CONSAGRADO A HONRAR
LA NATIVIDAD DE MARÍA
EL NACIMIENTO DE LA SANTÍSIMA
VIRGEN, GIOTTO.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
En
una modesta estancia de la ciudad de Nazaret vivían olvidados del
mundo dos ancianos esposos: Joaquín, descendiente de la familia de
David y Ana, vástago ilustre de la familia de Aarón. Ambos eran
justos en la presencia de Dios y observaban su ley con un corazón
puro. Sin embargo, faltaba a su vida una gran bendición: eran
ancianos ya, y el cielo les había negado el consuelo de la
paternidad. Ningún hijo que endulzase las amarguras de la decrepitud
crecía en su solitario hogar. Esto turbaba la paz de sus tranquilos
días y les arrancaba copiosas lágrimas, porque la esterilidad era
un oprobio en Israel. Para obtener la gracia de la fecundidad, ellos
se habían obligado en voto a consagrar a Dios el primer fruto de su
unión, si se dignaba bendecirla.
Después
de veinte años de fervorosas plegarias, se presenta un ángel a
Joaquín y le dice: «Tus oblaciones han sido agradables al Señor y
tus oraciones y las de tu esposa han sido oídas. Ana dará a luz
una hija, a la cual pondrás el nombre de María ella pertenecerá al
Señor desde su infancia, y será perpetuamente virgen.”
Eran
los primeros días del sexto mes del año 734 de la fundación de
Roma. Mil demostraciones de alegría se dejaban notar dentro de la
antes desierta y silenciosa casa de Joaquín. Ana acababa de dar a
luz una hija más hermosa que la azucena del valle y más pura que
las primeras luces del alba.
Sólo
algunos parientes y amigos rodeaban su cuna uniéndose al gozo de los
felices padres. En torno suyo no se veía ni real magnificencia, ni
se escuchaban alegres sinfonías, ni se aderezaban suntuosos
festines. El mundo no estaba allí, sólo se ostenta el dulce gozo de
la familia, que bendecía la mano bienhechora que hacía nacer la
felicidad en un hogar tanto tiempo habitado por el dolor.
Pero
si este acontecimiento se realiza ignorado del mundo, en cambio los
ángeles lo celebran en el cielo con cánticos de júbilo, y el
infierno se estremece, presintiendo su próxima derrota. Acababa de
nacer la Reina de los ángeles y la mujer destinada a quebrantar la
cabeza de la serpiente. Se levantaba sobre el oscuro horizonte del
mundo la bella aurora que anunciaba la Venida del Sol de justicia.
Pero, aquella que en el teatro mismo de la muerte y del pecado, se
levantó como una promesa de vida y de salvación, apareció en el
mundo cercada de pobres y humildes apariencias. El techo de una
modesta estancia cobija su cuna. Unos cuantos vecinos y parientes,
pobres como ella, forman su corte.
María
se regocijaba de este olvido y se gozaba en su oscuridad. Nacida para
Dios, nada le importaba la estimación del mundo. Deseosa sólo de
dar gloria a Dios despreciaba la efímera gloria y los vanos honores
de los hombres.
¡Qué
elocuente lección para nosotros, que tan prendados vivimos de los
falsos honores y pasajera gloría del mundo! Riquezas, honores,
renombre, estimación, he aquí lo que ansiosamente buscamos, sin
parar un momento la atención en la nada y vanidad que envuelven. Las
arcas repletas de oro, si nos prestan comodidades temporales están
muy lejos de darnos la verdadera felicidad, que consiste en la paz
del alma y en la tranquilidad de la conciencia; antes bien su
posesión no nos satisface, el cuidado de conservarlas nos turba, su
adquisición nos impone duros sacrificios y su pérdida nos
desespera. Muchas veces el rico que sobrenada en riquezas es más
desgraciado que el pobre labriego que vive bajo un techo de paja, que
come un pan escaso y reposa de sus fatigas en desabrigado lecho. Si
Dios se digna concedernos las riquezas, no encerremos nuestro corazón
en las arcas que las guardan, y no busquemos en su posesión el bien
supremo de la vida. Si no somos pobres en el efecto, seámoslo en el
afecto.
Los
honores y la gloria son el barniz de la vida, inestables como el
carmín de las flores, vano como el perfume que el viento desvanece y
erizado de espinas como el tallo de las rosas. Sin embargo, tras de
esos bienes vanos e inestables corre el mundo desalado.
El
nacimiento de María nos enseña a no fundar en esas frivolidades un
titulo de orgullo, despreciando a los que están colocados en esfera
inferior a la nuestra. ¿Qué son esos bienes comparados con los de
la eternidad? Polvo y paja. ¿De qué sirven al rico sus tesoros y al
grande sus honores, si su eterna morada es el infierno? ¿Y qué
puede importar al pobre su miseria, al humilde sus abatimientos, si
al fin encuentra en el cielo riquezas que no se agotan y honores que
no desvanecen jamás? Busquemos ante todo el reino de Dios y su
justicia, que lo demás se nos dará por añadidura.
EJEMPLO
María consoladora de los afligidos
San Francisco de Sales, fundador de
la Orden de La Visitación.
Uno
de los más insignes devotos de María, de los que en el seno de la
Iglesia se han distinguido más por su fervor en honrarla, ha sido
San Francisco de Sales, honra y lumbrera del episcopado católico.
Cuando este ilustre Santo era todavía estudiante en Paris, quiso
Dios aquilatar su virtud, permitiendo que fuera tentado en orden a su
predestinación. El espíritu de las tinieblas le sugirió la idea de
que era inútil cuanto hacía por adelantar en los caminos de la
santificación, porque estaba irremisiblemente condenado.
Compréndese
fácilmente cuán horribles serían las angustias del santo joven,
estando en la persuasión de que él, que tanto amaba a Dios, se
hallaría en la necesidad de odiarlo, maldecirlo y blasfemarlo, por
toda una eternidad en el infierno. Esta consideración, que para
cualquier alma que tiene fe, bastaría para convertir la vida en un
infierno anticipa do, era para Francisco un martirio más cruel que
las torturas de los mártires. Aquella idea, clavada día y noche en
su mente, alejaba el sueño de sus ojos y le hacia olvidar el
alimento y el reposo no permitiéndole hacer otra cosa que llorar.
Pálido, triste, agitado, se arrastraba como un espectro por las
calles de París sin rumbo fijo y abismado en profunda meditación.
Agobiado
bajo el peso de esta enorme montaña y buscando en todas partes un
consuelo que no hallaba en ninguna, penetró un día en el templo de
San Esteban para ir a postrarse a los pies de la Santísima Virgen,
su protectora, su refugio y su madre. Allí, deshecho en un río de
lágrimas, levantó hacia ella sus ojos cansados de llorar, y, con
todo el amor que ardía en su corazón, le dijo: «Si es tanta mi
desdicha que he de condenarme y estar eternamente en la desgracia de
Dios después de mi muerte, a lo menos, concédeme el consuelo de
poderlo amar durante toda mi vida.» Y tomando en su mano una
tablilla que estaba colgada al lado del altar y en la cual se hallaba
escrita la bella oración de San Bernardo, acordaos,
oh piadosísima Virgen María, la
rezó con un fervor que conmovió, sin duda, las entrañas maternales
de la que con tanta razón es llamada Consoladora de los afligidos. Y
a fin de interesar más y más su protección hizo allí voto de
perpetua virginidad y la promesa de rezarle todos los días de su
vida una tercera parte del Rosario.
Tan
tierno, tan puro y tan probado amor merecía ciertamente una
recompensa digna de tanta fidelidad, tornando en dulcísima paz los
tormentos que martirizaban aquel corazón tan desinteresado en amar
como constante en sufrir. Como el navegante que, tras de larga y
tormentosa noche, ve amanecer un día sereno en un mar en calma, así
sintió Francisco que tras de dos meses de crueles padecimientos,
renacía el sosiego del alma y se disipaban al soplo del cielo
aquellos negros temores que, a no estar sostenido por la gracia, lo
habrían precipitado en el abismo de la desesperación. El que
momentos antes creía que su destino habría de ser odiar a Dios
eternamente en el infierno, tuvo la dulce certidumbre de que lo amaría y bendeciría eternamente en el cielo. Cierto que esta gracia
le había sido alcanzada por la intercesión de María, a quien
acababa de invocar en el extremo de su aflicción, redobló su amor y
su confianza hacía tan bondadosa Madre: y fiel a sus promesas, la
amó y honró toda su vida con la ternura del hijo más amante.
En
medio de las aflicciones y adversidades que siembran el camino de la
vida, busquemos en el regazo de María, siempre abierto para los
desgraciados, consuelo y amparo.
JACULATORIA
¡Oh
amable Reina del cielo!
Sé
en la desgracia mi aliento
Y
en la aflicción mi consuelo.
ORACIÓN
Llenos
nuestros corazones del más puro regocijo, venirnos ¡oh tierna y
hermosa Niña! a presentarte nuestros homenajes de amor al pie de la
pobre cuna en que dulcemente te adormías durante las bellas horas de
tu infancia. Si el mundo te desconoció y si los hombres no vieron en
Ti sino a una pobre hija de Adán, porque no eran de púrpura tus
panales ni fue tu cuna recamada de oro, nosotros te saludamos como á
la aurora de bendición que anuncia la salida del sol de justicia.
Entre las modestas apariencias que te cercan, vemos en Ti a la
corredentora del linaje humano y a la Madre del Salvador del mundo.
Tú viniste a la tierra para ser la consoladora de los afligidos, el
amparo de los débiles y el sagrado asilo de los desventurados. Tú
naciste para ser un puerto de salvación para los infelices náufragos
de la vida, un escudo de protección contra las asechanzas del
infierno y una estrella cuya luz apacible guía los pasos de los
peregrinos de este valle oscuro y desolado; por eso tu nacimiento es
para nosotros un motivo del más ardiente júbilo. El ha glorificado
a la Trinidad, ha regocijado a los ángeles y ha hecho temblar al
infierno. Dígnate ¡oh María! nacer nuevamente en nuestros
corazones por el amor y hacer brotar en nuestras almas los
sentimientos que abrigaba la tuya cuando naciste al mundo. Inspíranos
un santo desprecio por los honores y riquezas y vanos placeres de la
tierra para que ardiendo sólo en las llamas del amor divino, no
busquemos ni al emos otros bienes ni otros tesoros que los del cielo.
Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Desprenderse de algún objeto que sea ocasión de vanidad, o a lo
menos dejar de usarlo en este día.
2.
Rezar devotamente las Letanías de la Santísima Virgen para honrarla
en su gloriosa Natividad.
3.
Dar una limosna a los pobres.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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