lunes, 30 de noviembre de 2015

MES DE MARÍA - Día veinticinco



MARIA CONSIDERADA COMO MADRE DE LOS HOMBRES



VIRGEN DEL ROSARIO, RETABLO EN LA IGLESIA DE BIOT.

Oración para todos los días del Mes
 
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.



CONSIDERACIÓN

Cuando el hombre levanta al cielo sus ojos llorosos, por grande que sea el abismo de iniquidad o de desgracia en que haya caído, encuentra allí la imagen amorosa de un Padre que le inspira valor y confianza. Pero Dios que se complace en que nuestros labios lo invoquen diciéndole: Padre nuestro que estás en los cielos, nos señala también a su lado la imagen de una madre que sonríe llena de amor: esa imagen es la de María.
Así convenía que sucediese, porque la paternidad va siempre unida a la maternidad. Donde existe un padre, hay también una madre. La gran familia de los hijos de Dios no podía carecer de un bien que es común á la familia terrestre: el amor de una madre. Nada hay en el mundo que pueda reemplazar dignamente el amor maternal; su ausencia deja en el corazón de los hijos un vacío que ningún otro amor puede llenar. Es cierto que el amor de Dios satisface cumplidamente las aspiraciones del corazón; pero el amor de María es un afecto que hace brotar en el alma la más grata ternura y la más dulce confianza, y, alojando todo temor, abre el corazón de los hombres a la más halagüeña esperanza.
He ahí porque Dios ha querido que tuviésemos, no solamente una madre en el mundo, sino también una madre en el cielo. Próximo a espirar en la cruz, quiso Jesús darnos una última y suprema manifestación de su amor. Pero ¿Qué podría darnos en el estado a que la perfidia de los hombres lo había reducido? Des nudo de todo bien terreno, sin poseer ni siquiera la túnica que había vestido durante su vi da, lo único que le quedaba era su madre que lloraba afligida al pie de la cruz de su sacrificio. Y después de habernos dado toda su sangre, después de haberse dado á si mismo en el Sacramento de nuestros altares, Jesús moribundo, lanzando sobre el mundo una última mirada de amor y de misericordia, nos lega a María por madre en la persona de su amado discípulo, diciéndole: He ahí a tu Madre, después de haber dicho a María: He ahí a tu Hijo, señalando al discípulo. ¡Oh! mujer afligida, le dice, a quien un amor infortunado os hace experimentar tan rudos sufrimientos, esa misma ternura de que estáis llena por mi, tened la por todos los redimidos con mi sangre, representados en la persona de Juan; amadlos como me habéis amado a mi.
Después de estas palabras, Jesús inclina su cabeza sobre el pecho y muere. Parece que faltaba el último sello de la salvación del mundo, que consistía en hacer a los hombres el precioso legado del corazón de su madre. ¡Ah! si los últimos encargos de un hijo moribundo son tan sagrados para una madre, ¿cómo dudar de que María nos aceptase por sus hijos después de la tierna recomendación de Jesús agonizante? Si, nuestra adopción de hijos es tanto más amada para ella, cuánto más cara le ha costado. Ella sacrifica, por salvarnos, a su Hijo único, y prefiere verlo espirar en un mar de tormentos á vernos á nosotros perdidos. Dos hijos tuvo María: el uno inocente y el otro culpable; pero con tal de salvar al culpable consiente en entregar a la muerte al inocente. ¿Puede concebirse un amor más tierno y desinteresado? ¿Puede exigírsele una prueba más elocuente de su amor por los hombres? Como si esta fineza no bastara a convencernos de su amor, no cesa de añadir nuevos y brillantes testimonios de su maternal afecto. No hay miseria que no esté pronta a remediar, no hay necesidad que no satisfaga, no hay lágrimas que no enjugue ni dolor que no temple. María está sentada en un trono de misericordia, dispuesta siempre a escuchar el grito de nuestras necesidades; ella depone a los pies de su Hijo la ofrenda de nuestras lágrimas, y para hacer de ellas un holocausto más valioso, las mezcla con alguna de las que ella derramó al pie de la cruz.
¡Ah! ¿quién no amará a tan tierna madre? Su amor es el consuelo más dulce de la vida; ese amor hace gustar en medio de los trabajos y amarguras del destierro, las primicias de la felicidad eterna. «¡Qué consuelo, exclama Tomás de Kempis, no debéis encontrar en medio de las penas de la vida, en las entrañas de aquella en quien se ha encarnado la misericordia y a quien el Salvador ha colocado a su diestra para hacer de ella la dispensadora de todas sus gracias!»
 
EJEMPLO
 
La vuelta de un pródigo.



EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO (FRAGMENTO), REMBRANDT VAN RIJN.

En un hermoso día de primavera acababa de pasearse la imagen de María por entre sendas de flores y arcos triunfales en un pueblo situado al sur de Francia. Terminada la fiesta religiosa, el párroco se había retirado a su casa para terminar en el silencio de la oración un día lleno de dulces y santas emociones; ponía fin al rezo divino con el Salve Regina, cuando oyó que llamaban a su puerta. En el umbral de esta puerta que nunca se cierra, apareció un joven sombrío y taciturno que con acento tembloroso dijo al sacerdote: - No tengo el honor de conoceros; pero sé que sois el padre de todos y en especial de los desgraciados. Este titulo me da derecho para importunaros, viniendo en solicitud del auxilio de vuestro sagrado ministerio. -Decid lo que queráis, hijo mío, le dice con bondad paternal el sacerdote; que las horas más felices del párroco son aquellas en que le es dado endulzar las amarguras de la desgracia. Dios nos hace a menudo testigos de resurrecciones inesperadas. Ministro de Aquel que llamó a Lázaro de la podredumbre del sepulcro, estamos siempre dispuestos a sacar las almas del cieno de la culpa y restituirías a la vida de la gracia.
Al oír estas palabras, el joven pareció reanimarse, y un rayo de alegría surcó su frente pálida.
-Yo, dijo en seguida, soy uno de esos desgraciados que naufragan desde temprano en la corriente de las pasiones, olvidando las enseñanzas de una madre cristiana y el respeto que se debe a un nombre ilustre. Llegado a esa edad en que las pasiones alborotan el corazón me dejé arrastrar de pérfidos consejos, y pronto hube de reconocer que un abismo llama a otro abismo. Irritado por las reconvenciones saludables de mi virtuosa madre, resolví, alejarme y dar libre curso a mis ilusiones juveniles. Mi padre puso en mis manos una considerable cantidad de dinero, para que viajase por los Estados Unidos de América de los que tan lisonjeras alabanzas habla oído a mis compañeros de placer y de desórdenes. Mi madre lamentó profundamente esta resolución; porque Dios ha concedido al amor de las madres cierta luz e intuición profética sobre el porvenir de sus hijos. Ella me siguió con sus oraciones derramadas sin cesar a los pies de María y con sus cartas llenas de conmovedoras exhortaciones.
No necesito deciros que esta libertad me fue funesta, y amaestrado ahora por dolorosa experiencia, yo diría a todas las madres que no permitiesen viajar solos a sus hijos en la edad de las ilusiones. Me establecí por algún tiempo en Washington, donde mi vida transcurrió entre partidas de placer y de disolución.
Un día arriesgué en el juego todo el dinero que me quedaba, y de improviso me vi sumido en la mayor miseria en tierra extraña y sin re cursos para volver a mi patria. En esta situación fui a ver al capitán de un buque francés para que me recibiera en su nave sin pagar flete, lo que no me fue concedido sino a condición de que fuese en la tripulación como criado.
Aunque esto era para mi en extremo humillante, hube de aceptarlo; y vistiendo el traje de marinero, comencé a trabajar como los de más.
Pero no era esta ni la única ni la mayor des gracia que me acarrearon mis locos devaneos. En nuestro viaje de regreso nos asaltó una furiosa tempestad a las alturas de las islas Azores. Gruesas nubes se amontonaron sobre nuestras cabezas y el mar levantaba montañas de agua. Un huracán deshecho rompió nuestro palo mayor, y la nave, falta de gobernalle fue a estrellarse contra enormes rocas. En aquel angustioso momento, imploré postrado de rodillas sobre cubierta, a Aquella que es llamada Estrella de la mañana, prometiéndole que, si libraba de aquel peligro; pondría fin a mis desórdenes. Entonces me lancé al mar asido de una tabla, y por espacio de veinticuatro horas floté a merced de los vientos y las olas.
Quiso mi buena protectora que pasase cerca de mí un barco americano que iba en dirección a Marsella, y me recogiese a bordo.
Vengo, pues, a cumplir mi promesa, postrándome a vuestros pies para confiaros los secretos de mi conciencia. Dignaos abrirme las puertas del cielo y derramar sobre mi alma con la santa absolución una gota de esa dulce paz que hace quince años que no he gustado...
La bondad maternal de María devolvía a un nuevo pródigo al doble regazo de la religión y de la familia.
 
 
JACULATORIA
 
Madre de Dios, madre mía,
un hijo amante te invoca,
ven en mi auxilio ¡oh María!
 

ORACIÓN DE SAN FRANCISCO DE SALES
A LA SANTISIMA VIRGEN CONSIDERADA COMO MADRE

 
Yo os saludo, dulcísima Virgen María, Madre de Dios, y os escojo por madre querida. Os suplico me aceptéis por hijo y servidor vuestro, porque yo no quiero te ner otra madre sino á Vos. No olvidéis ¡oh mi buena, graciosa y dulce madre! que soy vuestro hijo y una criatura vil y miserable. Dirigidme en todas mis acciones, porque soy un pobre mendigo que tengo extrema necesidad de vuestro socorro y protección. Santísima Virgen, mi dulce madre, hacedme participante de vuestros bienes y de vuestras virtudes, principalmente de vuestra santa humildad, de vuestra virginal pureza y de vuestra encendida caridad. No me digáis ¡oh María! que no podéis hacerlo, porque vuestro amado Hijo os ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. No me digáis tampoco que no debéis hacerlo, porque Vos sois la madre común de todos los pobres hijos de Adán y especialmente la mía. Y si sois madre y reina poderosa ¿qué os podría excusar de prestarme vuestra asis­tencia? Acceded, pues a mis súplicas, escuchad mis gemidos y concededme todos los bienes y gracias que sean del agrado de la Santísima Trinidad, objeto de mi amor en el tiempo y en la eternidad. Amén.
 
 

PRÁCTICAS ESPIRITUALES

1. Incorporarse en alguna cofradía que tenga por objeto honrar a María bajo alguna de sus consoladoras advocaciones.
2. Abstenerse de todo acto de impaciencia o de ira.
3. Rezar el oficio parvo de la Santísima Virgen, pidiéndole que nos conceda su protección durante la vida y en especial en la hora de la muerte.
 
Oración final para todos los días
 
  ¡Oh María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio. Dignaos presentarnos a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.






















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