DESTINADO A HONRAR LA VISITACION DE MARÍA A SANTA ISABEL
LA VISITACIÓN, LORENZO MÓNACO.
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACIÓN
Acababa
de realizarse en María el gran misterio de la Encarnación del
Verbo. Dios había tomado ya posesión de su castísimo seno y
habitaba en él comunicándole todos los tesoros de su amor y
caridad. La Santísima Virgen se abrasaba en vivísimas llamas de
celo por la gloria de Dios y por el bien de los hombres. Fruto de ese
celo fue la visita de María a su prima Santa Isabel para ir a
derramar la gracia, la salvación y la vida en la casa del anciano
Zacarías, y sacar el alma de Juan Bautista de las sombras del pecado
y de la muerte.
La
larga distancia que separaba a Nazaret de la morada de Isabel, un
camino erizado de montañas, cortado por torrentes y despeñaderos y
cruzado por extensos desiertos; la delicadeza de su edad, el habito
de una vida silenciosa y retirada, nada es bastante a detener el celo
de María. Ya a salvar un alma y a acrecentar la dicha de la estéril
esposa de Zacarías, que había concebido en el invierno de la
ancianidad un tardío, pero precioso fruto.
Al
ver a María, Isabel experimenta una emoción desacostumbrada. Su
rostro se anima; sus ojos se encienden; brilla en su frente un rayo
de inspiración profética y, en medio de los transportes de su
admiración, exclama; Tú
eres bendita entre todas
las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre
-María, en un rapto de celestial arrobamiento al contemplar las
maravillas del Señor prorrumpe en un cántico de gratitud: Mi
alma
glorifica
al Señor y mi espíritu se transporta de gozo en Dios mi Salvador.
Así
es como la Madre de Dios abre la senda del apostolado y da a los
obreros del Evangelio la primera lección de celo por la salvación
de las almas. Ella interrumpe el éxtasis dulcísimo en que se
embebecía en la contemplación del amado de su alma que habita en su
seno, para ir a derramar el raudal de la gracia que emanaba de la
fuente que en sus entrañas llevaba. Su caridad la hacia olvidarse de
sí misma para comunicar a otros sus celestiales incendios. Para ello
tiene que soportar grandes sacrificios y someterse a humillaciones
profundas. No importa: comprende mejor que nadie el mérito del
sacrificio y el precio de la humillación voluntaria; sabe que el
Dios humanado, que lleva en su seno, ha venido al mundo a
sacrificarse en aras del amor y a envilecerse para dar muerte a la
soberbia. El amor de Dios y el amor del prójimo la conducen hasta la
lejana morada donde el Precursor de su Hijo va a ser dado a luz; ella
se apresura a santificarlo para que sea un digno heraldo del Redentor
y un apóstol que atraiga los hombres a la penitencia con sus
palabras y el ejemplo de la santidad.
Así
busca María la gloria de Dios y así se emplea su caridad en
beneficio de sus hermanos. ¡Qué hermosas y fecundas enseñanzas
para nosotros que con tan fría indiferencia miramos la salvación de
las almas! Vemos a millares que se pierden porque no hay una mano
compasiva que las arranque del vicio, del error y de la muerte. Nos
parece que esa tarea de caridad esta sólo reservada a los ministros
del Evangelio, sin pensar que cada uno tiene el deber de dar gloria a
Dios y de atraer a los que se separan del camino del bien y de la
salvación. Cada hombre tiene un campo más o menos vasto en que
emplear su celo. Todos tienen medios de influir sobre los suyos, a
fin de preservarlos de la perdición y enderezarlos por el buen
camino. No es mies la que escasea, sino operarios celosos que la
sieguen. Dios quiere que por amor suyo cada uno de nosotros se haga
un obrero de su viña. El que ama verdaderamente a Dios, no puede
dejar de interesarse por la salud de las almas que son hijas de sus
sacrificios y frutos de su sangre. Si comprendiéramos el precio de
las humillaciones y de los dolores de Jesucristo, entonces nos
esmeraríamos en dilatar el reino de Dios y atraer ovejas a su
rebaño. Entonces antepondríamos con gusto a todas las ambiciones
mundanas la gloria de asociarnos a la obra de la redención,
derramando, si no nuestra sangre, al menos nuestros sudores, a fin de
salvar una sola alma. Porque salvar un alma es una gloria más grande
que todas las obras del genio, que todos los prodigios del arte, que
todo el honor de los conquistadores y que la posesión del mundo
entero. Porque la salvación de un alma da más gloria a Dios que
cuanto los hombres pueden darle consagrándole todo lo que forma el
orden material. Y bien, ¿dónde están las obras de nuestro celo?
¿Qué hemos hecho para dilatar el reino de Dios conquistando almas
para el cielo? ¿Cuáles son las que nos servirán de corona en el
día de las supremas recompensas? Dejemos nuestras casas y
olvidémonos un momento de nosotros mismos, como María, para ir en
busca de almas que santificar, de corazones que encender en amor
divino y de inteligencias que iluminar con las luces de la fe.
Acudamos en auxilio del apostolado católico, que apenas basta para
las numerosas necesidades que reclaman su atención. Consideremos
que existen muchos pequeñuelos que piden pan y que no hay quién se
lo distribuya.
EJEMPLO
El castigo de un sacrilegio
Luís Veuillot
(1813-1883).
El
célebre escritor católico Luís Veuillot refiere en una de sus
obras el hecho siguiente, que demuestra como castiga Dios a los
profanadores de las imágenes de su santa Madre.
Es
sabido que en el silo de 1793 la Francia fue teatro de escenas que la
historia recuerda con horror. La impiedad triunfante convirtió a
este país en un lago de sangre y lágrimas, en cuyo abismo cayeron
el trono y los altares. Los sacerdotes fueron perseguidos de muerte,
los templos prostituidos y las santas imágenes derribadas.
En
ese tiempo un ejército francés se dirigió a los Pirineos para
contener al ejército español que invadía el territorio con motivo
del asesinato del rey Luis XVI. Tres jóvenes franceses, que se
encaminaban a incorporarse en las huestes de la Convención, se
detuvieron al frente de un templo católico en cuyo frontispicio se
veía una estatua colosal de la Santísima Virgen.
A
la vista de esta imagen se le ocurrió a uno de ellos hacerla blanco
de sus tiros para ejercitarse en el manejo de las armas. Otro de los
compañeros aceptó entre burlas impías el sacrílego proyecto; el
tercero, menos descreído, intentó en vano disuadirlos de tal
propósito.
En
efecto, los tres cargaron sus fusiles: apuntó el primero, y la bala
fue a clavarse en la frente de la sagrada Imagen; apuntó el segundo
y el proyectil dio en el pecho de la efigie de María. Vacilaba el
tercero, y bien hubiera querido excusarse de cometer aquel atentado
sacrílego; pero temeroso de las burlas de sus compañeros, apuntó
temblando y con los ojos cerrados, y la bala fue a estrellarse en la
rodilla de la venerada estatua. El pueblo estaba horrorizado, pero
en aquellos tiempos de terror nadie se atrevía a manifestar sus
sentimientos; sin embargo, una anciana, sin poder contener su
indignación, les dijo como inspirada por una luz profética. «Vais
a la guerra; pero sabed que la nefanda acción que acabáis de
cometer os acarreara grandes desdichas.»
Efectivamente,
desde su salida de la población comenzaron a experimentar muchos y
muy graves contratiempos antes de reunirse con el ejército francés.
A poco de su llegada trabóse una acción entre los ejércitos.
Nuestros tres camaradas concurrieron a ella y pelearon con denuedo;
pero de lo alto de una roca salió un tiro, y una bala fue a clavarse
en la frente del primero de ellos, precisamente en el mismo lugar en
que había herido la sagrada imagen de María. Al verle caer
mortalmente herido, y al observar el lugar en que tenía la herida,
los dos compañeros se estremecieron de espanto y volvieron a resonar
en sus oídos las fatídicas palabras de la anciana.
A
la mañana siguiente, el ejército español vencido en la jornada
anterior, volvió con nuevos bríos a presentar batalla a los
franceses; y los dos compañeros, silenciosos y cabizbajos, ocuparon
sus puestos, diciendo uno de ellos: ¡Hoy
me
toca a mí!... Y
en efecto, cuando el ejército francés retrocedía perseguido por el
español, del fondo de un precipicio salió un tiro disparado por un
soldado herido, y la bala fue a atravesar de parte a parte el pecho
de aquel que había herido en el pecho la estatua de María. El
infeliz sacrílego, revolviéndose en un charco de sangre, pedía a
grandes voces un sacerdote; pero los convencionales lo dejaron morir
abandonado en el camino sin auxilio espiritual ni temporal.
El
único que quedaba, aquel que se había opuesto al sacrílego
atentado, se llenó de tan grande horror al ver la triste suerte de
sus compañeros, que, temiendo morir como ellos, prometió a Dios
confesarse tan pronto como le fuera posible. Pero viendo que el Señor
se mostraba clemente, llegó a olvidarse de su promesa, y
dirigiéndose algún tiempo después a España enrolado en el
ejército de Napoleón, al pasar a inmediaciones del lugar del
sacrilegio, disparósele el fusil a un soldado francés, y la bala
fue a clavarse en la rodilla del infeliz sacrílego, esto es, en el
mismo lugar en que él había herido la sagrada imagen.
La
Santísima Virgen tuvo misericordia de este desgraciado alcanzándole
la gracia del más sincero arrepentimiento, y con él la salud del
alma; pero la herida se mostró, durante veinte años, rebelde a
todos los recursos de la ciencia.
Este
hecho manifiesta que Dios tiene reservados tremendos castigos para
aquellos que ofenden o insultan a su Madre.
JACULATORIA
Refugio
del pecador,
del
afligido consuelo,
ampárame
desde el cielo
al
escuchar mi clamor.
ORACIÓN
¡Oh
Virgen inmaculada! ¡Cuán dulce consuelo experimenta mi alma al
contemplaros en este día tomar la penosa ruta que conduce a la pobre
morada de Isabel! Vos sois conducida en alas de la más ardiente
caridad para ir a sacar a un alma querida de la oscuridad del pecado
y santificaría en el vientre de su madre. Este rasgo de generoso
celo alienta en mí la esperanza que siempre he fundado en vuestra
maternal protección. Acudid ¡oh Madre mía! en auxilio de mi
debilidad para librarme de las sombras del pecado, que sin cesar me
cercan. Vos sois el refugio de los pecadores y vuestra mano esta
siempre pronta a libertarlos del peligro y sacarlos del precipicio.
Dirigid vuestra vista ¡oh María! por toda la extensión de la
tierra, y en todas partes se presentara a vuestros ojos el doloroso
espectáculo que ofrecen tantos desventurados náufragos que se
pierden en los mares del mundo. ¡Cuántos pecadores viven contentos
atados a las cadenas de los vicios! ¡Cuantos infieles, sentados a la
sombra de la muerte, no conocen aún el precio de la redención!
¡Cuántos herejes, ramas tronchadas del árbol de la fe, perecen
privados de la savia que sólo se encuentra en el Catolicismo!
Apiadaos, Señora mía, de todos esos infelices que siguen un camino
de perdición eterna. Haced que todos ellos reconozcan sus yerros y
detesten sus extravíos para que, formando una sola familia, unidos a
nosotros por los vínculos de una misma creencia y un mismo amor, os
reconozcamos todos por Madre hasta que esa unión, comenzada en la
tierra, se con sume y estreche eternamente en el cielo. Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Rezar una tercera parte del Rosario pidiendo a María por la
conversión de los infieles, herejes y pecadores.
2.
Esmerarse en cumplir con exactitud todas las prácticas ordinarias de
piedad.
3.
Aprovechar santamente el tiempo no desperdiciándolo en frivolidades
o pasatiempos inútiles.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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