. Se aniquila delante de Su majestad, hasta que ésta disipe sus males con una de sus miradas. Entonces la luz divina esclarece su corazón contrito y humillado y le descubre hasta los átomos que pudieran oscurecerla. Que esta confesión a Dios sea para ustedes práctica cotidiana, breve pero vivaz, y háganla cada tanto de una época a otra, como hacen cotidianamente la del día (en su examen nocturno).
El primer fruto que sacarán de ello, además de la remisión de los pecados, será aprender a conocerse y a conocer a Dios. El segundo, presentarse siempre ante los sacerdotes, si les fuera posible, ornados con el sello de las misericordias del Señor.
Creo haberles dicho lo que debía, hijos míos, sobre su conducta acerca del sacramento de la penitencia. Voy a hablarles ahora de la privación de la Eucaristía y sucesivamente de todos los temas que me comentan en su carta. La Eucaristía, el sacramento del amor, les proporcionó muchas dulzuras y ventajas cuando podían participar de ella. Pero ahora, que de ella fueron privados por defender la verdad y la justicia, las ventajas de ustedes son las mismas. ¿Pues quién habría osado acercarse a esta mesa si Jesucristo no hubiera hecho de eso un precepto y si la Iglesia, que desea fortificarnos con este pan de vida, no nos hubiera invitado a comerlo mediante la voz de sus ministros que nos revestían con la toga nupcial? Pero si comparamos la obediencia por la que fuimos privados de ella con la que a ella nos conducía, será fácil juzgar los méritos respectivos.
Abraham obedece cuando inmola a su hijo y cuando no lo inmola, pero su obediencia fue mucho mayor cuando empuñó la espada que cuando la remitió a su vaina. Nosotros obedecemos al aproximarnos a la Eucaristía, pero al apartarnos de este sacrificio nos inmolamos a nosotros mismos. Alterados por la sed de la justicia y privándonos de la sangre del cordero, que es el único que puede saciarla, sacrificamos nuestra propia vida en la medida en que eso está en nosotros. El sacrificio de Abraham fue de un instante; un ángel detuvo la espada. El nuestro es cotidiano y se renueva todas las veces que adoramos con sumisión la mano de Dios, que nos aleja de los altares; y este sacrificio es voluntario.
Estamos ventajosamente privados de la Eucaristía al elevar el estandarte de la cruz por la causa de Jesucristo y la gloria de su Iglesia. Observen, hijos míos, que Jesucristo, después de habernos dado su cuerpo eucarístico, no opuso dificultad alguna a su muerte por nosotros. He aquí la conducta del cristiano en sus persecuciones: la cruz sigue a la Eucaristía ¡Que el amor por la Eucaristía no nos aleje pues de la cruz! Mostramos y hacemos un glorioso progreso en la gloria del Evangelio cuando salimos del cenáculo para subir al Calvario. Sí, no temo decirlo: cuando la tempestad de la malicia humana atrona contra la verdad y la justicia, es más ventajoso para los fieles sufrir por Jesucristo que participar de su cuerpo sagrado en la comunión.
Me parece oír al Salvador diciéndonos: “¡Oh, no teman ser separados de mi mesa por la confesión de mi nombre! Es esta una gracia que les hago, que significa un bien raro. Reparen con esta humillación -una privación que me glorifica- todas las comuniones que me deshonraron. Sientan esta gracia: nada pueden hacer ustedes sin mí, ¡y yo pongo entre sus manos un recurso para que hagan lo que yo hice por ustedes y me devuelvan generosamente lo más grande que les di! Se los di yo: cuando de ello se los separa por ser fieles a mi servicio, devuelven a mi verdad lo que de mi caridad recibieron. Nada más grande tengo yo para darles y nada más grande para darme tienen ustedes tampoco. Vuestro reconocimiento por la gracia que les hice, equipara la grandeza del don que les hice. Consuélense si no los llamo a derramar su sangre como los mártires; he aquí la mía para suplirla. Cada vez que les impidan beberla, lo tomaré como si ustedes hubieran derramado la propia. Y la mía es infinitamente más preciosa…”
Es así como encontramos la Eucaristía en la misma privación de la Eucaristía. Por lo demás, ¿quién puede separarnos de Jesucristo y de su Iglesia en la comunión, cuando por la fe nos acercamos a sus altares de modo tanto más eficaz cuanto más espiritual y más alejado de los sentidos?
Esto es lo que llamo comulgar espiritualmente, uniéndose a los fieles que pueden hacerlo en los diversos lugares de la tierra. Esta comunión ya les era familiar en los tiempos en que podían acercarse a la Santa Mesa; conocen de ella las ventajas y el modo. Por eso no seguiré hablándoles al respecto. Voy a exponerles lo que la Santa Escritura y los Anales de la Iglesia me ofrecen como reflexiones sobre la privación de la misa y la necesidad para los fieles de un sacrificio continuo en tiempo de persecución. Y lo haré brevemente. Presten, hijos míos, una atención particular a los principios que recordaré.
Apuntan a vuestra edificación.
Nada sucede sin la voluntad de Dios. Con un culto que nos permita asistir a misa o privados de él, debemos someternos por igual a Su voluntad santa, ¡y, en cualquier circunstancia, ser dignos del Dios que servimos!
El culto que debemos a Jesucristo se funda sobre la asistencia que nos da y sobre la necesidad que tenemos de su ayuda. Este culto nos señala deberes como fieles aislados, así como nos los señalaba antes para el ejercicio público de nuestra santa religión.
Como hijos de Dios, según el testimonio de San Pedro y de San Juan, participamos en el sacerdocio de Jesucristo para ofrecer plegarias y anhelos. Si no tenemos el sello del Orden sagrado para sacrificar sobre los altares visibles, no estamos empero sin hostias, porque podemos ofrecerlas en el culto de nuestro amor, sacrificando nosotros mismos a Jesucristo para su Padre sobre el altar visible de nuestros corazones. Fieles a este principio, recogeremos todas las gracias que hubiéramos podido recoger si hubiésemos asistido al santo sacrificio de la misa. La caridad nos une a todos los fieles del universo que ofrecen este divino sacrificio o que asisten a él. Si el altar material o las especies sensibles nos faltan, tampoco los hay en el cielo, donde Jesucristo es ofrecido de la manera más perfecta.
Sí, hijos míos, los fieles que están sin sacerdotes, por ser, según San Pedro, sacerdotes y reyes, ofrecen sus sacrificios sin templo, sin ministros y sin nada sensible. Sólo hay necesidad de Jesucristo para ofrecerlos, mediante el sacrificio del corazón, donde la víctima debe ser consumida por el fuego del amor del Espíritu Santo. Esto significa estar unido a Jesucristo, dice San Clemente de Alejandría, por las palabras, por las acciones y por el corazón. Estamos unidos a El por nuestras palabras cuando son verdaderas, por nuestras acciones cuando son justas y por nuestros corazones cuando la caridad los inflama. Entonces digamos la verdad, no amemos más que la verdad; así rendiremos a Dios la gloria que se le debe. Cuando somos veraces en nuestras palabras, justos en nuestras acciones, sometidos a Dios en nuestros deseos y nuestros pensamientos, hablando sólo por medio de El, alabándolo por sus dones y humillándonos por nuestras infidelidades, ofrecemos un sacrificio agradable a Dios, que no puede sernos quitado. El sacrificio que Dios reclama es un espíritu penetrado de dolor, dice el santo rey David: tú no despreciaras, Dios mío, un corazón contrito y humillado (Salmo 50).
Resta considerar la Eucaristía como viático. Pueden quedarse sin él al morir. Debo ilustrarlos y prevenirlos contra privación tan sensible. Dios, que nos ama y nos protege, quiso darnos su cuerpo cuando la muerte se acerca, para fortificarnos en este peligroso pasaje. ¡Al lanzar sus miradas al porvenir, viéndose en su agonía sin víctima, sin Extremaunción y sin ninguna asistencia de parte de los ministros del Señor, se creen el más triste y más afligente de los abandonos!
Consuélense, hijos míos, en la confianza que deben a Dios. Este padre tierno vertirá sobre ustedes sus gracias, sus bendiciones y sus misericordias, en esos momentos terribles que temen, con más abundancia que si pudieran ser asistidos por sus ministros, de los que están privados sólo porque ustedes mismos no quisieron abandonarlo.
El abandono y el desamparo en que tememos encontrarnos semejan a los del Salvador sobre la cruz, cuando decía a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado”: ¡Ah, qué instructivas son estas palabras! Las penas y el desamparo de ustedes los conducen a sus gloriosos destinos, haciendo que terminen su carrera como Jesucristo terminó la suya. Jesús en los sufrimientos, en su abandono y su muerte, se mantenía en la más íntima unión con su Padre. En sus penas y su desamparo mantengan la misma unión y sea vuestro último suspiro como el suyo: que la voluntad de Dios se cumpla.
Lo que dije de la privación del viático en la muerte lo diré también de la Extremaunción. Si muero entre las manos de personas que no sólo no me asisten, sino que me insultan, tanto más dichoso seré cuanta más conformidad tenga mi muerte con la de Jesucristo, ¡que fue espectáculo de oprobio para toda la tierra!… Crucificado por las manos de sus enemigos, es tratado como un delincuente, ¡y muere entre dos ladrones! Era la sabiduría misma, pasa por un insensato; era la verdad, pasa por un embustero y un seductor. ¡Los fariseos y los escribas triunfaron sobre El en su presencia! ¡Finalmente se saciaron con su sangre! ¡Jesucristo murió en la infamia del suplicio más vergonzoso y en los dolores más sensibles! Cristianos, si vuestra agonía y vuestra muerte son para vuestros enemigos ocasión de insulto y de trato oprobioso, ¿cómo fue la de Jesucristo? No sé si el ángel enviado para suplir la dureza y la insensibilidad de los hombres, no lo fue para enseñarnos que en una ocasión así recibimos consolación del cielo cuando las terrenales nos faltan. No sin un designio particular de Dios fue que los apóstoles, que hubieran debido consolar a Jesucristo, permanecieran en un sopor profundo.
Que el fiel no se asombre pues por encontrarse sin sacerdote en su última hora. Jesucristo reprochó a sus apóstoles porque dormían, no porque lo dejaran sin consolación, sino para enseñarnos que, si entramos en el Huerto de los Olivos, si subimos al Calvario, si expiramos solos y sin socorros humanos, Dios vela por nosotros, nos consuela y abastece todas nuestras necesidades.
Fieles que temen las consecuencias del momento actual, miren a Jesús. Fíjense en El, contémplenlo. El es su modelo. Nada más tengo que decirles sobre este tema.
Después de haberlo contemplado, ¿temen todavía la privación de las oraciones y las ceremonias que la Iglesia estableció para honrar vuestra agonía, vuestra muerte y vuestro sepulcro? Piensen que la causa por la que sufren y mueren convierte a esta privación en una nueva gloria y les da el mérito del último rasgo de semejanza posible con Jesucristo. La Providencia permitió y quiso, para nuestra instrucción, que los fariseos pusiesen guardias en el sepulcro para cuidar el cuerpo de Jesús crucificado; quiso que incluso después de la muerte su cuerpo quedara en manos de sus enemigos, para enseñarnos que por largo que sea el dominio de nuestros enemigos, debemos sufrirlo con paciencia y rogar por ellos.
San Ignacio mártir (*), que con tanto ardor ansiaba ser devorado por las bestias, ¿no prefirió tenerlas por sepulcro antes que al más bello mausoleo? Los primeros cristianos enviados a los verdugos, ¿se afligieron jamás por su agonía y por su sepultura? Ninguno se inquietó por lo que se haría con sus cuerpos. Sí, hijos míos, cuando uno se confía a Jesucristo durante la vida, se confía a él tras la propia muerte.
Jesucristo sobre la cruz y cerca de expirar vio cómo las mujeres, que lo habían seguido desde Galilea, se mantenían alejadas. ¡Su madre, María Magdalena y el discípulo muy amado estaban junto a la cruz en el abatimiento, el silencio y el dolor!… He aquí, hijos míos, la imagen de lo que verán: la mayor parte de los cristianos llora a los fieles sometidos a la persecución, pero se mantienen lejos. Algunos, como la madre de Jesús, se acercan a la víctima inocente que la iniquidad inmola.
Destaco, con san Ambrosio, que la madre de Jesús sabía, al pie de la cruz, que su hijo moría por la redención de los hombres y que, deseando expirar con él para el cumplimiento de esta magna obra, no temía irritar a los judíos con su presencia ni morir con su Hijo divino. Cuando vean, mis queridos hijos, que alguien muere en el desamparo o bajo la espada de la persecución, imiten a la madre de Jesús y no a las mujeres que lo habían seguido desde Galilea. Compenétrense de esta verdad: que el momento más glorioso y más saludable para morir se da cuando la virtud es más fuerte en nuestro corazón. ¡No debe temerse por el miembro de Jesucristo que esté sufriendo! Asistámoslo, aunque no sea más que con nuestras miradas y con nuestras lágrimas.
He aquí, hijos míos, lo que creí mi deber decirles. Lo considero suficiente para responder a sus reclamos y tranquilizar su piedad. He planteado los principios sin entrar en ningún detalle; me parecen inútiles. Vuestras firmes reflexiones los suplirán fácilmente y vuestras conversaciones, si es que la Providencia lo permite, tendrán nuevos deseos. He de añadir, hijos míos, que no debe afligirlos el asombroso espectáculo de que somos testigos. La fe no se compadece con tales terrores: el número de los elegidos siempre es muy pequeño. Sólo teman que Dios les reproche su poca fe y por no haber podido velar una hora con El. Les confesaré sin embargo que la humanidad puede afligirse, pero al hacerles esta confesión, les diré que la fe debe regocijarse.
Dios hace bien todas las cosas. Sostengan esta afirmación, hijos míos: es la única digna de ustedes. Los fieles mismos la sostenían cuando el Salvador hacía curaciones milagrosas. Lo que El hace hoy es mucho más grande. En su vida mortal curaba los cuerpos; actualmente cura las almas y completa por la tribulación el pequeño número de los elegidos.
Cualesquiera sean los designios de Dios para nosotros, adoremos la profundidad de sus juicios y pongamos en él toda nuestra confianza. Si quiere liberarnos, el momento está cerca. Todos se levantan contra nosotros.
Nuestros amigos nos oprimen, nuestros parientes nos tratan como a extraños. Los fieles que participan de los santos misterios con nosotros son apartados con la sola mirada. No sólo temen decir que, como nosotros, son fieles a su patria, sometidos a sus leyes, pero fieles a Dios; temen decir que nos quieren y hasta que nos conocen. Si quedamos sin ayuda del lado de los hombres, henos entonces del lado de Dios que, según el profeta-rey, librará al pobre del poderoso y al débil que no tenga ayuda alguna. El universo es obra de Dios. El lo rige y todo lo que pasa está en los designios de su Providencia. Cuando creemos que la deserción va a ser general, olvidamos que basta un poco de fe para devolver la fe a la familia de Jesucristo, como un poco de levadura hace fermentar toda la masa.
Esos acontecimientos extraordinarios, en que la multitud levanta el hacha para abatir la obra de Dios, sirven maravillosamente para manifestar Su omnipotencia.
En todos los siglos se verá lo que vio el pueblo de Dios cuando el Señor quiso, mediante Gedeón, manifestar su omnipotencia contra los madianitas (Jueces 5). Le hizo despachar casi todo su ejército. Sólo se conservaron trescientos hombres, sin armas incluso, a fin de que se reconociera visiblemente que la victoria venía de Dios. El pequeño número de soldados de Gedeón es figura del pequeño número de elegidos viviente en este siglo. Ustedes vieron, hijos míos, con el más doloroso asombro, cómo de la multitud de los que fueron llamados (ya que toda Francia era cristiana), la mayoría, como en el ejército de Gedeón, permaneció débil, tímida, temerosa de perder su interés temporal. Dios los devolvió. Dios sólo quiere servirse en su justicia de quienes se dan por completo a El. No nos asombremos pues del gran número de quienes lo abandonan. La verdad triunfa, por pequeño que sea el número de quienes la aman y le siguen adictos. En cuanto a mí, sólo tengo un anhelo: el deseo de San Pablo. Como hijo de la Iglesia, añoro la paz de la iglesia; como soldado de Jesucristo, añoro morir bajo sus estandartes.
Si tienen las obras de San Cipriano, léanlas, mis queridos hijos. A los primeros siglos de la Iglesia hay que remontarse sobre todo, para encontrar ejemplos dignos de servirnos como modelo. En los libros santos y en los de los primeros defensores de la fe es donde hay que formarse una idea precisa del objeto del martirio y de la confesión del nombre de Jesucristo. Lo que hay que confesar es la verdad y la justicia, los objetos augustos, eternos, inmutables de la fe. Es el Evangelio, pues las instrucciones humanas, cualesquiera sean, son variables y temporales. En cambio el Evangelio y la ley de Dios están ligados a la eternidad. Será meditando esta distinción como verán claramente lo que es propio de Dios y lo que es propio de César, porque, según el ejemplo de Jesucristo, deben devolver con respeto, al uno y al otro, lo que les deben.
Todas las iglesias y todos los siglos concuerdan: no puede haber nada tan santo y tan glorioso como confesar el nombre de Jesucristo. Pero recuerden, hijos míos, que, para confesarlo de modo condigno con la corona que deseamos, en los tiempos en que más se sufre es cuando hay que manifestar mayor santidad. Nada más bello que las palabras de san Cipriano cuando alaba todas las virtudes cristianas en los confesores de Jesucristo: “Observaron siempre, les dice, el mandato de nuestro Señor con un vigor digno de vuestra firmeza. Conservaron la simplicidad, la inocencia, la caridad, la concordia, la modestia y la humildad. Cumplieron con su ministerio con gran cuidado y exactitud. Trasuntaron diligencia para ayudar a los que tenían necesidad de ayuda, compasión por los pobres, constancia para defender la virtud, coraje para mantener la severidad de la disciplina y, a fin de que nada faltase a los grandes ejemplos de virtud que dieron, he aquí que, mediante una confesión y los sufrimientos generosos, animan extremadamente a sus hermanos al martirio y les señalan el camino”.
Espero, mis queridos hijos, aunque Dios no los llame al martirio ni a una confesión dolorosa de su nombre, poder un día hablarles como él hablaba a los confesores Celerino y Aurelio y alabarles más su humildad que su constancia, glorificarlos más por la santidad de sus costumbres que por sus penas y sus heridas…
En espera de ese feliz momento, aprovechen de mis consejos y sosténganse con mi ejemplo. Dios vela sobre ustedes. Nuestra esperanza tiene fundamento; ella nos muestra o la persecución que termina o la persecución que nos corona. En la alternativa entre una u otra veo el cumplimiento de nuestro destino. Hágase la voluntad de Dios, porque cualquiera sea el modo con que nos libere, sus misericordias eternas se derraman sobre nosotros.
Termino, mis queridos hijos, abrazándolos y rogando a Dios por ustedes. Ruéguenle por mí y reciban mi bendición paternal, como prueba de mis afectos por ustedes, de mi fe y de mi resignación sincera de no tener otra voluntad que la de Dios.
P. Demaris
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(*) Padre apostólico, siglo I, que murió devorado por los leones.
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