viernes, 6 de noviembre de 2015

MES DE MARÍA - Día Tres



CONSAGRADO A HONRAR


LA NATIVIDAD DE MARÍA




EL NACIMIENTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN, GIOTTO. 


Oración para todos los días del Mes

¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.




CONSIDERACIÓN

En una modesta estancia de la ciudad de Nazaret vivían olvidados del mundo dos ancianos esposos: Joaquín, descendiente de la familia de David y Ana, vástago ilustre de la familia de Aarón. Ambos eran justos en la presencia de Dios y observaban su ley con un corazón puro. Sin embargo, faltaba a su vida una gran bendición: eran ancianos ya, y el cielo les había negado el consuelo de la paternidad. Ningún hijo que endulzase las amarguras de la decrepitud crecía en su solitario hogar. Esto turbaba la paz de sus tranquilos días y les arrancaba copiosas lágrimas, porque la esterilidad era un oprobio en Israel. Para obtener la gracia de la fecundidad, ellos se habían obligado en voto a consagrar a Dios el primer fruto de su unión, si se dignaba bendecirla.
Después de veinte años de fervorosas plegarias, se presenta un ángel a Joaquín y le dice: «Tus oblaciones han sido agradables al Señor y tus oraciones y las de tu esposa han sido oídas. Ana dará a luz una hija, a la cual pondrás el nombre de María ella pertenecerá al Señor desde su infancia, y será perpetuamente virgen.”
Eran los primeros días del sexto mes del año 734 de la fundación de Roma. Mil demostraciones de alegría se dejaban notar dentro de la antes desierta y silenciosa casa de Joaquín. Ana acababa de dar a luz una hija más hermosa que la azucena del valle y más pura que las primeras luces del alba.
Sólo algunos parientes y amigos rodeaban su cuna uniéndose al gozo de los felices padres. En torno suyo no se veía ni real magnificencia, ni se escuchaban alegres sinfonías, ni se aderezaban suntuosos festines. El mundo no estaba allí, sólo se ostenta el dulce gozo de la familia, que bendecía la mano bienhechora que hacía nacer la felicidad en un hogar tanto tiempo habitado por el dolor.
Pero si este acontecimiento se realiza ignorado del mundo, en cambio los ángeles lo celebran en el cielo con cánticos de júbilo, y el infierno se estremece, presintiendo su próxima derrota. Acababa de nacer la Reina de los ángeles y la mujer destinada a quebrantar la cabeza de la serpiente. Se levantaba sobre el oscuro horizonte del mundo la bella aurora que anunciaba la Venida del Sol de justicia. Pero, aquella que en el teatro mismo de la muerte y del pecado, se levantó como una promesa de vida y de salvación, apareció en el mundo cercada de pobres y humildes apariencias. El techo de una modesta estancia cobija su cuna. Unos cuantos vecinos y parientes, pobres como ella, forman su corte.
María se regocijaba de este olvido y se gozaba en su oscuridad. Nacida para Dios, nada le importaba la estimación del mundo. Deseosa sólo de dar gloria a Dios despreciaba la efímera gloria y los vanos honores de los hombres.
¡Qué elocuente lección para nosotros, que tan prendados vivimos de los falsos honores y pasajera gloría del mundo! Riquezas, honores, renombre, estimación, he aquí lo que ansiosamente buscamos, sin parar un momento la atención en la nada y vanidad que envuelven. Las arcas repletas de oro, si nos prestan comodidades temporales están muy lejos de darnos la verdadera felicidad, que consiste en la paz del alma y en la tranquilidad de la conciencia; antes bien su posesión no nos satisface, el cuidado de conservarlas nos turba, su adquisición nos impone duros sacrificios y su pérdida nos desespera. Muchas veces el rico que sobrenada en riquezas es más desgraciado que el pobre labriego que vive bajo un techo de paja, que come un pan escaso y reposa de sus fatigas en desabrigado lecho. Si Dios se digna concedernos las riquezas, no encerremos nuestro corazón en las arcas que las guardan, y no busquemos en su posesión el bien supremo de la vida. Si no somos pobres en el efecto, seámoslo en el afecto.
Los honores y la gloria son el barniz de la vida, inestables como el carmín de las flores, vano como el perfume que el viento desvanece y erizado de espinas como el tallo de las rosas. Sin embargo, tras de esos bienes vanos e inestables corre el mundo desalado.
El nacimiento de María nos enseña a no fundar en esas frivolidades un titulo de orgullo, despreciando a los que están colocados en esfera inferior a la nuestra. ¿Qué son esos bienes comparados con los de la eternidad? Polvo y paja. ¿De qué sirven al rico sus tesoros y al grande sus honores, si su eterna morada es el infierno? ¿Y qué puede importar al pobre su miseria, al humilde sus abatimientos, si al fin encuentra en el cielo riquezas que no se agotan y honores que no desvanecen jamás? Busquemos ante todo el reino de Dios y su justicia, que lo demás se nos dará por añadidura.



EJEMPLO
María consoladora de los afligidos