No
tardó la cruz en plantarse por sí misma en este corazón generoso.
Las pruebas de margarita comenzaron con la muerte de su padre.
Entonces la pusieron de pensionista en el convento de las Clarisas de
Charolles, donde hizo la primera comunión antes de los 9 años.
Amada de las maestras y compañeritas, pronto se hubiera dejado
arrastrar á los inocentes placeres de su edad, si la Providencia no
hubiera tenido cuidado en derramar tantas amarguras sobre esos mismos
placeres, que la pobre niña, comprendiendo la lección muda, vió
que no debía apoyarse en ninguna cosa de este mundo, porque fuera de
Dios todo es nada, y no dá nada al alma.
En
estos pensamientos se entretenía, cuando la atacó una enfermedad
estraña que acabo de ilustrarla moralmente, mientras que su pobre
cuerpo era reducido al último extremo. La sacaron del convento, y
durante cuatro años languideció con tan inexplicables sufrimientos
que ningún remedio consiguió aliviarla. Un día Margarita hizo voto
de ser religiosa y hacerse hija de la Santísima Virgen en algún
Orden reformado, si conseguía la curación. La Madre de las
misericordias no esperaba más que esto para consolar a su afligida
hija: al momento quedó sana.
Vuelta
á la vida, no temió Margarita seguir la inclinación de su natural
amable y recrearse gozosamente según el mundo. Ella misma dice que
en esta época tomaba gusto en adornarse y divertirse cuanto podía.
Pero ¡qué bien supo Nuestro Señor detenerla sobre el borde de este
resbaladizo precipicio! La Señora de Alacoque, desde la muerte de su
marido, se hallaba despojada de toda autoridad en su propia casa,
sufriendo una verdadera servidumbre. Margarita debía compartirla.
Las dos se veían sometidas á los caprichos de tres personas
reunidas, de las cuales dependían tan absolutamente, que les era
inútil aún el pensar hacer nada sin su triple permiso. Esta
situación era un martirio de cada día, y para Margarita, una
ocasión poco común de hacer el ensayo y el noviciado de la propia
renuncia. Lo que más le costaba en esta situación vecina de la
mendicidad en que entonces se hallaba, era el verse desprovista de
todo para cuidar a su madre en sus frecuentes enfermedades. Una vez,
entre otras, se sintió abrevada de angustias, viendo á esta buena
madre sufrir cruelmente de una grave erisipela en la cabeza, y que
nadie quería acercársele ni curar su llaga. Sin “otro ungüento
que los de la divina Providencia”, la bienaventurada hija se
encarga ella misma de la operación, y fue de tal modo bendecida su
confianza en Dios, que en pocos días el peligroso mal estaba curado.
Midiendo
Margarita por sus propios sufrimientos la intensidad de la de los
pobres, se hizo en ésta época la consoladora y hermana de la
caridad de todos. Fatigarse sirviéndolos, era su dulce descanso,
lavar y besar sus llagas, su dulce alegría; porque detrás de éstas
pobres criaturas víctimas de la miseria, veía a Jesucristo su
Salvador y su Dios, y para contentarlo ¿qué no hubiera ella hecho?
Por este mismo amor se constituyo madre é institutriz de
innumerables niños pobres, pero ¡con qué santo ardor desempeñaba
esa laboriosa tarea! Recorría la aldea, y de tal modo sabía atraer
en pos de sí á los amados protegidos, que en poco tiempo, se vió
rodeada de tan inocente y numerosa multitud que apenas podía
albergarles cuando llegaba la hora de la lección de catecismo. Un
día Margarita, hallándose rodeada de su pequeño pueblo, fue
sorprendida por su hermano Crisóstomo, que le dijo: “Hermana mía
¿queréis haceros maestra de escuela?-
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