domingo, 8 de noviembre de 2015

MES DE MARÍA - Día siete



CONSAGRADO A HONRAR LA ANUNCIACION DE MARÍA


LA ANUNCIACIÓN, FRAY ANGÉLICO.

Oración para todos los días del Mes
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.



CONSIDERACIÓN

María se vio precisada a dejar la amable soledad del templo para dar su mano de esposa a un varón santo y justo a quien la divina Providencia confiaba el tesoro de su virginidad. Pero ella, al alejarse de la casa del Señor donde había visto transcurrir los más bellos años de su vida, había dejado allí su corazón. Había entrado en el mundo, pero había hecho de su hogar un asilo solitario donde no llegaba el ruido del mundo. El trabajo y la oración seguían ocupando todas las horas del día, y el perfume de sus virtudes se conservaba siempre intacto bajo el techo de su silenciosa morada de Nazaret.
Así discurrían felices y tranquilos los días de la hija de Ana cuando sonó en el reloj de los tiempos la hora afortunada en que la lluvia celestial debía dar el Justo a la tierra. Esa virgen humilde y desconocida del mundo era el objeto de las más dulces complacencias del Señor y la mujer destinada a dar a luz al Redentor. Pero Dios, que ha dado al hombre la libertad, la respeta; el gran misterio de la Encarnación del Verbo no se realizaría mientras que esa mujer incomparable no diese su consentimiento en orden a su maternidad divina. Para solicitarlo, despréndese el arcángel Gabriel de la celeste turba que rodea el trono del Altísimo y desciende más veloz que una saeta a la humilde estancia de María. Ella hacía en este momento la oración de la tarde y acaso pediría al cielo que enviase pronto al Libertador de su pueblo. La presencia del mensajero del cielo, que había penetrado a su retiro sin abrir sus puertas, llena de turbación a María; pero su turbación se redobla al escuchar de los labios del ángel la extraña salutación que la dirige: “Dios te salve, María, llena eres de gracia; el Señor es contigo y bendita eres entre todas las mujeres.» La adorable Trinidad la había reservado ese género desconocido de salutación para dar a conocer a los siglos la excelsa dignidad de María; pero su humildad no le permite reconocerse en ese inaudito elogio, porque ella ignora los tesoros de gracias que encierra dentro de sí misma. María nada responde, porque la más grande turbación la agita: y no sabiendo qué hacer ni qué decir; guarda silencio y piensa cual será el significado de tan extraña embajada. -El ángel, que conoció su turbación, la dijo con dulzura: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; concebirás en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás el nombre de Jesús; él será grande y será llamado el Hijo del Altísimo; Dios le dará el trono de su padre David; reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin.» - Al escuchar este inesperado anuncio, la turbación de María crece. Ella recuerda entonces que su virginidad ha sido sellada con un voto solemne y perpetuo, y vacila entre ser madre de Dios y renunciar a esa cualidad tan querida de su corazón. Y en medio de esta cruel vacilación, pregunta «al casto amador de las almas púdicas.» ¿Cómo podrá ser esto, cuando yo soy virgen y he prometido serlo siempre?
¡Oh María! ¿Por qué vaciláis? ¿No veis tantos siglos inclinados en vuestra presencia, que aguardan su libertad colgados de vuestros labios? Olvidad los honores inmensos a que vuestra humildad resiste y considerad solamente el porvenir del mundo, la salvación del linaje humano y la gloria de Dios. -Pero la vacilación de María persevera hasta que el ángel le manifiesta la manera inefable como se obrará el misterio: «El Espíritu Santo sobre vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra.» La virginidad queda salvada y sólo se le exige el sacrificio de su humildad; pero la humildad de corazón no está reñida con la grandeza, y María exclama: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra.» -El ángel se retira entonces para dar lugar a la realización del augusto misterio.
¡Oh virtud preciosa de la humildad! Porque María, enamorada de ti, te había escogido para ser la joya más preciada de su corazón, Dios escogió su seno para tomar en él la naturaleza humana. Si, el Dios que abate á los soberbios y engrandece e los humildes, no podía llegar á la tierra sino en alas de la humildad. La soberbia se había enseñoreado del mundo desde que nuestros primeros padres cedieron a sus engañosas sugestiones, y desde entonces ella había dominado todos los corazones y causado todas las grandes desdichas de la humanidad. Convenía que el gran res­taurador comenzase por abatirla, poniendo la humildad por base de toda sólida e imperecedera grandeza. La soberbia arrebata a Dios la gloria que a él sólo pertenece, haciendo que los hombres se atribuyan a sí mismos los bienes que sólo deben a la bondad divina y que se engrían neciamente de los dones que Dios les ha dado en préstamo, creyéndose independientes de su soberano bienhechor y negándole la gratitud que su generosidad reclama.
La humildad devuelve a Dios la gloria que la soberbia le usurpa, y se complace en reconocerlo a él solo como digno de honor y de alabanza, sin dejar a los hombres más que el derecho de bendecir la mano generosa que los provee de numerosos dones sin haberlos merecido. Ella despierta la gratitud más ardiente en el corazón humano hacia el dador de todo bien, no permitiéndole que, poseído de una falsa suficiencia se crea desligado de todo deber para con Dios. Mientras el humilde todo lo atribuye a Dios, el soberbio se lo atribuye todo á si mismo; mientras el uno lo bendice y lo ama, el otro lo olvida y lo desconoce. Por eso la humildad es tan querida de Dios; por eso la regala con sus más grandes recompensas, y por eso la exalta, la engrandece y la hace depositaria de sus más ricos dones.
En el corazón humilde mora la paz como en su asiento, porque no siente el aguijón de las grandezas, de los honores y del fausto, y se contenta con lo que el Señor le da. No creyéndose acreedor a nada, se satisface con poco y aún de ese poco se juzga indigno, dando por ello á Dios gracias infinitas y perpetuas alabanzas. Seamos humildes, si queremos que Dios nos ame: hagámonos humildes para ser verdaderamente grandes.


EJEMPLO
María, asiento de la Sabiduría