lunes, 30 de noviembre de 2015

MES DE MARÏA - Día veintisiete

EL AMOR QUE DEBEMOS PROFESAR A MARÍA


SAN DIOSNISIO AEROPAGITA, PATRONO DE JERÉZ.

Oración para todos los días del Mes
 
¡Oh María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas ¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes, caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las madres. Amén.



CONSIDERACIÓN

Si la bondad maternal de María no fuera bastante motivo para decidirnos a amarla, la consideración de sus perfecciones no podrá menos de hacer brotar en nuestros corazones el más ardiente y generoso amor por la que reúne en si todo lo que hay de grande y perfecto en el orden de la naturaleza y de la gracia.
La belleza física y la belleza moral, la hermosura del cuerpo y del alma arrebatan espontáneamente el amor a nuestros corazones, porque, como dice un sabio de la antigüedad, cualquiera que tenga ojos para verla, no puede menos que tener corazón para amarla.
Ahora bien, ninguna criatura, después de Jesucristo, ha poseído en grado más excelso la hermosura del cuerpo y del alma. María fue la obra predilecta del poder del Altísimo y en ella tuvo sus complacencias desde la eternidad. Su cuerpo destinado a ser el santuario de la divinidad, debió de poseer toda la perfección de que es capaz la naturaleza y toda la hermosura que convenía a la que debía ser el tabernáculo vivo y animado de la belleza infinita. Por eso los Libros Santos, profetizando esa belleza incomparable, han podido exclamar: «Toda hermosa eres, amiga mía, toda hermosa eres;» lo que vale tanto como decir que en su persona se encierra una belleza sin medida.
La belleza por excelencia es Dios; y esa her mosura se comunica a las criaturas en el mis mo grado en que se unen a Dios, como la pu reza de las aguas es tanto mayor, cuanto mas cerca están a la fuente. Y ¿con cuál criatura se ha unido más estrechamente la infinita belleza que con María? ¿No la amó y la prefirió a to das eligiéndola por madre del Verbo encarna do? -Esta consideración hacia exclamar a San Epifanio: «Sois ¡oh María! la primera belleza después de Dios, y en comparación de la vues tra, no tienen sombra de hermosura los serafines, ni los querubines, ni todos los nueve coros de los ángeles. Los considero en vuestra presencia como a las estrellas del cielo, que pierden toda su luz cuando el sol aparece.» Pero, sin necesidad de acudir a tales conjetu ras, para conocer la belleza física de María no necesitamos sino oír el testimonio de los que tuvieron la dicha incomparable de verla cuan do aún era peregrina de la tierra. San Dionisio Areopagita, después de haberla visto, decía que si la fe no le enseñara que no podía exis tir más que un Dios, habría adorado a la San tísima Virgen como a Dios. La belleza cautiva sin violencia los corazones, y aun esas belle zas frágiles e imperfectas que el mundo admira han tenido poder para trastornar a pueblos enteros. Arrebate, pues, nuestro amor la her­mosura incomparable de María y encienda en nuestro pecho un incendio voraz.
Pero si tanto puede la hermosura del cuer po, ¿cuanto mas deberá seducirnos la belleza del alma, que excede a la primera como el alma excede en excelencia al cuerpo?-Decía Santa Catalina de Sena, que si pudiésemos ver con los ojos del cuerpo la belleza de un alma sin pecado y con sólo el primer grado de gracia, quedaríamos tan sorprendidos al reco­nocer cuánto sobrepujaba a todas las bellezas de la naturaleza corpórea, que no habría quien no desease morir, si fuera preciso, por conservar beldad tan hechicera. Ahora bien, si la última de las almas en el orden de la gra cia encierra en sí tanta belleza, y si remontado el vuelo contemplásemos a las almas que han sabido a otros grados de gracia más elevados hasta llegar a la más perfecta, ¿cuánta no sería nuestra admiración en presencia de su hermosura? Pues bien, la más elevada de esas almas no es más que una sombra comparada con María, porque ella posee más gracias y por consiguiente, mas belleza que todos los Santos y bienaventurados juntos. Todas esas celestiales bellezas son siervos y vasallos de María. Ella sola es la madre del Creador de todos ellos; ella después de Dios, es quien tiene extasiados de amor y de dicha a los mo radores de la celestial Jerusalén.
¡Ah! ¡si los que se deleitan en las efímeras bellezas del mundo hubiesen contemplado por un instante la beldad de María, todo otro afecto moriría al punto en sus corazones! Mas si no nos es dado contemplar con los ojos del cuerpo la hermosura de su alma adornada con todas las piedras preciosas de las virtudes, a lo menos procuremos verla siempre con los ojos del alma para extasiamos en su belleza y embriagarnos en las delicias de su amor.
EJEMPLO
 
El Papa de la Inmaculada Concepción