DÍA
PRIMERO
CONSAGRADO A HONRAR LA
PREDESTINACIÓN DE MARÍA
Oración para todos los días del
Mes
¡Oh
María! durante el bello Mes que os está consagrado, todo resuena
con vuestro nombre y alabanzas. Vuestro santuario resplandece con
nuevo brillo y nuestras manos os han elevado un trono de gracia y de
amor, desde donde presidís nuestras fiestas y escucháis nuestras
oraciones y votos. Para honraros, hemos esparcido frescas flores a
vuestros pies y adornado vuestra frente con guirnaldas y coronas. Mas
¡oh María! no os dais por satisfecha con estos homenajes: hay
flores cuya frescura y lozanía jamás pasan y coronas que no se
marchitan. Estas son las que Vos esperáis de vuestros hijos; porque
el más hermoso adorno de una madre es la piedad de sus hijos, y la
más bella corona que pueden deponer a sus pies es la de sus
virtudes. Sí; los lirios que Vos nos pedís son la inocencia de
nuestros corazones; nos esforzaremos pues, durante el curso de este
Mes consagrado a vuestra gloria ¡oh Virgen santa! en conservar
nuestras almas puras y sin mancha y en separar de nuestros
pensamientos, deseos y miradas aún la sombra misma del mal. La rosa
cuyo brillo agrada a vuestros ojos es la caridad, el amor a Dios y a
nuestros hermanos: nos amaremos, pues, los unos a los otros como
hijos de una misma familia, cuya madre sois, viviendo todos en la
dulzura de una concordia fraternal. En este Mes bendito procuraremos
cultivar en nuestros corazones la humildad, modesta flor que os es
tan querida; y con vuestro auxilio llegaremos a ser puros, humildes,
caritativos, pacientes y resignados. ¡Oh María! haced producir en
el fondo de nuestros corazones todas estas amables virtudes; que
ellas broten, florezcan y den al fin frutos de gracia para poder ser
algún día dignos hijos de la más santa y de la mejor de las
madres. Amén.
CONSIDERACION
La
encarnación del Verbo fue el medio inefable que escogió la Bondad
divina para reparar la catástrofe del primer pecado. Pero para
llevar a efecto esta obra, más grande que la creación de todos los
mundos visibles, necesitaba del concurso de una mujer en cuyo seno
tomase carne el Verbo humanado. Pero ¿dónde encontrar una mujer
bastante digna de dar su carne y su sangre al Hijo del Altísimo?-
Dios pasea su mirada por toda la extensión de la tierra; hace
desfilar en su presencia a todas las generaciones; ve pasar delante
de sus ojos a poderosas reinas ceñidas de riquísimas diademas, a
heroínas aclamadas por los pueblos, a millares de vírgenes y
mártires agitando palmas inmortales, pero en ninguna de ellas fija
su mirada, porque todas aparecen pequeñas a sus ojos.
Era
necesario predestinar una mujer que, ataviada con todas las
perfecciones de la naturaleza y de la gracia fuera digno tabernáculo
del Redentor del mundo. Y desde el instante en que en los altísimos
consejos de la sabiduría increada se dispuso la redención, Dios
fijó sus miradas en María y comenzó a preparar su advenimiento
para que fuera anillo de oro que uniera al Verbo Eterno con la
naturaleza humana. Y desde entonces dejó caer sobre ella, a manera
de copiosa lluvia, todos los dones de la gracia. Porque Dios, que es
soberanamente inteligente, proporciona siempre los medios al fin a
que destina a sus criaturas, concediéndoles una dotación de gracias
proporcional a la excelencia y magnitud del fin. María habitaba en
la mente divina desde la eternidad con el carácter de Madre de Dios.
Aun no existían los abismos, dice la Escritura, y María había sido
ya concebida; no habían brotado aún las fuentes de las aguas, ni se
habían sentado los montes en su base de granito, y ella había sido
dada á luz en los decretos eternos.
Cuando
nuestros primeros padres buscaban temblorosos las sombras del paraíso
para sustraerse a la vista de Dios irritado, el anuncio del
advenimiento de María fue el primer rayo de esperanza que iluminó
su frente. Desde entonces el espíritu profético siguió anunciando
su venida de generación en generación, y de ella puede decirse lo
que se ha dicho de Jesucristo: «que al nacer, encontró cuarenta
siglos arrodillados en su presencia.» Desde entonces preparó Dios
el camino que había de tener por término el nacimiento de la
corredentora del linaje humano. El cetro y la corona, la espada y la
citara, la poesía, la ciencia y, más que todo, la santidad brillan
entre sus ascendientes y disponen los preciosos jugos que debían
alimentar esa planta cuyo fruto había de ser el Hombre-Dios. Dios la
eligió desde el principio, y al elegirla por Madre del Verbo Encarnado, la adornó con todos los tesoros de la perfección humana
y de la munificencia divina.
Toda
criatura es predestinada por Dios a un doble fin: a un fin general,
que es su gloria, y a un fin particular que consiste en el
cumplimiento de la misión especial que se sirve encomendarle.
Nuestra salvación depende de lleno de ese doble fin. -Dios nos ha
criado para él; él es nuestro principio y es también nuestro fin.
Por lo tanto, todo lo que de nos-otros depende debe referirse a Dios;
él es dueño de nuestra existencia y debe serlo también de nuestras
acciones, palabras y pensamientos, como el que planta un huerto es
dueño de todos sus frutos. Agradar a Dios debe ser, por
consiguiente, el fin primario de todas nuestras obras y la norma
invariable de nuestra conducta. Y quien así no lo hiciere, quien al
obrar se buscase a sí mismo o a las criaturas, usurparía
sacrílegamente lo que sólo a Dios pertenece, se separaría de su
fin y tomaría un camino de perdición. Busquemos en todo a Dios,
como lo buscó María, que le consagró desde su nacimiento sus
pensamientos, sus afectos, sus palabras y las obras todas de sus
manos. Cumplamos religiosamente todos los deberes de nuestro estado,
contando para ello con una dotación de gracias proporcional a la
excelencia de nuestra misión. Y en la perfección de esas obras
encontramos nuestra santificación.
EJEMPLO
Saludables efectos de la devoción a
María
Basílica de Nuestra Señora de las
Victorias, París.
El
templo de Nuestra Señora de las Victorias, erigido en París por el
rey Luis XIII, en acción de gracias por las muchas victorias que
había alcanzado sobre sus enemigos, era a principios del siglo XIX
poco menos que inútil para la piedad. Colocado en el centro del
comercio y de los negocios, rodeado de teatros y lugares de
disipación mundanal, era bien escaso el número de fieles que
concurría a él aún en las más grandes solemnidades de la Iglesia.
En
1832 fue nombrado cura de esta parroquia de indiferentes el abate
Carlos Desgenettes, santo varón animado de un celo ardiente por la
salvación de las almas. Durante cuatro años se esforzó inútilmente
por vencer la indiferencia glacial de los feligreses, llamándolos
por diversos medios al cumplimiento de sus deberes religiosos.
En
el estado de aflicción en que se hallaba el buen párroco al ver la
absoluta esterilidad de sus afanes, se le ocurrió un día, durante
el sacrificio de la Misa, el pensamiento de consagrar su parroquia al
inmaculado Corazón de María para obtener por su mediación la conversión de los pecadores y el renacimiento del fervor religioso. Tal
fue la persistencia con que golpeaba a su mente este pensamiento que
lo obligó a redactar sin tardanza los estatutos de la asociación,
que es hoy la Archicofradía del Inmaculado Corazón de María.
Aprobadas las bases por el señor Arzobispo de París, designó el
párroco el Domingo 11 de diciembre de 1836 para su solemne
instalación e invitó a este acto con encarecimiento a los pocos
cristianos que acudían a oír sus predicaciones.
Grande
y muy grata fue la sorpresa del venerable cura al ver que, á la hora
indicada el templo era estrecho para contener la multitud que acudía
a su llamado, siendo lo más extraño que una gran parte de la
concurrencia era compuesta de hombres. La distribución piadosa dio
principio por las Vísperas de la Santísima Virgen y continuó con
la plática, que fue oída con atención y recogimiento; pero donde
el fervor llegó a su colmo, fue durante el canto de las Letanías, y
sobre todo, al llegar al Refugium
peccatorum, Ora pro nobis, palabras
que por un movimiento espontáneo e imprevisto fueron repetidas tres
veces consecutivas, como el grito de angustia que sale
espontáneamente de todos los labios en presencia de un peligro
común.
Al
ver este efecto maravilloso, y con el corazón lleno de las más
dulces emociones de alegría, el venerable cura, que se hallaba
postrado al pie del altar, exclamó animado por la más tierna
confianza en medio de un torrente de lágrimas: "Vos salvaréis,
Madre mía, a estos pobres pecadores que os aclaman su refugio.
Adoptad esta piadosa devoción, y en testimonio de que la aceptáis,
concededme la gracia de la conversión de M.... a quien mañana
visitaré en nombre vuestro".
La
conversión que acababa de pedir en un momento tan solemne era la del
último ministro del rey mártir, Luis XVI, que había vivido en el
seno de la impiedad y que según todas las apariencias, moriría
lejos de la religión. El cura visitó, en efecto, al día siguiente
a este hombre y lo halló tan profundamente cambiado que no pudo ya
dudar de que la obra que acababa de fundar era inspirada por la Madre
de Dios. Si no hubiera tenido en este hecho una prueba tan clara de
la protección de María, habría bastado para convencerse de ello
los copiosísimos frutos recogidos de esta admirable obra. Las
costumbres se transformaron como por encanto, y donde reinaba el
hielo de la indiferencia, floreció el fervor religioso, el cual fue
creciendo hasta el punto de que tres años después comulgaban en la
Pascua diecinueve mil cuatrocientas personas.
Esto
nos demuestra que la devoción a la Santísima Virgen tiene el poder
de transformar a los individuos y de atraer pueblos enteros a la fe.
JACULATORIA
Madre
de Dios, Madre mía,
Sed
mi refugio en la muerte
Y
mí esperanza en la vida.
ORACIÓN
¡Oh
Virgen Purísima! Vos que
fuisteis
elegida desde la eternidad entre todos los hijos de Adán para ser la
Madre del Verbo encarnado; Vos que recibisteis una dotación de
gracias tan abundante como jamás la recibiera humana criatura; Vos
que supisteis corresponder con tanta fidelidad a los designios de
Dios, dignaos alcanzarnos de vuestro santísimo Hijo la gracia de
conseguir el fin para que hemos sido creados, correspondiendo
dignamente a la gracia y llenando cumplidamente los deberes de
nuestra misión en la tierra. Vos sabéis, Señora nuestra, cuántos
son los peligros de que está sembrado el camino de la vida, cuántas
las tentaciones que el mundo, el demonio y las pasiones suscitan para
separarnos de nuestro fin, alejándonos de Dios por medio del pecado.
Pero Vos, que sois fuerte
y poderosa como un ejército ordenado en batalla, alargadnos vuestra
mano protectora, cobijadnos bajo vuestro manto maternal e inspirad a
nuestras almas valor y energía incontrastables para salir
victoriosos de la formidable lucha empeñada contratan insidiosos
enemigos. Cuando la hora del combate se acerque, cuando nos sintáis
desfallecer y lleguen a vuestros oídos nuestras voces suplicantes,
venid, dulce Madre, en nuestro auxilio, y vuestra sola presencia
bastará para poner en fuga a los enemigos de nuestra salvación.
Dadnos en fin, santas inspiraciones para cumplir con entera fidelidad
los designios de Dios sobre nosotros, a fin de que, haciendo en todo
su voluntad en la tierra, merezcamos un día poseerlo en el cielo.
Amén.
PRÁCTICAS ESPIRITUALES
1.
Rezar siete Avemarías
en
honra de la pureza virginal de la Santísima Virgen, rogándole que
nos conceda la pureza de alma y cuerpo.
2.
Examinar atentamente nuestros afectos e inclinaciones y si halláremos
alguno que ofrezca peligros a nuestra inocencia, corregirlo con
generosidad.
3.
Rezar una tercera parte del Rosario para alcanzar de María la
conversión de los pecadores.
Oración final para todos los días
¡Oh
María!, Madre de Jesús, nuestro Salvador, y nuestra buena Madre
nosotros venirnos a ofreceros con estos obsequios que traemos a
vuestros pies, nuestros corazones, deseosos de seros agradables, y a
solicitar de vuestra bondad un nuevo ardor en vuestro santo servicio.
Dignaos
presentarnos
a vuestro divino Hijo; que en vista de sus méritos y a nombre de su
santa Madre dirija nuestros pasos por el sendero de la virtud; que
haga lucir, con nuevo esplendor, la luz de la fe sobre los
infortunados pueblos que gimen por tanto tiempo en las tinieblas del
error; que vuelvan hacia él y cambie tantos corazones rebeldes, cuya
penitencia regocijará su corazón y el vuestro; que confunda a los
enemigos de su Iglesia, y que, en fin, encienda por todas partes el
fuego de su ardiente caridad, que nos colme de alegría en medio de
las tribulaciones de esta vida y de esperanza para el porvenir. Amén.
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